SECCIONES

jueves, 16 de enero de 2014

En el confesionario

Mi infancia son recuerdos ¡ay! de un pueblo de Murcia,
con verdes huertos donde madura el limonero.
                                  (Imitando a Antonio Machado) 

De pequeño evitaba ir a confesarme; tenía miedo, porque el cura, un verdadero malasombra —es un eufemismo—, te reñía, te tiraba de las orejas, te daba un cogotazo, un capón…
—¿Te has tocado, hijo mío?
Y tú, encogido, con la barbilla en el pecho y la vista baja:
—Sí, padre.
¡Zass!
—¿Cuántas veces?
—No sé.
—¿Solo o acompañado?
—Solo.
¡Zass!
Etc.
Y todo en un ambiente oscuro, misterioso, ¿sagrado?…

Cómo me gustaría escribir como Antonio Martínez Sarrión, para describir, con esa su prosa magnífica, el turbador entorno que me viene del recuerdo.

… Durante las confesiones de los niños, en que desgranábamos las desobediencias, las mentiras, las sisas y las pajas, en la obligada admonición antes de imponer la penitencia a cumplir, no podía evitar que se formara en torno al penitente una tufarada a tabaco rancio, cera, ajo, dudosa higiene corporal, incienso, muelas picadas y testículos en exceso cargados, cuya síntesis era un aliento abrasador y metífico, que descargaba en el cogote del reo, el cual salía del confesionario confuso y sofocado hasta las cejas, ante la indudable condición de ungulado de aquel representante de Dios sobre la tierra.
                                                           
Antonio Martínez Sarrión: Infancia y corrupciones, Alfaguara, 1998.


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