SECCIONES

viernes, 21 de junio de 2019

Alburzaeras (y 2)

Recuerdo que en el almacén de la tienda de mi padre los chiquillos de la casa disfrutábamos de dos rústicas alburzaeras que habíamos hecho nosotros mismos, supongo ahora que ayudados por mi hermano, ya mayor, o por algún vecino del barrio.
Cada alburzaera consistía en dos cuerdas de cáñamo (el esparto era más basto al tacto) que, a una distancia de unos setenta u ochenta centímetros entre sí, colgaban en paralelo anudadas por su parte de arriba a una colaña de madera destinada a sostener un altillo hecho con cañas, un sostre de difícil acceso que corría a lo largo de un buen trecho del almacén. En la parte inferior de las cuerdas colgantes, a una de las alburzaeras le habíamos puesto como asiento un cómodo capazo de pleita cubierto con un retal de manta para que, al sentarnos en él, no nos pinchase el esparto en los muslos y en el culo; y la otra alburzaera tenía como asiento una barra cilíndrica de hierro, de un par de centímetros de grosor y algo más larga que la medida que separaba las cuerdas que la sujetaban, un hierro que habría servido con anterioridad como barrote en la barandilla de alguna escalera, balcón o ventana y que terminó convertido, como columpio, en un trapecio circense para diversión de los chiquillos de la casa y algunos de los del barrio (también para las chiquillas, a las que los críos nos gustaba mirarles las bragas durante sus más contenidos alardes).
El campeón en el trapecio, ¡cómo no!, era mi entonces admirado vecino Juanito, el Guti, el indiscutible número uno, pero en aquella barra (columpio y trapecio a la vez) todos podíamos lucir nuestras habilidades y, algunos —también, cómo no—, nuestras torpezas. En aquel rústico trapecio tratábamos de imitar lo que hacían los trapecistas de verdad en los circos más bien pobres que muy de vez en cuando visitaban el pueblo y que suponían todo un ilusionante acontecimiento para la chiquillería local; y aunque era, como he dicho, un apaño casero montado en el farragoso almacén de la tienda familiar, en él podíamos, desde sentarnos sobre la barra y alburzarnos simplemente, sin muchas pretensiones, hasta echarnos sobre el hierro apoyándonos en nuestro propio abdomen, e incluso podíamos también (solo los más atrevidos y habilidosos) dejarnos caer para atrás sujetándonos a las cuerdas con las manos, soltar estas a continuación y quedar colgados boca abajo, unos, por las corvas, y otros, los menos, por la parte de los tobillos previamente enredados en las sogas laterales.
Es verdad que en aquel espectáculo nuestro con ínfulas circenses también había imitaciones de la pareja de payasos, algo que no podía faltar en ningún circo que se preciara (el payaso listo, con la cara blanca, y el tonto, con la nariz redonda y roja, que era el que más nos hacía reír), y además se interpretaban canciones —copla, en su mayoría—, que recuerdo cantadas por las chiquillas del barrio, que remetían la parte delantera de su vestido en el interior de las bragas para mostrar sus muslos de niñas cirqueras y así parecerse a las cantantes y bailarinas del circo real. Y había igualmente en nuestro circo, ¡cómo no!, equilibristas, magos, malabaristas... pero todo esto debe formar parte de otra historia que dejaremos para contar en otra ocasión.

2 comentarios:

  1. Que tiempos...y que recuerdos nos traes Pepe. Cualquier tiempo pasado fue mejor
    Saludos

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    Respuestas
    1. Cualquier tiempo pasado fue anterior, dirían Les Luthiers.
      Gracias, Tony, por tu comentario.
      Un saludo.

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