SECCIONES

viernes, 29 de marzo de 2019

Mercedes

En Murcia, en la calle Simón García, muy cerca de la plaza de toros, estaba la sede principal de la Compañía Martínez, la de los coches de línea que cubrían el recorrido entre el pueblo y la capital. Allí se encontraban la oficina de administración de la empresa y la taquilla de expedición de billetes a los viajeros; y fuera, en la calle, delante de aquel local, junto a la acera de enfrente, estaba el lugar de salida y final de trayecto en Murcia de aquellos autobuses de entonces, que allí llegaban y de allí salían con regularidad, cada media hora más o menos.
Y en la taquilla de aquella oficina, despachando billetes a los viajeros a través de una ventanilla (un huequecito horadado en un translúcido cristal esmerilado de gran superficie), encontrabas a Mercedes, una simpática —siempre sonriente— y muy callada chica rubia de piel clara que, huérfana desde pequeñita, había sido «acogida» por las monjas del convento del Amor de Dios que había en Santomera. (Sus hermanos —otra niña, Rosario, también en las monjas en un principio, y tres niños, Antonio, Basilio y Paco— fueron igualmente arrecogíos por distintas familias del pueblo, una por cada hermano).
A Mercedes, a la que supongo una muy dura infancia (más o menos como la de cada uno de sus hermanos), no sé si a pesar de ello o precisamente por ello, pues después vinieron mejores tiempos, la recuerdo, en ese mejor después, siempre de buen humor, perennemente sonriente, pero con una sonrisa triste, como acomplejada, conformista.
Llegó a ser muy amiga de mi hermana, y días enteros, con sus noches, con permiso de las monjas que la acogieron, los pasaba en mi casa, donde hacía vida como un miembro más de la familia, y en donde la podías encontrar sobre todo en fechas señaladas: acontecimientos familiares destacados, días de fiesta, salidas a la playa en verano...
Con el tiempo, cuando dejé de utilizar los coches de línea para desplazarme a la capital, le perdí la pista, y durante años apenas me la encontré alguna vez por Murcia, siempre sonriente, bondadosa…, aunque, ya lo he señalado, de pocas palabras... tímida.
Posteriormente supe que se había casado, que su vida seguía y que al parecer le iba bien, pero no dónde ni cómo vivía, y ya no la volví a ver ni a saber nada de ella… hasta que, bastantes tiempo después, en el año dos mil, recibí la atroz noticia de que su hijo, de dieciséis años, la había matado con una catana: a Mercedes, a su marido y a una hija pequeña de ambos.

viernes, 22 de marzo de 2019

Coches de línea

La chispa que hace brotar los recuerdos en la cabeza del escribidor, poco a poco, encadenados, es un reciente encuentro mañanero con un trabajador todoterreno que, en los años de mi infancia y juventud, fue cobrador y después también chófer en los coches de línea de la Compañía Martínez, la que durante aquellos años cubría el trayecto de Santomera a Murcia, ida y vuelta, un recorrido con muchas paradas intermedias que se convertía en el colmo de los colmos de la pesadez cuando el trayecto incluía desviarse y pasar por El Esparragal.
Las paradas que a lo largo de su recorrido hacían estos destartalados coches de línea (el 36, el 45, el 49...) estaban situadas en lugares fijos del itinerario, en los que se colocaba la gente que quería subir y viajar en ellos (todavía no los llamábamos autobuses: para todo el mundo eran, como he dicho, «coches de línea»). El conductor veía a esa gente parada en la parada, y paraba, detenía el vehículo para recogerla. Si no había nadie esperando en el lugar previsto, el chófer solo detenía el coche para que pudiera bajar allí algún usuario, y paraba si se lo indicaba alguien, por ejemplo dicho usuario, o, más a menudo, el cobrador, que era quien sabía si alguno de los viajeros que habían subido antes al vehículo tenía que bajar en ese lugar; y lo sabía porque era él quien había expedido el billete en cuestión al viajero, sacado de una cajita metálica que llevaba dentro de una muy manoseada cartera pequeña de cuero sujeta con una correa a la cintura o, con más frecuencia, colgada cruzada del hombro, con la que recorría el vehículo una vez tras otra, y en la cajita metálica portaba unos taquitos de pequeños tiques de distintos precios, según el recorrido a realizar.
El aviso del cobrador al conductor para indicarle en qué paradas debía detenerse cuando algún viajero tenía que bajar no era a través de timbres ni otras modernidades que tardaron en llegar; solía hacerse verbalmente, con un sonsonete cuasi musical, cuya parte literal estaba formada por el nombre o apodo del conductor seguido de la expresión «para en la próxima» (en vez de «la próxima», se podía escuchar el nombre de la parada en concreto: por ejemplo, «para en La Gloria»); así que frecuentemente el sonsonete quedaba como: «fulano, para en la próxima».
Recuerdo, siendo niño, ver con frecuencia llegar al final de su trayecto en el pueblo a estos coches de línea, pues mi casa estaba justo enfrente, a menos de veinte metros, de donde daban la vuelta para marchar otra vez a la capital; a veces, y ello llamaba mucho mi atención, llegaban con gente sentada en una gran baca que se extendía por todo el techo del vehículo, lugar que se solía ocupar cuando el interior ya lo estaba hasta los topes, y lo estaba sobre todo cuando en la capital se celebraban determinados acontecimientos festivos que resultaban muy populares y, por tanto, muy concurridos: la feria de septiembre, los toros, el bando de la huerta... En esos días, los coches de línea..., ya digo, de bote en bote, incluso la baca.

