SECCIONES

viernes, 23 de marzo de 2018

Abellán Zamora (1)

Realmente poco sé con seguridad de mis abuelos paternos, José Abellán Rosa y Carmen Zamora Oliva, una pareja de otros tiempos, dos personas que vivieron su infancia y juventud en el último cuarto del siglo xix, pues nacieron a comienzos de la década de los ochenta de aquella centuria de guerras, constituciones y nefastos reyes. José y Carmen «llegaron» a la Murcia de la Restauración —la de Alfonso xii— tras la fallida experiencia de la Primera República, unos pocos años después de ser promulgada la Constitución de 1876, que iniciaba en nuestro país un nuevo período histórico, el del turno de partidos, así denominado por la sucesiva alternancia en el poder de conservadores y liberales, unos años, ciertamente, más estables en lo político aunque aún muy duros en lo económico y social, sobre todo para la gente humilde, como mis entonces jovencísimos abuelos. Casi siglo y medio ha pasado desde entonces.
Me han contado hace poco que los abuelos se casaron (calculo que llegando ya el cambio de siglo) teniendo ella solo dieciséis años, y que el ajuar completo del matrimonio se limitaba a unos poquísimos enseres, a tres concretamente: una cama, una mesa y un legón, que era la herramienta del marido para trabajar como jornalero en lo que se le presentara, y ello (deduzco de lo leído aquí y allá) para cobrar, ¡y solo cuando se le presentara!, un jornal que rondaría los seis reales diarios por doce horas de duro deslome, un jornal que resultaría escaso, mu apretao, pues apenas daría para que la joven esposa empinara cada día en el hogar una olla que imagino muy pobre (basada en las baratas hortalizas y con apenas carne, huevos, leche…), un salario tan pobre que los obligaría a dejar al margen la adquisición de otros productos no tan de primerísima necesidad como la comida, que los condenaría a postergar repetida e indefinidamente otras compras quizás no tanto menos básicas, como alguna prenda de ropa o algún mueble esencial. Echándole imaginación a este asunto del ajuar, además de la cama, la mesa y el legón, supongo a aquella joven pareja de entonces poseedora de unas poquísimas ropas de quita y pon y también de algunos otros utensilios —escasos, desde luego—, como un mínimo menaje de cocina en el que entraría lo imprescindible y poco más: alguna olla, cacerola, sartén…, un par de vasos, otro de platos, y algún cuchillo, cuchara, tenedor…
No conocí personalmente al padre de mi padre, pues murió en 1948, casi tres años antes de que yo naciera. Por no saber de él, ni siquiera he sabido su nombre durante la mayor parte de mi vida; para ser sincero, lo he sabido hace muy poco, y me he enterado de que se llamaba José, como yo. Pero sí supe desde niño —lo oí contar muchas veces— que fue un hombre de talla, y ello contemplado tanto desde un punto de vista físico, debido a su estatura y sobre todo a su fuerza, como desde un punto de vista ético-moral, relacionado con el cual siempre escuché decir que fue honrado, trabajador… muy recto, con un carácter muy serio y, quizás por ello, también, exigente, autoritario.
De su envergadura física me llegaban de vez en cuando de boca de mi padre algunas imágenes e historias que resaltaban lo ya dicho: sus imponentes estatura y fuerza. Lo que más recuerdo es la repetida referencia a que tenía unas muñecas muy grandes: «muy anchas» solía decirme su hijo mientras señalaba con los dedos pulgar y corazón de la mano derecha bien distanciados una amplitud muy superior a la de su propia muñeca izquierda, exagerando la medida con el gesto de no poder abarcarla. Y recientemente, de uno de sus nietos de más edad en la actualidad, me llega otra alusión a la mucha fuerza que había tenido el abuelo. Me cuenta mi primo Clemente que recuerda al abuelo (tuvo que ser ya en el tramo final de su vida, sexagenario, deteriorado…) siempre sentado en una silla baja debido al cáncer de vejiga que acabó con sus días, pero que en sus buenos tiempos —dice que le contaron— su fuerza había sido tal que, a su vuelta del trabajo como carretero, tras desenganchar la yegua —el caballo, la mula…, no sé—, era capaz de coger el carro con ambas manos y levantarlo sujetándolo solamente por los varales.
A mi abuela, sin embargo, sí la conocí personalmente y, aunque no con mucha nitidez en algunos aspectos, me acuerdo bastante bien de ella, pues murió en 1973, cuando, ya nonagenaria y casi ciega, cayó por la empinada escalera de dos tramos que de su vivienda daba a la calle, y en cuyo descansillo la encontraron quienes con ella vivían.
Continuará

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