SECCIONES

viernes, 30 de noviembre de 2018

Vregilante noturno…

He escuchado a algún estudioso del franquismo manifestar que en aquel funesto período de nuestra historia los serenos desempeñaron un papel muy importante para nuestros gobernantes, sobre todo en los primeros años, los más «fuertes» de la dictadura, pues contribuían a un mayor control de la población de cada localidad, ya que resultaban muy adecuados para saber qué vecinos, de qué localidades, de qué barrios..., se movían por aquí, por allí y por acullá a altas y bajas horas de la noche, y de esta manera, a través de ellos, las autoridades podían conocer algunas de las costumbres «más secretas» de muchos de sus conciudadanos, y utilizar dicha información «en consecuencia».
El sereno era —me atengo a lo que dice la Real Academia Española— el «encargado de rondar de noche por las calles para velar por la seguridad del vecindario, de la propiedad, etc.» Realmente, el término se refiere a la persona que desempeñaba esa función, que se dedicaba profesionalmente a vigilar las calles durante la noche, y en algunos lugares, también, a abrir las puertas de las comunidades de vecinos cuando alguno de ellos quería entrar, pues apenas se conocían todavía los porteros automáticos. Conocemos, sobre todo por el cine, la estampa típica del sereno, con llaves y chuzo en las manos, y sabemos que para requerir sus servicios había que dar palmadas y llamarlo en voz alta: «¡serenooo!».
Yo me quedé en la entrada para ver si venía el sereno, porque le habíamos llamado dando palmas en la primera esquina y no había venido ni se le veía por ninguna parte. (Mercé Rodoreda (2018): La plaza del diamante, Barcelona, Edhasa, pág. 64)
En los pueblos, sobre todo en los más pequeños, sin bloques de edificios, solo viviendas unifamiliares, no era necesaria esa misión específica del sereno como encargado de abrir las puertas; lo era más la que desempeñaba este personaje como vigilante nocturno, una labor «policial» con cierta frecuencia. Y supongo que por ello, el de mi pueblo en aquellos años postbélicos de buenos y malos no decía que él fuera sereno; aseguraba el hombre que era «vregilante noturno». Eso es lo que le escuché decir en más de una ocasión, y añadía con frecuencia a continuación de la expresión anterior un innecesario «de por la noche», para aclarar ese —imagino que para él— oscuro noturno que quizás nuestro hombre no acababa de entender del todo. Posiblemente —he pensado después— este señor ignorara el significado de la palabra «noturno», o, quizás, simplemente, al utilizar la expresión «de por la noche», aun sin ser del todo consciente, es posible, digo, que la incluyera con carácter enfático, para acentuar la nocturnidad de su vregilancia.
Así pues, cuando nuestro hombre explicaba a qué se dedicaba, pretendiendo aclarar cuál era su oficio, solía decir que era «vregilante noturno de por la noche», así, todo de un tirón, sin ninguna parada que mereciera una mínima coma en la escritura.

viernes, 23 de noviembre de 2018

No me aburro

«¿Y cómo lo llevas?» suele ser lo primero que escucho en boca de alguien que se entera de que estoy jubilado. «Bien», suelo contestar aunque no del todo afirmativamente, no con mucha euforia. Entonces, a menudo, viene una segunda pregunta, planteada a veces con ironía: «¿Y no te aburres?», a la que normalmente contesto que no, que todo lo contrario, que cada día que pasa me faltan horas para hacer lo que quiero, lo que me gusta.
Y a continuación (aunque no siempre, pues depende del tipo de interlocutor) cuento lo que hago y los quehaceres que tengo en la cabeza, enfrento estos proyectos al tiempo que creo que me puede quedar... y acabo diciendo que me estresa el ver la cantidad de «trabajo» que tengo por delante y el poco tiempo velozmente menguante del resto de mi vida; y eso —aclaro— pensando en unas aceptables condiciones de salud física y psíquica y en el promedio del índice de esperanza de vida, ahora y aquí, para los de mi sexo, que, como sabemos... nunca se sabe.
Debería considerarme un privilegiado. Todos los días suelo hacer un poco de ejercicio físico, sobretodo andando, y mucho mental, pues leo, escribo, escucho e interpreto música (a veces la compongo); también cada día suelo ver en familia alguna película elegida con cierta meticulosidad, y —muy importante— estoy con los míos, con mi gente.
Algunos días converso con amigos, mejor si es ante una buena comida, una cerveza, un café... Quien me busca me encuentra todavía, bien sea para ir a un concierto, al cine, al teatro, a una charla... o para salir a tomar algo, para hablar, para algún consejo, para dar alguna clase... para lo que se tercie.
¡Ah!, y tengo un par de nietas de las que aún puedo disfrutar, y lo hago; para ellas y con ellas leo cuentos, toco la flauta, canto, recito poesías, hago canciones, invento juegos..., siempre lúdicamente, procuro.
¿Se puede pedir más?
 

