SECCIONES

viernes, 26 de septiembre de 2025

El Moniato

En la huerta de Murcia, por lo menos aquí en este roalico en el que vivo, mucha gente suele llamar «moniato» al «boniato», lo he escuchado muchas veces. Y no es de extrañar que siendo nuestra huerta colindante de la vecina valenciana y llamando los valencianos «moniato» a lo que en castellano es «boniato», no es de extrañar, digo, pues tiene bastante sentido, que algunos de nosotros, casi pegados geográficamente a los valencianos, hayamos copiado dicho término para denominar al sabroso y nutritivo tubérculo.

También, aquí, en otra acepción, moniato significa hombre bajo y gordo, y, ¡cómo no!, retaco, así como, también, torpe y bruto: todo esto me he encontrado al tratar de justificar el término que titula este artículo. Recuerdo haber escuchado también esta palabra cuando era muy joven refiriéndose a que «uno» todavía era un chiquillo que poco había crecido; de niño te decían: «pero... ¡¿dónde vas?! ¡si tú todavía eres un moniato!».

*

La verdad es que no sé por qué razón su apodo era ‘el Moniato. Ni siquiera me acordaba de su nombre hasta hace poco (Ángel, según me ha recordado un amigo que también lo conoció), aunque sí retengo bien su físico de talla pequeña y sus movimientos algo desgarbados, torpes, brutos, como primitivos; tampoco se me ha borrado de la cabeza su cara seria, triste, su voz algo nasal y su respiración como dificultosa... Físicamente era bajo, ni delgado ni gordo; en cuanto a lo de torpe o bruto, era… tosco, un hombre rudo, acostumbrado a los trabajos más duros, como eran los habituales de un jornalero de entonces.

Y era sordo, aunque quizás no del todo, o, por lo menos, deduzco, no lo había sido siempre; debió haber oído lo suficiente en alguna época anterior de su vida, porque las palabras que pronunciaba, de alguna manera, se acercaban bastante a su sonoridad real. E igualmente deduzco, ahora que yo también los sufro, que padecía unos acusados acúfenos, porque en alguna ocasión le oí decir, refiriéndose a sí mismo y pronunciando a su estilo: «Yo, chicharras en los oídos». Y yo, que, ya lo he dicho, padezco de acúfenos ya muchos años, no digo que tengo chicharras en los oídos, pero entiendo que ‘el Moniato’ así se expresara, pues el sonido que perennemente oigo de fondo, aunque me defiendo del mismo no prestándole atención constantemente, es semejante al que hacen las chicharras en los cálidos días de verano.

Todavía, después de muchos años, recuerdo con nitidez cómo hablaba: su respiración algo agitada y su voz cansada, cuyo timbre, para mi sorpresa, todavía puedo reproducir en mi cerebro, una voz con poco volumen, que parecía costarle salir y lo hacía como a empujones. Me viene a la memoria, concretamente, su imagen en la tienda de mi padre, donde de vez en cuando me lo encontraba; allí lo vi y lo escuché repetidas veces decir: «Rotendo —la “R” poco clara—, macarios», y golpeaba sonoramente con la punta del dedo índice de la mano derecha en la piedra rojiza del mostrador, imitando el picoteo de los pájaros; y todo para indicar que quería alpiste, para los canarios.

Los cherros, en su boca eran los terros, y así. También me acuerdo de una frase más compleja que decía de forma atropellada, incluso dos veces seguidas, siempre de un tirón, como si tuviera prisa en acabarla o temiera atrancarse si se paraba; era algo así, aunque no tan claro, como: «bueno está, déjalo; si tú quieres y yo quiero, bueno está, déjalo», dicho con esas palabras que todavía no sé lo que querían expresar: parece que el estar de acuerdo con su interlocutor, contigo si te las decía a ti.

Alguna vez oí decir a mi padre, que en eso era muy exigente, que ‘el Moniato era muy trabajador, que cumplía bien en las faenas más duras. Yo lo recuerdo en labores de la huerta, concretamente cavando con una azada que entonces me parecía enorme y muy pesada, en un huerto de limoneros junto a otros jornaleros; y como yo, todavía un niño, mostraba interés y admiración por su entereza y carencia de miedo a las ortigas, él, en el tiempo reglamentado de descanso  —el vale—, llamaba mi atención, se abría la camisa y se golpeaba con unas cuantas de esas molestas matas, por los brazos y por el pecho desnudo, para demostrarme que eso no era nada, que al él no le afectaban, dejando clara su dureza y la insignificancia del acto.

