SECCIONES

viernes, 7 de julio de 2017

El Barras (1)

Antonio Morga, de El Siscar, el Barras, un hombre duro, que se había criao —decía él para mostrar su rocosidad— corriendo descalzo por «carrizos de punta» que —aseguraba— no punchaban a sus pies encallecidos; que había estado trabajando en Alemania, de donde había vuelto con una enfermedad, de resultas de la cual le había quedao una mala secuela, la imposibilidad del trabajo físico duro, pero también —todo no iba a ser malo— una paguica de por vida.
De estatura media, delgado, de aparente —solo aparente— aspecto muy serio, incluso hosco; pescuezo delgado, largo y recto; la piel de la cara, en la zona de las mejillas, un poco rojiza debido a unas venillas, y una calvicie avanzada que Antonio cubría indiferentemente con gorra o sombrero, dependiendo sobre todo de la ocasión, de si estaba trabajando o salía «de fiesta», por ejemplo, a comer a algún restaurante con su mujer y algún otro matrimonio amigo.
El Barras tenía un diminuto quiosco de madera pintado de color verde, que, posteriormente, cuando las cosas le fueron mejor, fue sustituido por uno más moderno de aluminio, aunque también pequeño. El quiosco quedaba muy bien situado en el centro del pueblo, en la zona más comercial, junto a la orilla de la carretera, en el mismo lado y a menos de cincuenta metros de la plaza de la iglesia.
Y en su mínimo quiosco, Antonio vendía los periódicos locales de entonces —La verdad y Línea—, venta que poco a poco fue ampliando con algunas revistas y, sobre todo y muy importante, con la de tabaco, que conseguía de contrabando —rubio americano, negro cubano...—, un género muy valorado por muchos fumadores de entonces, yo entre ellos: Winston, Marlboro, Craven “A”, Partagás, H Upmann... ¡¿Cuánto frío debió pasar en las heladas madrugadas de invierno para tener preparada la prensa a primera hora?!
Con el tiempo utilizó como ampliación del negocio, a modo de almacén, un bajo desocupado que había tras el quiosco, casi pegado a él. En este local, que hacía años había sido un bar y aún conservaba la barra al fondo, tenía Antonio espacio sobrado para las revistas, los coleccionables, el tabaco —escondido—... y, con el tiempo, hasta para un depósito refrigerador con cervezas y refrescos que, decía él, eran para los amigos, y, por lo que pude comprobar, realmente eran para los amigos: no te cobraba. Llegabas, te sentabas en una de las sillas que para la ocasión tenía, te ofrecía una cerveza y cuando pretendías pagarla te decía que guardaras tu dinero —«¡ande vaas!»—, que aquello lo tenía allí para los amigos.
Todavía tengo fresco en la memoria lo que tuve que insistir, el follón que tuve que darle, cuando comenzó a editarse El País, las veces que se lo tuve que pedir para que lo trajera y comenzara a venderlo en el quiosco. Hasta entonces yo me desplazaba a Murcia para comprar tan preciado bien, aunque no todos los días; después, entonces sí diariamente, durante muchos años lo adquirí en el quiosco del Barras. Allí me hice también con preciosas joyas de la música y la literatura, con colecciones completas de fascículos (Historia de la literatura española e hispanoamericana), de fascículos y discos (Los Grandes Compositores, Los Grandes Temas de la Música...) y de libros (Biblioteca Básica Salvat, Obras Maestras de la Literatura contemporánea —Seix Barral—, Colección de Literatura Universal Bruguera...).
No se le daba muy bien la escritura y tampoco las cuentas; por ello y por la confianza que tenía conmigo, periódicamente me pedía —no creo que yo fuera el único en hacerlo— que le ayudara en la devolución del material pasado de fecha: periódicos, revistas, coleccionables... A veces, me veía llegar y sin preludio alguno me decía: «coge el bolígrafo y apunta», y ya sabía yo lo que tenía que hacer: tomar nota de la cantidad de ejemplares que iba a devolver y que ya tenía él preparados, desperdigados en montoncitos por el suelo; me iba dictando: «2 de Hola, 3 de Diez minutos, 1 de Triunfo, 1 de Los Grandes Compositores...»; y así.
Casi siempre a mediodía, tras una mañana de trabajo en la escuela, quien esto escribe llegaba a por El País y muchas veces pillaba a la familia comiendo en el bajo-almacén; lo normal era que el Barras me dijera que me sentara a comer con ellos —«Victoria, ponle un plato de guisao», le decía a su mujer—; y, lo mismo que con la bebida para los amigos, no lo decía por cumplir, lo decía de verdad; y yo, que lo sabía, más de una vez comí con ellos. También hubo una temporada que, para quienes se lo encargábamos, Antonio traía pan casero, de horno moruno, comprado en un apartado lugar de la huerta al que, por cierto, alguna vez lo llevé yo, pues él estuvo mucho tiempo sin coche y, creo, sin carnet. Volvíamos con medio saco de pan, metía la mano, sacaba uno, me lo entregaba directamente en la mano y decía «tira, ya te puedes ir»: era su manera de darme las gracias.
Continuará.

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