SECCIONES

viernes, 16 de agosto de 2024

La mierda

Observo que últimamente ando muy introspectivo, demasiado, como muy profundo, pensando, repensando, escribiendo… sobre asuntos varios más o menos trascendentes: históricos, filológicos, filosóficos… Por ello me he propuesto hacer un alto en el camino y cambiar de dirección: «cambiar el chip» se suele decir desde hace un tiempo, y tratar —por ahora, después ya veremos— de frivolizar mi relato y versar sobre asuntos más ligeros y banales, y, si puede ser, como en el caso de hoy, con tintes humorísticos. Así que esta semana traigo a Abonico una trivial historia protagonizada por mis nietas y por mí, algo que sucedió hace ya unos años, y de lo que me acuerdo al detalle por haber tomado nota en su momento.

***

Ya más que mediada mi caminata de una mañana de domingo, recibo el aviso de que mis nietas, acompañadas de su padre, se encuentran disfrutando de sus bicicletas en el aparcamiento disuasorio que hay en las afueras del pueblo, junto al cementerio. Como estoy muy cerca del lugar, me planto allí en cuatro pasos y les doy una gran alegría, recíproca por lo que a mí respecta.

Cuando llego, veo que no están con las bicicletas; les pregunto y me dicen que ya han pedaleado antes. Entonces, como voy sudando, les propongo que, para que no se me enfríe el sudor en el cuerpo —sobre todo temo por el de la espalda—, me acompañen y sigamos andando por el interior del gran rectángulo que forma el aparcamiento; así que, cogidas de mis manos, una a cada lado, comenzamos los tres a dar vueltas al circuito por el interior de su perímetro alambrado y en sentido horario. Poco después, a la segunda o tercera vuelta, las chiquillas me avisan para que lleve cuidado, porque en el suelo hay una mierda que se interpone en nuestro camino, por lo que nos desviamos para no pisarla.

Y es entonces cuando me viene a la cabeza y les cuento a las crías un chiste que, tiempo atrás, utilicé en clase muchas veces con mi alumnado, un chiste que dice así:

Van dos amigos por la calle, charlando tranquilamente de sus cosas.

—¡Cuidado, una mierda! —dice uno de ellos, extendiendo su brazo hacia el suelo para indicar al otro un montoncito de masa pastosa, informe y de color marrón.

—¡Eso no es una mierda! —contesta el otro.

—¡Que sí, hombre, que es una mierda, que te lo digo yo! —vuelve a intervenir el primero.

—¡Qué va a ser una mierda! ¿no ves que no tiene forma de mierda?

—¡Que sí, listo, que es una mierda!: lo que pasa es que debe haberla pisado alguien y por eso ha perdido su forma original.

—¡A ver! —dice, inseguro y desconfiado, el segundo; se acuclilla, alarga la mano derecha, toma una pizca de masa grumosa con la punta del dedo índice, un pegote, se lo lleva a la boca, saca la lengua y…— ¡Aggg, joder, sí que es una mierda!, ¡menos mal que la has visto a tiempo y no la hemos pisado!

A mis nietas les hace mucha gracia y Ángela quiere que lo cuente otra vez; lo hago y entonces me pide que lo haga de nuevo, y después otra vez, y otra…: se pone muy pesada con el «cuéntalo otra vez».

Les propongo que lo aprendan ellas para que puedan contarlo después a sus amigas, que, les aseguro, así triunfarán. Temerosa, me pregunta Ángela, en un aparte susurrado, si «mierda» es una palabrota, y le contesto que no, que puede decirla sin temor. Aun así, algo cohibidas, prefieren que sea yo quien continúe contándolo.

De pronto se me ocurre algo que creo una buena idea, y de inmediato se la traslado a las chiquillas: ¿por qué no lo escenifican entre las dos mientras yo las grabo con el móvil? Les parece bien y lo hacemos, pero a Paula le da la risa en un par de intentos y se malogra el juego dramático.

Visto lo visto, les digo que ahora lo podemos poner en escena entre los tres, al tiempo que su padre nos graba con el móvil. Dicho y hecho: lo ensayamos un par de veces, les doy algunos consejos y también libertad de expresión para que sean más naturales y utilicen sus propias palabras, las animo y… manos a la obra.

Nota importante. Cuantas más veces se pronuncie —a lo largo del relato o de la dramatización— la palabra «mierda», más gusta la historia a la chiquillería.

La grabación, aunque con algún defecto, resulta satisfactoria, así que queda para la posteridad; a mis nietas —además de habérselo pasado muy bien durante su realización— les ha gustado mucho cómo ha quedado. A mí también. Ya solo me queda esperar que cuando sean mayores la disfruten aún más: en primer lugar, porque les siga gustando, y también porque entonces, ya bastante más maduras, estén en disposición de apreciar, en lo que vale, el trabajo lúdico y didáctico de su abuelo.


 

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