viernes, 15 de marzo de 2019

No le pidas al Señor…

Ya casi resignado, muy entristecido tras un susto inicial enorme, me dice un amigo al que hace poco han intervenido quirúrgicamente de un asunto muy delicado: «No le pidas al Señor que te mande todo lo que puedas soportar porque podría ser mucho, y, además —se detiene un par de segundos y añade—, tendría huevos a mandártelo».

viernes, 8 de marzo de 2019

El puesto

Las tardes de los días festivos —domingos y fiestas de guardar—, una rechoncha mujer de talla mediana tirando a pequeña, de cara redondeada —ancha y mofletuda— y un empinado y piramidal moño casi diminuto de pelo muy negro en lo alto de la cabeza, saca a la calle su puesto, que consiste en una sencilla mesa cubierta con un mantel blanco, limpio y tieso, como almidonado. Va vestida de oscuro pero con un muy limpio y bien planchado —como el mantel de la mesa— delantal blanco que le sube al pecho a través de un peto que la mujer ha prendido con imperdibles a la tela de su vestido.
Sobre el mantel se pueden ver, bien expuestas a la mirada de quien por allí pasa, algunas «golosinas» que encandilan a los niños, todas ellas, o casi, de factura casera, elaboradas por la propia señora con materias primas de fácil adquisición aun en tiempos de penuria, como algunas manzanas rebozadas de brillante caramelo de color muy rojo, unos cuantos puros —barritas alargadas— también de dulce caramelo rojo, una corona de tiernas pipas de girasol para vender por trozos que la mujer corta con un cuchillo casero in situ según pecunia a gastar por la pequeña clientela, y también, en un montoncito, pipas con sal tostadas al horno —debe de tener uno moruno en su patio—, que se venden a granel, por «medidas» que se sirven con un diminuto cacillo de hojalata con asa, un recipiente que la señora llena y aboca directamente en las manos del cliente o, mejor, en alguno de sus bolsillos, tantas veces como reales esté dispuesto a gastar.
Con una peseta te puedes apañar e irte muy contento.
 

viernes, 1 de marzo de 2019

La permanente

Creo que es el primero, mi recuerdo más lejano en el tiempo. Transcurre el año mil novecientos cincuenta y pocos, y yo tengo esos pocos años de la década iniciada. Ando en casa de mis padres, en su dormitorio, donde acompaño y «ayudo» a la moza de la casa, que está arreglando la habitación. (Durante mi infancia siempre hubo alguna moza sirviendo en casa de mis padres.)
Antonia, que es el nombre de esta mujer, está haciendo la cama en el momento exacto cuya imagen visual todavía, tantos años después, viene a mi mente de vez en cuando. Y yo, muy pequeño, mientras espero a que haga la cama, que es en lo que más me gusta «colaborar», juego a su alrededor, ajeno al mundo exterior a mi entorno de la casa paterna, totalmente ajeno a lo que me espera, a lo por venir, feliz en mi reducido, sosegado y rutinario presente.
En la habitación, al otro lado de la cama (imagen nítida aunque silueteada, pues recibe la luz de la ventana que tiene detrás), mi madre está junto al pequeño armario ropero de dos cuerpos, guardando alguna prenda de vestir puesta para la ocasión de la que viene, y viene de la peluquería, de hacerse la permanente, un rizado de pelo hecho, como su nombre indica, para permanecer durante mucho tiempo, para durar.
Tengo miedo y me escondo detrás de Antonia, me agarro a sus piernas, saco la cabeza por un lateral y me asomo para mirar con desconfianza, con temor. ¿¡Con desconfianza!? ¿¡Con temor!?... Pero... ¿miedo de qué?, ¿¡de mi madre!? Pues sí, miedo de mi madre, a la que con el nuevo aspecto no reconozco como tal: me la han cambiado, no tiene la misma cabeza, la misma cara: ¡NO ES MI MADRE!