viernes, 16 de noviembre de 2018

Prosa despaciosa

Nicholson Baker dice (El antólogo, Barcelona, Duomo ediciones, 2010, pág. 5), refiriéndose a la poesía no rimada: «La poesía es prosa a cámara lenta». Supongo que con la expresión «a cámara lenta» se refiere a que es reflexiva, recreada, suave... abonico.
Y recuerdo estas palabras de Baker sobre todo cuando leo, y releo, a Mario Benedetti, a José Emilio Pacheco, a José Agustín Goytisolo, a Karmelo C. Iribarren... o —por ir ya a donde quiero desembocar— a nuestro paisano Eloy Sánchez Rosillo, el poeta murciano que ya con su primer libro, Maneras de estar solo, siendo aún veinteañero, ganó el Premio Adonáis, el de 1977, y que en 2005 recibió —por La Certeza el Premio Nacional de la Crítica.
La poesía de Sánchez Rosillo es, dicho de forma parecida a como lo hace Nicholson Baker, prosa despaciosa, una poesía para que el lector se recree estéticamente en lo que el poeta cuenta y —muy importante— en cómo lo cuenta. Ya conocía parte de su obra (tenía leídas en mis estanterías La certeza y La vida) cuando me enteré de que había salido Hilo de oro, Antología poética, 1974-2011, edición de José Luis Morante, Cátedra, 2014, con —leo en la contraportada del libro— «una significativa muestra de la obra poética de Eloy...» [...] «serenidad, armonía y transparencia», la antología de una obra que lo consagra como «personalidad indiscutible de la lírica española contemporánea»; entonces decidí conocer un poco mejor al autor murciano, la compré y la leí.
Y al poeta también lo conocía, de cuando éramos jóvenes, pero no en la cercanía de un primer plano, no personalmente. En mi juventud —y la suya, pues es solo tres años mayor que yo— lo veía de vez en cuando, y había oído hablar del él como un personaje peculiar, muy interesante. Recuerdo que lo que escuchaba sobre Eloy era todo elogioso, como si se tratara de alguien especial. Si a eso unimos su físico, su imponente imagen, el resultado era de cierta admiración a distancia. Es posible que esto fuera ya en sus tiempos universitarios y lo deduzco del hecho de que, según he leído en Hilo de oro, fue en la universidad donde se destapó; antes, él mismo cuenta lo infeliz que había sido en esos colegios, varios, a los que lo mandaron, así como los fracasos, uno tras otro, que lo acompañaban.
A uno le gusta identificarse con los grandes, aunque solo pueda hacerlo en asuntos como el mal recuerdo común sobre los establecimientos docentes que pisaron, sobre los centros que tan mal les sentaron. Y eso es lo que me removió la lectura, en la introducción a Hilo de oro, de «Una temporada en el infierno», donde comprobé que, como a mí, a Eloy Sánchez Rosillo le fueron fatal las cosas en «aquellos terroríficos colegios religiosos de la época».
UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO

(Fragm.)
Al final de la infancia —tenía doce años—,
estuve interno en uno de aquellos terroríficos
colegios religiosos de la época. Era
inhóspita y muy fría la ciudad en que alzaba
ese centro sus muros carcelarios. Tras ellos,
pasé yo un curso entero, solo, desesperado,
entre dómines crueles y extraños condiscípulos.
   […]
    Eloy Sánchez Rosillo

