SECCIONES

viernes, 2 de junio de 2017

La culebra astuta

Alrededor de la mesa camilla que había en la salita de mi casa, se reunían por aquellos años, en las tardes de domingo, mi madre y otras mujeres amigas y vecinas. Y allí se contaban unas a otras viejas historias de la huerta, del pueblo, de la capital…, historias que conocían de buen oído, pues, como todos sabemos, estas «noticias» se transmitían de boca a oreja.
Y yo quedaba prendado y prendido de esos «cuentos» que tanto me atraían, y prestaba mucha atención a estas conversaciones tan interesantes a la vez que inquietantes para unos oídos tan tiernos y sensibles como los míos. Incluso ahora no sabría decir si entonces me impactaba más la historia misma, el tema, o me gustaba más la manera tan intencionadamente misteriosa de contarlo.
Una de las historias que más atraía mi atención era una leyenda huertana que escuché muchas veces y que cada vez me impresionaba más, dejándome un desagradable regusto amargo, un malestar que, por lo menos la primera noche tras la escucha, y fueron unas cuantas, no me dejaba dormir.
No recuerdo bien cuál de las mujeres de alrededor de la mesa era la narradora de esta historia, creo que mi madre; lo que sí recuerdo es que comenzaba diciendo, con aire de misterio detectivesco, que gracias a Dios que se habían dado cuenta, y, como descifrando un enigma, a continuación aclaraba que se habían dado cuenta por el color ennegrecido de los labios del bebé y por la pérdida de peso del mismo. Lo de los «labios negros» del niño era algo que me intrigaba mucho, un asunto que despertaba mi imaginación visual y hacía que orientara las orejas como verdaderas antenas parabólicas en una conversación en la que con mucha intención se iba postergando el desentrañamiento final.
Y por fin llegaba la tan esperada explicación. El caso es que en plena huerta murciana todas las noches una serpiente bajaba a succionar la leche de los pechos de una madre que amamantaba a su bebé, una madre que, confiada, medio adormecida, creía estar dando el pecho al niño que tan suave y cariñosamente sujetaba entre sus brazos; de esta forma, era la astuta culebra la que se aprovechaba de la leche materna, y ponía su cola en la boca del niño para que este no denunciara con su llanto la suplantación; por ello, con el tiempo, debido a la cola de la serpiente, los labios del niño fueron cambiando a un color sospechosamente oscuro, al tiempo que su peso no solo no aumentaba —«no hacía peso», decía la hábil narradora—, sino, todo lo contrario, disminuía.
Qué desasosiego me provocaba el pensar que estaba expuesto a riesgos como el que una culebra se me metiera una noche en la cama y... ¡qué miedo!

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