SECCIONES

viernes, 17 de abril de 2020

Entre todo y nada

Ya en plena crisis del coronavirus, cada cual encerrado en su casa, vienes leyendo y escuchando, de manera muy repetida desde los inicios del confinamiento, que cuando todo esto pase «nada volverá a ser como era» porque necesariamente habremos aprendido bien la lección; pero por otro lado también lees, escuchas… (de gente más pesimista, ¡claro!, y no sabes si más realista: te inclinas a creer que sí) que «todo volverá a ser como era» porque, como somos como somos, que no tenemos arreglo… pues… eso: que volveremos a más de lo mismo, a más de lo de antes.
«¿Y tú qué piensas?» te preguntas, sabiendo de tu cuasi pesimismo crónico. ¿Yo?... pues… —te detienes un poco a reflexionar— pienso que hay mucho margen entre ambas frases: entre la del «todo seguirá igual» y la del «nada seguirá igual»; y que quizás lo mejor —¿lo ideal?— sería que… ni una cosa ni la otra, que sería preferible que no todo volviera a ser como antes, o que, por lo menos, algunas cosas —diría que bastantes o muchas, que eso habría que estudiarlo— no vuelvan a ser como eran antes, porque… quiero suponer que algo sí que habremos aprendido.
Al final te viene a la cabeza una viñeta de Joaquín Rábago, El Roto (El País, 05-04-2020), que da en plena diana, que nos ofrece la clave, diciéndonos lo que nos espera: en ella se ve dibujada la gran Esfinge de Gizeh, de perfil y con mascarilla, y por encima de la gigantesca escultura se puede leer: «Cuando todo esto pase nada volverá a ser igual… ¡menos lo de siempre, claro!».


viernes, 10 de abril de 2020

Pansío

Esta mañana, sentada ya la familia a la mesa, con el desayuno delante, hemos hablado de lo buenas que estaban —y lo poco que duraron— las torrijas que anteayer hizo Toñi, de las que ayer mismo ya habíamos dado buena cuenta (podría haber utilizado la primera persona del singular y solo habría exagerado un poco); ella dice que todavía tenemos una barra de pan como la que utilizó entonces, que compró dos, pero que, con el tiempo pasado, esta que queda está «pansía» (y utiliza este término que tantas veces he escuchado y que de inmediato excita mis neuronas); bromeando, le digo a mi hijo Antonio que se fije bien en esta palabra y los tres dedicamos unos minutos a hablar de ella, aunque sin llegar a precisar bien… hasta que voy a mi estudio en busca de unos diccionarios: pronto queda todo mucho más claro.
pansío/a es la pronunciación que hace el huertano murciano del término pansido/a, que aparece en el diccionario de la RAE como adjetivo coloquial de nuestra tierra, proveniente del catalán pansir, y «dicho de una fruta, como la uva o la ciruela: Pasada o seca». Consultando fuentes de las hablas murcianas (diccionarios de Alberto Sevilla, de Justo García Soriano y de Diego Ruiz Marín), vemos que significa, literalmente en los dos últimos: «marchito, pasado, fofo, con referencia a la fruta y, por extensión, también a las personas».
Para acabar tengo que añadir que yo recuerdo haber oído hablar de alguien como pansío o pansía, creo que refiriéndose a su forma de ser, a su carácter —apagado, aburrido...—, además o al margen de su aspecto: «¿¡adónde vas, chica, pero si ese es un pansío!?». 

viernes, 3 de abril de 2020

Covidiotas

Como todos los sábados, echo un vistazo a Babelia, suplemento cultural de El País, y, en Sillón de orejas, una sección que sobre libros publica semanalmente Manuel Rodríguez Rivero, me encuentro con que «Los ingleses han inventado el neologismo covidiots (“covidiotas”) para designar a quienes rompen el encierro para darse un garbeo y contagiar un poco»; un neologismo que me parece muy acertado y del que yo ampliaría su campo semántico para que tuviera un alcance más abarcador, para que designara, además de a quienes rompen alegremente su encierro, también a quienes se pasan por el forro el resto de las indicaciones de las autoridades pertinentes y no toman las medidas que tienen a su alcance para evitar la muy dañina propagación del virus; y a quienes contribuyen al desabastecimiento comprando en exceso en tiendas, supermercados y otros establecimientos, y acaparando en sus casas productos (algunos de primera necesidad, como mascarillas y guantes) que pueden necesitar más —y con urgencia— otras personas; y a quienes difunden bulos a través de los medios de información y comunicación; y a quienes colaboran con los anteriores ayudando a esparcir toda esa mierda sin molestarse en verificar su origen y veracidad ni pensar en el daño que pueden hacer; y a algunos quiénes más.