  ***
Acabado este artículo con lo hasta ahora escrito, resulta que no hace mucho, menos de un año, me encontré a su protagonista en Murcia, en la Librería Diego Marín, cuando entró estando yo allí ojeando las novedades expuestas sobre las mesas, en la primera de las cuales estaba su último libro, Poesía completa, una obra que yo, sabiéndola a la venta, había estado buscando días antes y no había podido localizar.
Mi interés por el libro momentos antes provocó que Alfonso, uno de los dependientes de la librería, un excelente profesional, muy atento, cuando llegó nuestro personaje, me dijera, ofreciéndome un ejemplar: «llévatelo, que Eloy te lo firma, seguro». A todo esto, el poeta —no sé si le habría llegado la onda sonora— se acercó, me vio con el libro en la mano, se dirigió a mí con amabilidad y me preguntó si me lo iba a llevar y si quería que me lo dedicase.
Me dio un poco de vergüenza aparentar que buscaba la dedicatoria que el autor me ofrecía, y le dije, quizás algo cohibido y torpe, que era lector suyo, que había escrito algo sobre él aunque todavía no lo había publicado en Abonico, y que tenía en mis estantes unos cuantos títulos suyos. Seguí hablando un poco y muy por encima sobre la admiración que a distancia he sentido por él desde que éramos jóvenes y sobre la coincidencia en ambos de una mala experiencia en los colegios a los que fuimos de adolescentes… Al final… me escribió en el libro una bonita dedicatoria que alude a «los primeros minutos de nuestra amistad». Y yo pensé: ¡Ojalá! ¡Qué más quisiera!
 

viernes, 9 de noviembre de 2018

Antonio y Le Nouvel Observateur

De joven había estado en Francia, practicando la lengua del país vecino y trabajando (en alguna ocasión me contó que lo había hecho para un tacaño personajillo a quien aquí en el pueblo —tenía una casa en el campo— llamábamos El «tio» francés). Ya de vuelta en nuestro país, Antonio terminó sus estudios de Filología Románica y pronto consiguió una plaza de profesor de francés en la Universidad de Murcia, donde la fonética francesa terminó siendo su especialidad.
Me gustaba el ambiente de estudio —silencioso, intelectual, progre para mí— que había en la vieja casa que, frente al cine de verano, su padre le dejaba y él compartía —no sé en qué condiciones materiales— con Luciano y, a veces, con un tercero, un verborrágico personaje de nombre Mateo (no hace mucho me enteré de que, posteriormente, en el instituto, sus alumnos se referían a él como Mateo «el loco»), compañeros los tres en la carrera de Filología. (También me he enterado no hace mucho de que para ellos y algún otro allegado el nombre de aquel lugar de estudio era Colegio mayor García Lorca, de Santomera.)
Antonio, que había sido mi profesor de francés en segundo de bachiller, con una exigente pedagogía que no quiero tratar ahora aquí, me llamaba, siendo yo un niño todavía, don José; él decía, posteriormente, que lo hacía por mi «seriedad»; lo cierto es que a mí me gustaba que lo hiciera, que así me llamara, pues me otorgaba importancia que alguien como él, tan admirado por mí, me tratara de don. Con el tiempo hicimos amistad y nos apreciamos recíprocamente.
Cuánto envidiaba yo, todavía adolescente, a Antonio, viéndolo como un hombre de izquierdas de verdad, profesor universitario, que leía Le Nouvel Observateur y que, con aire paternal, nos tildaba a los demás —generalmente más jóvenes que él— de ingenuos, de ser unos zurdos light, unos rojos descafeinados: unos «progres» de pacotilla.
Después, con el tiempo, no sé cómo, apareció su retrato en unos carteles que lo promocionaban como candidato a la alcaldía del pueblo por el gran partido político conservador. Me extrañó mucho. ¿Acabó ideológicamente en la derecha?; no lo sé, podría ser, como ha ocurrido con muchos otros, y también con algunos en una trayectoria de recorrido inverso. ¿Y... si fue así, cómo ocurrió?; tampoco lo sé, nunca hablé con él de ello, no me atreví a preguntar, y ahora no puedo hacerlo, pues murió, lamentablemente demasiado pronto: Sit tibi terra levis.
Desde que la conocí, por medio de Antonio, quise ser lector de Le Nouvel Observateur, la famosa revista francesa de tanto prestigio intelectual, aunque mi nivel de francés supuso siempre un obstáculo demasiado grande. Pensaba entonces lo interesante que resultaría poder leer un medio tan importante para poder conocer mejor el mundo desde su alta perspectiva.
Sí leí, entre otras, Triunfo, la mítica revista española que encarnó en los años sesenta y setenta los ideales de la izquierda en nuestro país, un semanario que también leía y me había recomendado él, y que a mí me pareció entonces parecido a Le Nouvel Observateur; además, en Triunfo, creo recordar, publicaban traducidos algunos artículos de la revista francesa, y —tampoco estoy muy seguro— después hicieron lo mismo los de El País, periódico que, entre otros medios, recogió el testigo de Triunfo. Y yo me acordaba de Antonio.

