Por aquel entones llamábamos mortichuelo a la muerte —y también, por extensión, al entierro— de un niño. Hoy en día apenas los hay, pues ahora la defunción a temprana edad es ocasional, pero antes, durante la larga y dura posguerra, y aún después, en los años de mi infancia, los mortichuelos eran frecuentes, pues la mortalidad infantil era alta, sobre todo durante el primer año de vida, en los bebés.
El término «mortichuelo» no aparece en el diccionario de la Real Academia Española, pero sí en diferentes obras sobre las hablas murcianas.
mortichuelo. m. Cadáver de niño. Parvulito muerto. (Diego Ruiz Marín: Vocabulario de las Hablas Murcianas, Diego Marín, 2007).
Con cierta frecuencia se veía por la calle. Una caja pequeña de color blanco indicaba la terrible desgracia acaecida: era el féretro que señalaba el mortichuelo. Aunque no siempre había medios económicos suficientes para la caja blanca de madera; a veces, una cualquiera, de madera rústica, incluso sin desbastar, y, alguna vez, una de cartón… servía para cumplir tal función.
Bastantes años después estudié que, aún con más exactitud que la tasa bruta de mortalidad, el índice de mortalidad infantil es un claro indicador del desarrollo de un grupo social, un marcador de sus condiciones sociales y económicas, pues nos informa de su estado sanitario y de sus perspectivas de futuro; sí, y además de revelarnos el nivel de su salud, incide en la natalidad, que tiende a acoplarse a la situación. Así que en aquellos duros años de muchos mortichuelos había que tener una cantidad de hijos que garantizara la supervivencia y llegada a la edad adulta de algunos de ellos, los suficientes en una sociedad que, pronto, demasiado pronto, utilizaba a muchos de ellos como mano de obra barata.
No hay que ir muy lejos para encontrar un ejemplo. En casa de mis padres, que, aun sin ser buenas, no sería precisamente de las que peores condiciones tuvieran en la localidad —higiénicas, sanitarias, económicas...—, nacimos cinco hijos: tres niños y dos niñas; de los cinco, solo tres sobrepasamos la infancia y llegamos a la edad adulta. Yo, el menor de los cinco, que seguramente no habría nacido sin la muerte anterior de dos de mis hermanos, únicamente he conocido a un hermano y a una hermana. Del hermano desconocido, muerto siendo un bebé todavía (por una infección en el cordón umbilical, algo, supongo, impensable ahora), ni siquiera recuerdo haber visto una foto; y de la hermana que tampoco conocí conservamos en la familia algún retrato que de niño me gustaba ver y del que siempre me decían: «esta es la hermanica que murió».
En aquel nuestro país, que acababa de salir de una guerra civil que lo había retrotraído a fechas muy anteriores, no solo era alto el índice de mortalidad infantil, lo era también el de mortalidad en general, y el de natalidad, que, ya lo he dicho, tenía que compensar el número de niños muertos. En el mismo sentido —el de gran atraso, reflejo de aquella sociedad— se manifestaban otros indicadores: esperanza de vida, altura media, condiciones de alimentación y vivienda…, todos ellos malos índices, típicos de una sociedad como la nuestra de entonces, con un paupérrimo nivel de desarrollo, una sociedad de hombres lisiados, mujeres de luto, niños desnutridos y viejos desdentados, una sociedad cuyos hombres mayores recuerdo, aquí en el pueblo, abrigándose con mantas muleras echadas por encima de los hombros en los días más fríos del invierno.