Y no puedo evitar pensar que muchos de estos covidiotas —o coronabobos, que propongo como sinónimo— formarán parte —espero que mínima— de los que salen todas las noches a sus ventanas, balcones y terrazas para aplaudir a nuestros sanitarios, que, estos sí, tanto están haciendo por todos.

viernes, 27 de marzo de 2020

Entendíos y enteraos

Jamás se me podría haber pasado por la cabeza que pudiera haber tanta gente especializada (hasta debajo de las piedras te la encuentras), tanta opinión autorizada, bien formada y mejor informada en el asunto este de los virus, como el de la terrible pandemia que sufrimos ahora; y es que por todos lados aparecen personas expertas en una o varias parcelas del saber vírico, gente especialista de todo tipo: en contagios, propagación y peligrosidad del virus, en sus causas y efectos, en curvas de evolución y en estadística, en cuáles son los mejores remedios para combatirlo, tanto caseros y médicos en general como de las ramas científicas más especializadas y algunas exóticas en particular.
Ya digo, no se me habría ocurrido nunca, jamás… en la vida. Sabía que «hay gente pa to» (como dijo Rafael ‘El Gallo’ cuando le presentaron a Ortega y Gasset), pero no cuánta. A ver si va a ser —me digo— que lo que abunda tanto ahora en esto de los virus no son especialistas y expertos sino entendíos y enteraos.
Mientras que un entendío es quien sabe realmente de algo (en el DRAE: sabio, docto, perito, diestro), y un enterao, coloquialmente, es alguien «que presume de saber mucho de algo» (misma fuente), aquí en la tierra donde nací y vivo se suelen utilizar ambos términos en un sentido irónico, calificando con cualquiera de ellos a quien cree saber de todo pero es un ignorante.
Nota: Tómese cada uno de estos términos —«entendío» y «enterao»— en el sentido que se quiera o convenga.

viernes, 20 de marzo de 2020

Una chispuja

Termino de desayunar (en casa y en familia, como acostumbro; ahora, además, obligado por el coronavirus) y comienzo a quitar la mesa antes de que acaben Toñi y mi hijo Antonio (también como acostumbro). Cuando cojo la botella de leche para dejarla en el frigorífico, percibo —no es transparente— que le queda muy poco contenido, y le sugiero a mi hijo que se la termine: le digo que solo queda una chispuja y se la paso; la coge, la agita, escucha su sonido… y me responde que para él no es una chispuja lo que queda en ella y que se la acabará después, en la merienda. Inmediatamente mi sesera comienza sus pesquisas y pronto deduce que la cantidad de leche que queda en la botella, si no es una chispuja, debe de ser una chispa. Termino de quitar la mesa y, viendo que el runrún chispero no se me va de la cabeza, decido ponerme a perpetrar este escrito.
No sé si en alguna otra zona de la geografía española se utilizará, como hacemos los murcianos, el término «chispuja» para denominar a algo más pequeño aún que una chispa; así que comienzo la búsqueda consultando el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, pero no encuentro «chispuja»; sí aparece, sin embargo, «chispa».
chispa. f. Porción mínima de algo. (DRAE, 5ª acepción del término).
Después busco en diccionarios murcianos y, ahora sí, en alguno aparecen los dos términos: «chispa» y «chispuja». Como el significado del primero ya me ha quedado claro en la consulta a la RAE, me centro ahora en el del segundo.
chispuja. f. Partícula insignificante de cualquier cosa. (Ruiz Marín, Diego: Vocabulario de las Hablas Murcianas. Murcia, Diego Marín, 2007).
«¡Ah, leche! —me digo, forzando un poco los términos—, ahora lo veo con más claridad», pues aprecio diferencias de matiz entre una «porción mínima de algo» («chispa») y una «partícula insignificante de cualquier cosa» («chispuja»); y es que creo que cuantitativa y escrupulosamente no expresan lo mismo los términos «mínima» e «insignificante», aunque anden muy cercanos, por lo que no me parece que dé exactamente igual utilizar uno u otro (deduzco que «chispuja» es un diminutivo de «chispa»).
Me quedo más tranquilo.
Añadío
La riqueza léxica de nuestra tierra es tanta que no me ha extrañado nada el haberme encontrado en mi búsqueda chispera con algunos otros términos murcianos cercanos a los dos tratados más arriba, todos ellos familiares para mí, como «chispín», «chispina», «chispiquia», «chispinica» y hasta «chispirritina», que Ruiz Marín dice que es un «rediminutivo de chispa».

