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viernes, 20 de diciembre de 2019

La subasta (1)

Cuando llegaban las fechas de Navidad, en los primeros días festivos de aquellas vacaciones que olían a dulces caseros, pronto podías escuchar por las calles del pueblo las músicas y los cantos de aguilando entonados por un grupo de personas que, de casa en casa, iba pidiendo donativos —dinero o cualquier otra cosa— para La Caridad, una asociación benéfica muy popular en nuestra localidad.
En el grupo aguilandero, el de mis recuerdos, unos pocos componentes (entre ellos algún trovero, como el Tío David, el Farinas, el Pichules...) eran los encargados de cantar los villancicos, tanto los solos —a menudo repentizados— como las partes corales de los estribillos; y unos cuantos músicos instrumentistas —voluntarios y en un apaño casi improvisado— acompañaban el canto con sus «pitos», que no eran siempre los mismos: clarinete, tuba, saxofón, trombón, bombo, caja, acordeón, violín, guitarra…: todo «pitos», como puede apreciarse. Otro integrante del grupo portaba el estandarte de la asociación pedigüeña y, por último, otro llevaba en sus manos una bolsa de tela que recuerdo de color rojo, un saquito en el que se iba introduciendo la donación que algunos vecinos hacían en dinero, aunque podía consistir en cualquier otra cosa, por insospechada que ahora pueda parecer: animales, muebles, ropa... cualquier objeto... Y todos estos donativos no monetarios eran subastados, ya bien entradas las fiestas, en un acto público, un acontecimiento muy popular por aquellos años, que recuerdo realizado en el Cine de la Cadena, y que era conocido como La subasta de La Caridad.
El cine se llenaba de gente dispuesta a pasárselo bien, y alguna, no toda, a colaborar con la asociación benefactora. Desde el comienzo del acto, sobre el escenario del local había continuamente una persona —a veces, más— encargada de subastar los distintos productos que iba ofreciendo al público de la sala: los artículos que habían sido donados a la asociación en sus recorridos petitorios por casas familiares y establecimientos comerciales del pueblo. Estos productos subastados iban desde lo más cotidiano (un par de alpargatas, una camisa, una percha, una pastilla de jabón, un bote de melocotón en almíbar…), hasta lo más insólito, como un braguero para personas herniadas o un chupete para bebés (recuerdo una enconada puja, entre dos abuelos novatos y con buen nivel económico, por conseguir uno), pasando por los típicos embutidos de la zona: chorizos, morcones, morcillas..., y por los animales de corral: pollos, conejos, pavos…
El subastador de turno, desde el elevado escenario del cine, iba ofreciendo al público los productos, que, a veces, sumando unos a otros, agrupaba en lotes; y animaba a la participación del respetable con un parloteo que, aunque casi siempre excesivo, con frecuencia resultaba apropiado, incluso gracioso, puro estilo Ramonet: «Señoras y señores, aquí tengo para ofrecerles por lo que ustedes quieran dar… algo de absoluta necesidad en el hogar, un producto de increíble utilidad, que no puede faltar en ninguna casa que se precie de…».    
Continuará.

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