SECCIONES

viernes, 18 de octubre de 2019

Primera biblioteca (y 2)

En casa de mis padres, la de mi infancia, no hubo libros, solo los de texto cuando llegó el momento; en aquel hogar no había novelas ni libros de cuentos ni de poesía u otros cualesquiera. Más tarde, al llegar a la mayoría de edad tras unos años juveniles en Babia, perdidos (en barbecho, prefiere pensar ahora mi yo más conformista), decidí seriamente reanudar los estudios. No recuerdo exactamente en qué año fue eso —quizás 1970—, pero sí recuerdo que entonces comenzó, y que aumentó día a día, y que aún sigue en pie mi ilusión por la lectura, por los libros, por el estudio... por el aprendizaje... por el conocimiento. Si he de ser sincero, creo que siempre tuve conciencia —a veces remota, lo confieso— de que lo que estaba haciendo en aquellos años desérticos desde un punto de vista académico no era lo correcto, no lo que quería.
La verdad es que siempre, desde pequeño, me atrajeron los libros, y más los gruesos, los tochos, no sé por qué; quizás pensara que en esos enormes volúmenes que veía en manos de algunos estudiantes universitarios, había mucho conocimiento: a más grosor, más saber, supongo que razonaría entonces.
Ya en el primer tramo del buen camino, el del estudio que pretendía serio, un día fui a Murcia en el Renault 4L de mi padre y compré una estantería para mis escasos libros, una librería barata, de unos dos metros de alta por uno de ancha, metálica, de color marrón, de las que se montan con tornillos adaptando la altura de las baldas a voluntad. Estas estanterías eran habituales en algunas de las más modernas tiendas de antes y siguen siéndolo en las más cutres de ahora.
La instalé en una pequeña habitación que en la planta superior de la casa había junto al cuarto de baño, y allí coloqué con mucho esmero, diría que con mimo, los poquísimos libros que entonces tenía, que, ya lo he dicho, en general eran de estudio, sobre todo manuales de texto que conservaba del bachillerato elemental, del superior y de la todavía entonces no acabada carrera de magisterio, además del típico diccionario escolar de la lengua española, el de francés, el de latín, un atlas geográfico... También había en ese primer lote algunos pocos libros de la colección Reno, de la editorial Plaza Janés, otros pocos de la famosa colección Austral, de Espasa Calpe, alguno de la colección RTV, y no sé si ya dispondría de algún ejemplar de la de bolsillo de Alianza Editorial que en lo sucesivo tan importante sería para mí. Eran tan pocos los volúmenes que contenía aquella estantería, que los esponjaba y colocaba estratégicamente para que parecieran más de los que en realidad había.
Por eso, ahora, cuando alguien, normalmente algún joven, un alumno o exalumno en el que despunta la querencia por los libros, se asombra por los muchos que ve en mis estantes o cree que tengo, le digo, tratando de animarlo, por si le sirve de ayuda, que a su edad yo tenía, casi con toda seguridad, menos libros que él tiene ahora, que no se preocupe, que se hace camino al andar.

2 comentarios:

  1. Las bibliotecas son monstruos de crecimiento incesante y espejo inclemente de que nunca podremos con ellas.

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    1. A pesar de ello, me encantan, y más cuanto más crecidas.
      Gracias, Mariano.

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