viernes, 13 de marzo de 2020

Posibilidad

He aquí una reflexión que a modo de duda me ha venido rondando la cabeza desde hace unos años, y que ahora, crisis del coronavirus mediante, me conduce a una obviedad inevitable, pues cada día que pasa veo más confirmado y requeteafirmado lo que de alguna manera pienso desde ya tanto tiempo.
     ¿Es posible que en un grupo de guasap (en cualquiera de los tantísimos que hay en el mundo mundial) se dé una relación de proporcionalidad directa entre el nivel de calidad personal de cada integrante (de su carácter, su inteligencia, su formación…) y la cantidad y calidad (bien en agudezas, bien en tonterías) de sus intervenciones en el grupo: de la cantidad y calidad de lo que cada integrante dice y envía a sus más o menos desgraciados compañeros de grupo?
     Piénsese. Me refiero a si en estas redes sociales de nuestros días (no solo en guasap; también en féisbuc, túiter, instagram…) se puede advertir una relación (yo tengo ya mi arbitrario «estudio» y su subsiguiente conclusión) entre, por un lado, las agudezas de una persona y su perspicacia, y, por otro lado (el caso opuesto, y creo que mucho más frecuente), entre sus simplezas y su estupidez.

viernes, 6 de marzo de 2020

El metro

Como es lógico, en las sobremesas de las comidas que de vez en cuando disfrutamos un grupo de matrimonios amigos, surgen conversaciones en torno a temas próximos a los intereses de nuestra edad; y entre ellos aparecen el de la vejez, el de la vida de jubilado, el de las pensiones, el que engloba enfermedades, achaques y deterioro, y, ¡cómo no!, el de la muerte. Y, referente sobre todo a este último, hubo un tiempo hace unos pocos años en el que P, uno de los amigos del grupo, a la más mínima, exhibía una didáctica prueba que permite saber los años que —palmo arriba, palmo abajo— le quedan por vivir a cualquier persona interesada en la cuestión, y ello con solo echar mano de un metro que siempre llevaba consigo, un flexómetro pequeñito, de esos de llavero. Sí, ante cualquier asomo de conversación sobre la vejez, o sobre los años que vivimos, o sobre cómo hay que vivirlos, o… P sacaba su metro, hacía un par de preguntas, y, con un par de mediciones, acababa diciendo a quien correspondiera los años que más o menos le quedaban por vivir.
—¿Alguien sabe en cuántos años está actualmente la esperanza de vida en nuestro país? —preguntaba P en primer lugar, una vez extendido el metro a la vista de todos los presentes en la prueba.
—Aproximadamente… está en ochenta años para los hombres y en ochenta y seis para las mujeres —contestaba yo, conchabado con él.
Entonces, tranquilamente, P indicaba con los índices de sus manos la distancia que en el metro separa el cero del ochenta.
—Estos son los años que por término medio vivimos: ochenta —decía, mirando alternadamente la cinta y al sujeto a quien le estaba haciendo la demostración— fíjate bien en esta distancia: ochenta —repetía.
—¿Y cuántos años tienes tú? —preguntaba a continuación al mismo tipo.
—Setenta —podía contestar este.
Entonces P indicaba con sus índices en la cinta métrica setenta centímetros, dejando clara su amplitud, una distancia que, de inmediato, comparaba con la mucho menos amplia de los diez que faltaban para llegar a los ochenta de la medición de antes, los de la esperanza de vida. 
—Pues… estos son los años que más o menos te quedan de vida: diez —concluía P mientras acotaba entre sus dedos la estrechez de esos pocos centímetros.
¿Pedagógico, no?