SECCIONES

viernes, 20 de abril de 2018

¿Yo?, a la Claudia Schiffer

En mis clases, a lo largo de los años, he leído a menudo para mis alumnos, y les he leído más cuanto más avanzaban mis años y mi experiencia docente, pues esta actividad, que pronto me pareció importante en mi trabajo, acabó resultando imprescindible al final.
En la lista de relatos seleccionados para leer en clase (London, Maupassant, Dahl…), desde que los conocí en los años noventa del siglo pasado, siempre figuraron algunos cuentos de Quim Monzó, entre ellos «La micología» (El porqué de las cosas, Anagrama, 1994, pág. 106), que trata de un recolector de setas que, bajando una mañana del bosque, se encuentra una amanita muscaria, a la que da una patada y de la que emerge por ello uno de esos duendecillos que aparecen muy de vez en cuando en estos hongos tan venenosos como bonitos, con su llamativo color rojo moteado de pequeñas pintas blancas, conocidos también, curiosamente y entre otros nombres, como matamoscas (muscaria viene del latín musca ‘mosca’), que hace referencia a los efectos que produce este hongo en los insectos, a los que paraliza temporalmente cuando entran en contacto con él.
Cuando se le aparece el duendecillo al setero le dice que puede pedirle un deseo, el que quiera, que le será concedido, pero —añade— tiene que pedir algo tangible; no vale decir «quiero ser rico», ni pedir «muchas casas», ni «muchísimos millones»; ha de ser algo contable, pesable, medible… y, claro, esto pone al protagonista del relato en un buen apuro, pues no sabe qué pedir —dinero, propiedades, salud…—, ni cuánto: ¿tropecientos millones, tropecientos billones..., mil casas, chalets, mansiones…? Además —añade pronto el duende—, no puede demorar mucho su petición porque tiene un plazo de unos pocos minutos para decidirse, con lo cual complica aún más la decisión; así que… el tiempo va pasando, se va agotando y el setero no se decide, hasta que, quedando escasos segundos…
En la lectura que hacía en clase para mis alumnos, antes del desenlace final del cuento, llegaba un momento (en esos segundos previos a la petición del setero) en que me detenía y me dirigía a mis escuchantes para preguntarles qué pediría cada uno de ellos si estuviera en la piel del protagonista del relato, y a continuación hacía un barrido por la clase pidiendo a niños y niñas que se lo pensaran y que uno a uno, cuando tuvieran hecha su elección, me la fueran diciendo, levantando previamente la mano y esperando su turno.
En las distintas ocasiones en que realicé esta prueba a lo largo de bastantes años, hubo muchos alumnos, quizás los más, que pidieron dinero (cantidades astronómicas de dinero) o lingotes de oro o diamantes… y también hubo algunos que pidieron paz en el mundo, o que no existiera el mal, o felicidad para su familia o… Pero, de todas aquellas veces, recuerdo una sola en que triunfó un pragmatismo de lo más tangible, algo fácilmente concretable (contable, pesable, medible… tocable), y fue aquella en que un niño muy espabilado, tras haberlo pensado, levantó la mano y, cuando le llegó el turno, dijo con tranquilidad: «maestro, yo, a la Claudia Schiffer».
Sí, David se lo pensó, desdeñó riquezas y apartó a un lado ausencias de guerras, de maldades, de dolores y enfermedades… para pedir una sola cosa, quizás porque viera su máxima felicidad en ella, en la famosa supermodelo alemana, que, por cierto y no viene mal recordarlo, por aquel entonces tendría veintitantos años.

2 comentarios:

  1. Una elección tangible, medible, pesable y vistosa en su juventud y madurez actual. No, fue una solicitud que no cumpliese con los requisitos del homúsculo que habitaba en la Amanita. Además, muchas de las peticiones que son menos pragmáticas no poseen tanta prerspectiva de futuro: el sueldo de Claudia siempre ha sido muy alto y la vida a su lado sería una llegada al paraíso. Muy bueno, Pepe.

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    1. Gracias, Antonio.
      Imagina a un chiquillo de diez años levantando la mano y esperando a que el maestro le de la palabra.
      Un abrazo.

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