viernes, 2 de noviembre de 2018

A gallete

Una de las muchas cosas que siendo aún muy niño estaba deseando aprender para poder «lucirme» delante de los demás, sobre todo ante los mayores, una de las que quería hacer como ellos, era «beber a gallete», que no es lo mismo, como veremos enseguida, que «beber a gollete», aunque fonéticamente anden muy cercanas ambas palabras: gallete y gollete.
Yo, entonces, como cualquier niño de poca edad, bebía a gollete, una «técnica» consistente en hacerlo chupando, o sea, aplicando la boca directamente al pitorro o lugar por donde sale el líquido del recipiente del que se bebe (pienso en un botijo —aquí llamado igualmente botijón—, pero puede ser cualquier otro); también se conoce esta técnica como «beber a morro»; y eso, «morrear», como he dicho, es lo que hacíamos los chiquillos al beber agua en botijo (otra cosa, y bastante habitual entonces, es que nos la dieran en vaso), y bebíamos a morro porque no sabíamos hacerlo a gallete, que era lo chulo, lo que estábamos deseando aprender, por lo menos yo.
Y beber a gallete, por el contrario, consiste en hacerlo —de un botijo, de un porrón, de una bota...— sin chupar, o sea, sin aplicar la boca directamente al pitorro del recipiente del que lo haces; es beber a chorro en vez de a morro, manteniendo ese envase o recipiente a cierta distancia de la boca que bebe.
En el diccionario de la Real Academia Española, gallete, de origen incierto, es 1. m. Úvula, garganta. Y beber a gallete —en la misma obra— 1. locución verbal, Beber a chorro de un botijo, bota o porrón, sin tocar el pico los labios. Sin embargo, gollete, también en el diccionario de la RAE, del francés goulet 'paso estrecho', significa 1. m. Parte superior de la garganta, por donde se une a la cabeza. 2. m. Cuello estrecho que tienen algunas vasijas, como garrafas, botellas, etc. [...] Y beber a gollete 1. loc. verb. coloq. Esp. beber a morro.
Además, un servidor quería imitar a quienes cuando bebían agua a gallete distanciaban el botijo todo lo que les permitía la longitud de sus brazos, provocando un ruido característico del chorro del agua que borboteaba en la boca y, a menudo, rebosaba y salía derramada por las comisuras de los labios, llegando, algo agradable sobre todo en verano, a chorrear sobre el pecho despejado, desnudo.
¡Ojo!, que no siempre era fácil beber a gallete, incluso para un adulto, pues algunos botijos tenían el pitorro demasiado «gordo», con un agujero tan considerable que a las personas poco hábiles y/o no acostumbradas dificultaba esa labor de beber a distancia, así como la de mantener una larga duración en el trago. A esta dificultad del pitorro gordo de caño ancho había que añadir —en ocasiones, aunque no era infrecuente— el tamaño del botijo, pues recuerdo algún establecimiento público de entonces donde lo difícil era poder con él, dado su gran —¡enorme!— volumen, algo que convertía el beber a gallete en un verdadero reto, y el logro de hacerlo prolongadamente y a cierta distancia, en una hazaña solo al alcance de los mejores, de los más fuertes y hábiles.
Por ello, hasta que aprendí la técnica de beber a gallete, y para que practicara mientras tanto, antes de controlar tan delicada maniobra, un servidor solía disponer de un botijo adecuado a mi tamaño, incluso menor en proporción, un botijo pequeño, diminuto (cuanto más pequeño más me gustaba), escogido con cuidado de entre los que tenía mi padre para vender en la tienda; y así no necesitaba beber a morro en el botijo grande que por aquellos años había en mi casa, como en cualquier otra vivienda, y como en muchos establecimientos comerciales, en la mayoría de los cuales permanecía a la vista y a disposición del público.