SECCIONES

viernes, 30 de julio de 2021

El burro y la escuela

No soy un buen lector de poesía, lo reconozco; pero me gusta, y cada vez más, y frecuento su lectura también cada vez más, aunque quizás menos de lo que debería. En mis estanterías atesoro un par de cientos de libros de este género, unas cuantas decenas de los cuales contienen versos para niños: una poesía que he utilizado durante mucho tiempo (y todavía utilizo, aunque menos) como fuente de textos para musicalizar; antes lo hacía pensando en el abastecimiento de mis clases, y ahora, desde hace unos cuantos años, lo hago sobre todo por mis nietas, para, además de recitarles poemas, hacerles prosodias, canciones, juegos musicales..., que yo mismo les enseño.

«El burro y la escuela» es una poesía de la gran Gloria Fuertes, una de las últimas que enseñé a mis nietas antes de estas tristes fechas de coronavirus, más tristes aún por la ausencia de las crías en los días más críticos de la pandemia. Y la traigo aquí, además de para dejar constancia de un sencillo trabajo intergeneracional (abuelo - hijo - nietas), para que sirva a otros padres, a otros abuelos, tíos, hermanos…, que pueden tomar nota y leérsela (mejor aún, recitársela rítmicamente) a la chiquillería de su entorno.

EL BURRO Y LA ESCUELA

Una y una, dos.

Dos y una, seis.

El pobre burrito

contaba al revés.

-¡No se lo sabe!

-Sí me lo sé.

-¡Usted nunca estudia!

Dígame por qué.

-Cuando llego a casa

no puedo estudiar;

mi amo es muy pobre,

hay que trabajar.

Trabajo en la noria

todo el santo día.

¡No me llame burro,

profesora mía!

        Gloria Fuertes

Sugerencias: Queda bastante bien si, una vez sabido el texto, se recita a modo de rapeo, y es aconsejable acompañar el recitado con percusiones corporales u otras cualesquiera. Y queda aún mejor realizando un recitado dialogado; incluso se puede realizar un pequeño juego dramático, escenificándolo hasta con tres personajes: un narrador para los cuatro primeros versos, y después, según el texto, un diálogo entre la profesora y el burro.

Una vez aprendido el recitado rítmico por mis nietas, su padre —mi hijo Jose— le añadió al mismo un sencillo acompañamiento de percusión con cajón flamenco y las instruyó para su aprendizaje, algo que les vino muy bien, pues, además del valor educativo del ejercicio literario-musical en sí mismo, ocuparon unas horas muy valiosas de aquellos terribles días de confinamiento total, los más duros.

Aquí está el resultado:

viernes, 23 de julio de 2021

En carro (y 2)

El carretero transportista era conocido en el pueblo como el Rojo [de] las peras (aquí, para los apodos, no se suele utilizar esa preposición que he encerrado entre corchetes), un hombre de piel y pelo rojizos —por ello, supongo, lo de «Rojo»—, cuya cabeza, despoblada de cabello en la parte superior, recuerdo casi siempre cubierta con una gorra. El Rojo las peras (ahora sí, sin la preposición, como debe ser) siempre me cayó muy bien, pues era una persona de buen carácter, muy bromista; era incluso algo payaso, con un perenne buen humor que, a mí, de crío y también después, de joven, me alegraba mucho la vida, haciendo que me sintiera a gusto junto a él. Todavía, tras tantos años pasados, si escuchara ahora su voz (su timbre, su manera de hablar...) creo que sería capaz de reconocerla sin dificultad alguna.

En aquel mi primer viaje a Torrevieja, a lo largo de todo el trayecto, me fui fijando en algunos detalles para mí entonces curiosos. Debí dormir poco. Echado bocarriba en el carro, los ojos bien abiertos, observaba el cielo de aquella noche estival que en mi memoria aparece limpia y estrellada; y cuando pasábamos por alguna población importante (recuerdo, concretamente, la de Orihuela), veía aparecer de vez en cuando en lo alto, en intermitente llegada regular, algunas farolas de luz amarillenta bastante distanciadas entre sí.

Me fijaba también, y esto me chocó mucho, en cómo el carretero, el Rojo, a lo largo del viaje, recorría buena parte del camino andando junto al varal derecho del carro, al que, de vez en cuando, levantando la pierna izquierda y dando un pequeño salto, subía el culo como de medio lado, y así descansaba de la larga caminata a intervalos periódicos más o menos regulares.

Pero no acabé el recorrido en el medio de transporte en que lo había comenzado, pues a la mañana siguiente, mi hermano, que había llevado muy temprano a mi madre en la Vespa desde el pueblo hasta Torrevieja, tras dejarla allí, volvió hasta donde íbamos los del carro —ya pasado San Miguel de Salinas— y me recogió a mí, el pequeño de la familia, para llevarme en la moto y dejarme poco después con mi madre en el pueblo playero.