No sé lo que fue de su vida en el último tramo. Me contaron que un día, en su casa, se había empinado una botella de cerveza que contenía un producto tóxico —probablemente, zotal, muy utilizado en aquellos años para desinfectar conejeras, gallineros, cochineras...— y que aquel trago estuvo a punto de costarle la vida, pero salió de aquello. Y como no sé cómo terminó sus días, he preguntado por el pueblo a gente de edad avanzada, que no me ha sabido concretar; alguien me ha dicho que una hermana lo arrecogió en sus postreros tiempos; eso es lo último que he oído del Moniato.

 

viernes, 19 de septiembre de 2025

Augústulo

Leyendo los Diarios de Rafael Chirbes (magnífica obra: recomiendo encarecidamente sus tres volúmenes), ya en las últimas páginas del primero, me acordé —lo sabía desde mis tiempos de estudiante— de que, en el año 476, fecha que se suele dar en los manuales de Historia como la de la caída del Imperio Romano, Odoacro, rey de los hérulos, depuso al último emperador romano de occidente: Rómulo Augústulo.

Lo que no sabía de mis tiempos de estudiante —me enteré mucho después viendo una película que trata este asunto: La última legión— es que el emperador depuesto era entonces un niño, que había nacido aproximadamente entre 461 y 465.

Chirbes había escrito «Rómulo Augusto», pero yo recordaba, y estaba seguro de ello, haberlo estudiado como «Rómulo Augústulo»; así que busqué en internet y pronto se diluyó cualquier asomo de duda que pudiera rondar mi cabeza, pues encontré que Rómulo Augusto, apodado «Augústulo», que significa «pequeño augusto» —un apodo referente a su tierna edad— fue emperador romano de Occidente desde el 31 de octubre de 475 hasta el 4 de septiembre de 476.

Y pensé: «todo concuerda: solucionado».

 

viernes, 12 de septiembre de 2025

Con la hebilla

El uso de la correa con los hijos (mejor dicho: «sobre» los hijos o «contra» los hijos) se ejercía con cierta frecuencia (en algunas casas era más que frecuente) por algunos de aquellos padres (no por las madres, o mucho menos: ellas eran más partidarias de usar la alpargata) en la Santomera de entonces, la de los años en que sentía transcurrir mi infancia con lentitud.

En una localidad como la del pueblo de entonces, con una cantidad de habitantes de unos pocos miles (desde luego que mucho menor que la de ahora), pronto se corría la voz de cualquier acontecer, por lo que los chiquillos estábamos al tanto de qué padres de familia recurrían al uso (y al abuso muchos de ellos, aunque siempre se puede considerar un abuso dicho uso) de la correa contra sus vástagos, así como con qué dureza lo hacían, pues algunos de ellos ponían tal empeño en ello, tal brutalidad, que se decía —y no siempre en sentido metafórico— que «tiraban con la hebilla», o sea, que golpeaban a los chiquillos, a sus propios hijos, con la parte metálica de la correa, la que más dolor podía producir.

«Tirar con la hebilla» es una expresión que ha quedado en mi recuerdo como sinónima de violencia, de extrema dureza, de sádica crueldad…, una expresión cercana a la de «tirar a matar», que también era de uso común en la localidad, y todavía lo es entre gente de mi edad más o menos.

tirar

De or. inc.

9. tr. Hacer sufrir un golpe o daño. Tirar un pellizco, un mordisco, una coz.

(Diccionario de la RAE)

Todavía hoy, con los muchos años transcurridos desde entonces, cuando veo por la calle a algunos de aquellos maltratados niños de los años cincuenta, de los que sé inequívocamente que sufrieron en su cuerpo y en su mente los golpes de la correa por parte de sus padres, lo primero que me viene a la cabeza es la escena imaginada del acto violento sufrido (y la puedo imaginar sin dificultad porque recuerdo perfectamente el físico y el talante de sus padres), y en segundo lugar me acuerdo de la expresión que encabeza este epígrafe, porque…, sí, muchos de aquellos padres —violentos, tiranos, crueles…: mala gente— tiraban con la correa, y, entre ellos, algunos… con la hebilla.