SECCIONES

viernes, 18 de febrero de 2022

Hartura

—¿No estás harto de tener que decir siempre las cosas abonico?

—¿Qué?

—Sí, ¿no te gustaría llamar gilipollas a los gilipollas en vez de estar siempre andando con paños calientes?

—¿Y para qué serviría eso, para contribuir a una mayor tensión, a un mayor enconamiento? ¿para que me enemistara con algunas —creo que con muchas— de las personas con las que me relaciono?

—Por lo menos te quedarías a gusto, ¿no?, te quedarías tranquilo.

—Quizás... a gusto sí, por lo menos... en un primer momento, pero lo que se dice tranquilo... definitivamente... creo que no. Sufriría.

—¿Entonces?

—Bueno… Me parece que hay maneras de llamar gilipollas a los gilipollas sin decirles directamente gilipollas.

—¿Sí?

—Sí

—¿Como cuáles?

—Pues… utilizando el humor, la ironía, el sarcasmo…, también poniendo en boca de otros lo que quieres decir tú, o retratando a los gilipollas anónimamente, o haciéndolo con pseudónimos, o mezclando fragmentos de historias y biografías que desdibujen un determinado perfil para que resulte difícil de identificar y de achacar a una persona concreta que sabes a ciencia cierta que es gilipollas, o...

—Pero... así no se enterarían ellos.

—A ellos, por más que se lo pongas claramente delante de sus narices, jamás se les ocurrirá pensar que son gilipollas. Creerán, en todo caso, que lo eres tú.

 

viernes, 11 de febrero de 2022

Ichabod Ferguson

Paul Auster, 4 3 2 1, comienzo de la novela, abres el libro y ya en la primera página, lo primero que te encuentras es:

Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo XX. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson. (Auster, Paul: 4 3 2 1. Barcelona: Seix Barral, 2017, pág. 9).

Y te dices que difícilmente se puede comenzar a escribir una obra literaria con mejor pie, de mejor manera.

 

viernes, 4 de febrero de 2022

Contar palabras

Reflexionaba aquí hace unas pocas semanas sobre la insuficiencia de la palabra para expresar la realidad del mundo, aunque se disponga para ello de un amplísimo vocabulario, de un buen conocimiento técnico de la materia y de un adecuado dominio artístico. Ahora quiero resaltar que esa expresión lingüística, muy pobre en este caso, se da a menudo, creo que demasiado a menudo, teniendo a mano un vocabulario corto y vulgar, cuando no escaso y paupérrimo.

***

Escucho en RNE («De pe a pa», 10-11-2021) a Gregorio Luri (presentado por Pepa Fernández como maestro, doctor en Filosofía y autor de muchos libros, entre los que ella destaca La escuela no es un parque de atracciones), que dice haber «dedicado muchas horas a contar palabras» y que ha llegado a la conclusión de que «hay niños, especialmente de las familias más pobres, que escuchan alrededor de seiscientas veinte palabras por hora, y hay niños en los ambientes culturales más sofisticados que escuchan alrededor de dos mil ciento cincuenta palabras por hora». «Eso significa —continúa Luri— que cuando estos niños van a preescolar de cuatro años, uno ha podido escuchar cuarenta millones de palabras más que otro». Y a continuación articula unas cuantas frases que, no por sabidas, dejan de llamar mi atención, unas cuantas verdades que me interesan, como que «existe pobreza lingüística grave asociada a la pobreza cultural de la familia», que «cuanto más sofisticado es ese nivel cultural, más recursos dedican los padres a hablar con sus hijos», que «no podemos pensar bien con un vocabulario de subsistencia», y que en definitiva «se habla bien o se habla mal en función de la complejidad lingüística de la familia».

Mientras lo escucho, pienso que una cosa es la cantidad de palabras que oye el niño en su entorno familiar y otra muy distinta, y creo que más importante, la variedad de las mismas, el número de voces que forman el léxico del entorno en el que se desenvuelve (amén de su calidad: palabras y expresiones bien o mal dichas, presencia tangible o ausencia de tontos tópicos, razonamientos más o menos sesudos…).

Y entonces me viene a la cabeza que hace tiempo leí una reflexión de José Manuel Caballero Bonald sobre este asunto, una reflexión que complementa lo escuchado a Gregorio Luri.

Si mal no recuerdo, el repertorio léxico que emplea en la Península un ciudadano de instrucción media [¡ojo!, dice de instrucción media, no baja] ronda por lo común las quinientas palabras. Cómputo este que resulta de veras escandaloso si se tiene en cuenta que en el Diccionario de español actual, de Manuel Seco, se recogen unas setenta y cinco mil voces. De modo que, de acuerdo con esa deprimente estadística, nosotros nos valemos por aquí de un porcentaje de palabras verdaderamente deplorable. (Caballero Bonald, José Manuel: La costumbre de vivir. Madrid: Alfaguara, 2001, pág. 269).

Ya solo me queda inferir de lo expuesto hasta ahora que en la persona más desfavorecida (social, económica, culturalmente…, y estoy pensando en todo tipo de alumnado) suelen coincidir la escasez y la pobreza de vocabulario.