Parece una broma de mal gusto. Hoy, 20 de noviembre, precisamente el día en que se cumplen 50 años de la muerte de Franco, el Tribunal Supremo hace pública la sentencia que considera culpable y condena por ello al fiscal general del Estado, un veredicto emitido con cinco votos a favor y dos en contra de los jueces del tribunal.
Esto, que en absoluto se trata de una broma, es lo que me encuentro como novedad en la tele cuando, tras echar la siesta, me siento ante ella, como acostumbro a diario antes de ponerme con mis labores vespertinas.
En cuanto veo cómo se está tratando la noticia en la ahora mal llamada pequeña pantalla (las hay enormes), lo pienso un poco y decido sentarme ante otra más pequeña aún, la del monitor del ordenador, para ver qué dice la prensa que suelo leer diariamente.
Colocado ya ante el ordenador, lo conecto, abro el navegador y cliqueo sobre el primero de los medios que quiero consultar, El País; en él leo:
«El Supremo condena al fiscal general a dos años de inhabilitación por revelación de secretos»
Pero me intereso más por lo que, en estas mismas páginas, dice un poco más abajo el juez Joaquim Bosch:
«por el bien de la confianza institucional hubiera sido deseable, en caso de condena al Fiscal General, que el fallo fuera indiscutible, previsible y muy convincente».
Después miro en Público:
«El Supremo condena al fiscal general del Estado a dos años de inhabilitación por revelación de secretos»
A continuación, en InfoLibre:
«El Supremo inhabilita al fiscal general y le obliga a indemnizar con 10.000 euros al novio de Ayuso»
Y, por último —por ahora ya tengo bastante—, en elDiario.es:
«El Supremo condena al fiscal general a dos años de inhabilitación por la filtración del correo de la pareja de Ayuso»
Un poco más abajo, en este último medio, aparece y llama mi atención el titular que me mueve a abrir el procesador de textos y ponerme a teclear sobre el asunto; se trata de un artículo de Esther Palomera encabezado por un enunciado que lo explica todo:
«Los que podían hacer, hicieron»
A buen entendedor…
Y, abonico, me digo:
«¡Vaya, pues sí que han hecho!»
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