SECCIONES

viernes, 6 de julio de 2018

Tres certificados

En una publicación local lee que ha muerto quien fue párroco del pueblo en aquellos años en que él terminó sus estudios en la Escuela Normal y comenzó su andadura como docente. Examina con detenimiento el artículo de la revista, se fija en la cara del cura que aparece en la foto que acompaña al texto y se detiene después, con intención, en las cifras de los años en los que este señor fue párroco de la localidad. Y de lo observado en todo ello deduce que sí, que debió de ser este el cura que entonces «tuvo que certificar» su buena conducta moral y religiosa. Pronto sus neuronas se ponen en marcha.
Y es que, para, ¡por fin!, obtener el título de maestro, una vez terminados los estudios de magisterio, nuestro joven necesitaba tres certificados de buena conducta: uno del alcalde, otro de la guardia civil y otro del cura. (¡Ojo!, que ya corrían tiempos cercanos a la muerte del dictador que gobernaba el país con mano de hierro.)
Cuenta él mismo que no hubo grandes problemas para conseguir los tres documentos, y supone que facilitarían las cosas un par de factores favorables: por un lado, las fechas que marcaba el calendario, en las que la represión de la dictadura ya había comenzado a «suavizarse» (y marca muy visualmente en el espacio con los dedos índice y corazón de cada mano las comillas de la palabra «suavizarse»), unos años en los que el Régimen había relajado parte de su ensañamiento; y, por otro lado, el hecho de pertenecer a una familia afecta a ese Régimen, pues el paterfamilias era, aunque tibio, simpatizante del generalito.
Conseguir el certificado que tenía que hacerle el alcalde pedáneo fue fácil; solo tuvo que aguantar unas pocas bromas y alguna payasada (así era —sonríe cómplice— el entonces mandamás local) para acabar con el papel en el bolsillo.
Para hacerse con el papelito de la guardia civil tampoco recuerda que hubiera algún inconveniente, nada de particular. No sabe si, además de las simpatías políticas del padre, comerciante, estuvieron por la labor los productos (cajas de galletas, latas y botes de conservas...) que la benemérita «se llevaba» anualmente de la tienda para celebrar el día de su patrona.
Únicamente para el certificado que tenía que expedirle el cura hubo un pero, y no pequeño en un principio: el señor párroco le dijo, y con razón, que él no lo conocía, que no lo había visto por la iglesia y que, por lo tanto, ¿¡cómo podía certificar —y de eso se trataba— que era un buen cristiano!? (o buen católico, no recuerda qué término utilizó el páter); pero, a continuación, pensándoselo un poco, tras unos segundos de suspense que comenzaron a inquietar a nuestro joven protagonista, el párroco añadió que a pesar de ello le daría el certificado; y así lo hizo: «gracias, señor cura —dice—, se portó usted bien».
Con el tiempo, muchas veces ha tratado de imaginar qué hubiese pasado si hubiera tenido que ir a pedir los tres certificados siendo miembro de una familia fichada políticamente, siendo hijo de alguien calificado como claro desafecto al Régimen (desafectos les llamaban los afectos, advierte con mucha intención), alguien descendiente de un activo opositor a la Dictadura, algo no tan infrecuente en aquellas fechas. Al respecto, sabe que la guardia civil, los curas, los alcaldes… tenían sus propios ficheros en los que calificaban a la gente como les parecía: «rojo», «no va a misa», «maricón», «blasfemo», «inmoral»…; y conoce lo que pasó en muchos casos, como, por ejemplo, el de Juan Madrid, uno de los grandes narradores del género negro en nuestro país, a quien (se pueden leer sus palabras en la prensa) no dejaban ejercer como profesor por carecer de certificado de buena conducta social y moral.
«¿Se puede? Buenos días: que vengo a solicitar un certificado de buena conducta».

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