SECCIONES

viernes, 17 de mayo de 2024

Quitar, distraer… enajenar

Hace ya bastantes años que, en alto y bien a la vista, colocada en una de las puertas del mueble-librería que hay situado frente a mi mesa de estudio, se puede ver una amarillenta postal en la que, en letras mayúsculas de distintos tamaños, un cartel pide la excomunión «contra cualesquiera personas que quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enagenaren algún libro, pergamino o papel de esta biblioteca…», refiriéndose, el original, no a la de mis libros, partituras y demás, sino a la Biblioteca de la Universidad de Salamanca.

Copia en escala de grises

Pero, que yo sepa, el deseo de máxima condena, el de terribles y mayores males para quien de cualquier modo enajenare algún libro (bien por robarlo o bien por pedirlo prestado y no devolverlo), se encuentra en una advertencia que hay en la biblioteca del monasterio de San Pedro en Barcelona.

Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe en la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre. (Manguel, Alberto: Una historia de la lectura. Madrid: Alianza Editorial, 2020, págs. 458-459).

Quizás no tanto, pero algunos retortijones de tripas de vez en cuando, a modo de recordatorio, sí les deseo yo a quienes me han pedido algún libro, partitura, disco… (más aún si es importante para mí, y así suelen serlo los que recomiendo y presto) y con el tiempo se lo han apropiado de manera consciente y descarada.

 

viernes, 10 de mayo de 2024

Perseverancia

Para hacer acopio de una buena colección, de lo que sea (de antiguos prospectos de películas de cine, de ceniceros, de ediciones distintas del Quijote en cada uno de los muchos idiomas posibles…), son necesarios, además de que la suerte te acompañe en la localización y adquisición de los muchísimos elementos que acabas acumulando, la perseverancia, el tesón… el empeño en conseguir lo perseguido.

Como muestra de lo que quiero decir, traigo aquí un párrafo de uno de los últimos libros que he leído —acabado recientemente—, un fragmento que me parece muy interesante, sobre todo por curioso, por original… por peculiar. Pertenece a una obra autobiográfica de Oliver Sacks, famoso neurólogo y escritor, fallecido no hace tanto, una obra —El tío Tungsteno— en la que el autor nos cuenta su amor por la química durante su infancia y adolescencia: cómo va adquiriendo con mucha ilusión sus conocimientos, cómo va realizando sus experimentos, y muchas anécdotas —personales, familiares, científicas…—, algunas de ellas muy sabrosas, como la que expongo a continuación:

Pero mi colección preferida era la de billetes de autobús. En aquella época, siempre que uno cogía el autobús en Londres le daban una cartulina oblonga de color en la que había letras y números. Después de que un día me dieran un O 16 Y un S 32 (mis iniciales, y también los símbolos del oxígeno y el azufre, y añadidos a éstos, por un feliz azar, sus masas atómicas) decidí iniciar una colección de billetes de autobús «químicos», para comprobar cuántos de los noventa y dos elementos podía conseguir. Tuve una suerte extraordinaria, o eso me pareció (aunque todo era obra del azar), pues los billetes aumentaron rápidamente, y pronto tuve la colección completa (el W 184, el tungsteno, me proporcionó una satisfacción especial, en parte porque era la inicial de mi segundo nombre [Wolf]). Desde luego, había algunos muy difíciles: el cloro poseía la irritante masa atómica de 35,5, que no era un número entero, pero, imperturbable, recogí un Cl 355 y le añadí un diminuto punto con tinta. Los elementos de una sola letra eran más fáciles de conseguir: pronto tuve un H 1, un B 11, un C 12, un N 14 Y un F 19, además del originario O 16. Cuando me di cuenta de que los números atómicos eran aún más importantes que las masas atómicas, empecé también a coleccionarlos. Al final disponía de todos los elementos conocidos, del H 1 al U 92. Cada elemento quedó para mí indisolublemente asociado a un número, y cada número a un elemento. Me encantaba llevar encima mi pequeña colección de billetes de autobús químicos; me daba la sensación de poseer, en el espacio de quince centímetros cúbicos, todo el universo, sus componentes básicos, en mi bolsillo. (Sacks, Oliver: El tío Tungsteno, Barcelona: Anagrama, 2020, págs. 81-82).

 

viernes, 3 de mayo de 2024

La repompa

No hace mucho se quedaron mis nietas a dormir en casa de los abuelos —la de un servidor y su señora— y a la mañana siguiente aparecieron en el desayuno vestidas con faldas —una de ellas con bastante vuelo—, algo poco habitual, quizás por su menor comodidad para pasar la mañana en el colegio. Y observé que la de la falda con más vuelo, Ángela, se pasó un buen rato haciendo, repetida e incansablemente, la repompa; cuando le dije el nombre que recibía en mis años jóvenes lo que estaba haciendo ella, la chiquilla —«lógicamente», pensé antes de decírselo— no sabía a qué se refería tal expresión: «hacer la repompa».

En los años en que transcurrió mi infancia, decíamos que una niña «hacía la repompa» cuando giraba sobre sí misma ocasionando el revuelo de su falda o vestido (sépase —lo digo por quienes no tengan una edad lo suficientemente avanzada— que, entonces, las niñas nunca llevaban pantalones); a veces, la chiquilla, para acabar, doblaba sus piernas y se dejaba caer al suelo cuidadosamente con la intención de que sus ropas quedasen lo más abiertas y esparcidas posible en el mismo.

Aquella mañana, después de llevar a mis nietas al colegio, inicié mi andadura diaria —entonces, de hora y media tras el desayuno—, y, a continuación, volví a casa y me duché; después, tomé un buen vaso de agua, un kiwi y una naranja, y, ya relajado y tranquilo, me coloqué ante el ordenador para leer la prensa. Estando en ello, de pronto, me volvió a la cabeza la palabra «repompa» y pronto la busqué en el diccionario de la Real Academia Española, pero no obtuve recompensa alguna, pues en él no aparece tal término, lo que, por una parte, me desanimó un poco, pero, por otra, me hizo pensar que bien podría ser un vocablo local, del pueblo, o, como mínimo, de esta zona de la huerta de Murcia.

En los días siguientes anduve preguntando por la expresión «hacer la repompa» a algunas personas que me iba encontrando en distintas ocasiones, pero nadie, salvo mi hermana, conocía su significado tal y como yo lo recuerdo. Así que no tardé en buscar en los distintos diccionarios que tengo sobre las hablas murcianas, donde tampoco aparece la palabra «repompa», pero sí localicé, aunque solo en el de Diego Ruiz Marín (Vocabulario de las Hablas Murcianas. Murcia, Diego Marín, 2007), un par de términos que me parecen claramente relacionados con ella:

repompona. adj. Niña o mujer vestida con ropas anchas, ahuecadas y rozagantes, como en bodas, primeras comuniones, etc.  

repomponearse. prnl. Pavonearse, hincharse, engreírse.

Ni qué decir tiene que los chiquillos de la época, cuando alguna niña hacía la repompa al alcance de nuestra vista, permanecíamos muy atentos ante la posibilidad de poder verle las bragas.