Ya me había chocado antes, al enterarme de la noticia; sí, ya entonces, quizás pecando de malpensao, me había resultado muy significativo el hecho, sobre todo sabiendo quién había llevado a cabo la taimada idea. Pero fue posteriormente, unos días después, leyendo un artículo de Álex Grijelmo en El País (El Departamento de la Guerra con las palabras, 09-09-2025), cuando le dediqué una más tranquila reflexión para ahondar en ella y tratar de aclararme más sobre el verdadero alcance de su significado.
¿Qué pretende —se pregunta uno— el todopoderosísimo mandamás de un supermegapotentísimo país —perdón por tan forzado archisílabo— que decide cambiar el nombre de «Departamento de Defensa» por el de «Departamento de la Guerra»? Porque, evidentemente, las connotaciones de ambas expresiones no son las mismas, ni siquiera parecidas. Y esto al margen de que, con el nombre anterior, el de «Departamento de Defensa», dicho individuo, así como muchos de sus antecesores en el cargo de mandamás, me inclino a pensar que todos, ya actuaba ofensivamente, no defensivamente.
¿Pretende dicho gerifalte —continúa mi autointerrogatorio retórico— amedrentar a sus rivales y enemigos?, ¿quiere de forma explícita intimidar militarmente a sus oponentes?, ¿busca dejar claro que su misión, ahora, tras el cambio de nombre, no es meramente defensiva (que, por cierto, no recuerdo que lo haya sido alguna vez en la historia reciente y en la no tan reciente), sino ofensiva, claramente ofensiva?
Lo que acaba quedándole bien claro a uno es que tal misión consiste en amedrentar, en infundir miedo, en atemorizar a los demás, una actitud que quiere decir al mundo: «eh, que esto ha cambiado, temblad que estoy aquí; y ya me conocéis, ya sabéis de lo que soy capaz, y que no amenazo en balde: estáis avisados».
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