SECCIONES

viernes, 30 de junio de 2017

Nátali

La he visto recientemente muy embarazada, otra vez, pues ya fue madre hace unos años. Y es una niña todavía.
La recuerdo siempre aniñada. Menuda, muy menuda, mínima; rubia, de piel muy blanca y cara infantil, muy infantil incluso ahora que han pasado ya unos cuantos años. Lo de la cara infantil tiene cierta lógica porque sigue siendo muy joven, además de que el recuerdo que de ella tengo viene del colegio, cuando aún era más joven, mucho más joven: ya digo, una niña; por lo tanto, su cara, su cuerpo, toda ella, en mi mente... muy infantil.
Hasta no hace mucho la veía con cierta frecuencia; al fin y al cabo el pueblo no es tan grande y, además, como ella tiene un niño pequeño, frecuentaba algunos de los parques y jardines a los que también iban mis nietas, a quienes, por otro lado, yo visitaba. Pero últimamente estaba tiempo sin verla. Así que... hace unos días, cuando me la encontré, me sorprendió su enorme barriga, más grande que ella, y su ombligo en extremo sobresaliente bajo un ceñido vestido de punto: una niña embarazada, pensé.
Para que se hagan una idea de cómo es, les voy a contar una anécdota que me viene a la memoria cada vez que la veo, una escena de cuando ella estaba en el colegio. Es el recuerdo escolar más nítido que de ella mantengo en la cabeza, quizás debido a lo que me sorprendió entonces. Antes les diré que en la escuela, estando ya en un curso de los últimos de Primaria, Nátali necesitaba apoyo, por lo que en determinadas clases tenía que salir de su aula para ser atendida por profesorado especializado.
Era yo maestro entonces en ese mismo colegio en que estaba nuestra protagonista, y un día que ella estaba recibiendo una de esas clases de refuerzo, a cargo de uno de mis compañeros de claustro, entré en el aula y, para darle ánimos, me interesé por cómo iba. Su profesor en ese momento, para demostrarme lo que la alumna sabía y que yo me hiciera una idea de lo que era capaz, delante de mí le preguntó cuántas eran dos por tres; ella, queriendo quedar bien ante mí, nerviosa, dando saltitos, se puso a golpearse las manos, palmeando sin ritmo alguno, al tiempo que decía atropelladamente: «¡no me lo digas, no me lo digas que me lo sé!»; repitió esto mismo varias veces, cerró los ojos, pensó, repensó y contestó...: un disparate.
Pertenece a una familia gitana de «buena gente», una familia integrada y arraigada —para muchos, a su manera— en el pueblo; pero, escolarmente, todos los componentes que yo he conocido de dicha familia, uno tras otro —tuve en mi tutoría a algún otro miembro—, han sufrido un notable fracaso escolar.
Mi nuera, que ocasionalmente ha charlado con ella en parques y jardines, me confirma lo del nuevo embarazo al que me he referido más arriba y me amplía la información: que sí, que Nátali ya no vive con la pareja de antes, que ahora tiene otra, que el embarazo actual es de esta otra pareja, la de ahora, un chico que, dice la niña-madre, es mejor que el anterior, que este sí que sí, que...
Y ha sido el volverla a ver hace unos días, muy, pero que muy embarazada, cuando me ha venido todo esto a la cabeza.

viernes, 23 de junio de 2017

Sillines y bombones

¡Ah, la memoria! ¿Se acuerdan algunos de ustedes de La Codorniz, «la revista más audaz para el lector más inteligente», según se autoproclamaba ella misma?; seguro que algunos sí; era famosa por sus «cierres», mejor dicho, por sus secuestros —como después serían también secuestradas de vez en cuando otras grandes publicaciones periódicas: Triunfo, Cuadernos para el diálogo, El Papus...—, secuestros debidos a la censura que el régimen dictatorial de Franco mantenía sobre las publicaciones díscolas de la época.
Sí, muchas veces me contaron —nunca vi entonces la imagen en cuestión— que fue en la portada de La Codorniz donde apareció, y lo cierto es que en mis neuronas se había posado simplemente como un atrevido planteamiento de un problema de regla de tres; así lo recuerdo:
Sillín es a sillón
como cojín es a «equis»
y me importa tres «equis»
que me cierren la edición.

Y ahora, no hace tanto, me encuentro en Internet una reproducción de la famosa portada de la revista, que, ciertamente, lo pone de otra forma, aunque en esencia dice lo mimo.
Bombín es a bombón
como cojín es a X
y nos importa tres X
que nos secuestren la edición...

Véanlo:


Sillín, sillón, bombín, bombón… ¡qué más da!

viernes, 16 de junio de 2017

Yo te daré, Shostakovich

Aunque ese curso no era alumna mía, recibí un correo de Encarni pidiéndome opinión sobre si John Lennon y Paul McCartney, en Hey Jude, pudieron haber copiado un fragmentito melódico de una obra española conocida como Fandanguillo de Almería. Por lo visto, Lennon, que estuvo en Almería en 1966, sí pudo haber escuchado el fandanguillo y habérsele quedado en su oído —léase cerebro— algún giro, algunas notas que aprovecharía posteriormente, como hace cualquier compositor.
Para que me hiciera una idea, Encarni me mandó un enlace a un vídeo de Youtube —«Hey Jude y la conexión entre John Lennon y Almería»—; lo vi, lo escuché —y algún otro que encontré sobre la cuestión— y llegué a la conclusión de que muy bien pudiera haber ocurrido eso que se plantea en ellos, pues así funciona la composición; uno deja plasmado en sus obras lo que tiene en el oído —perdón, en el cerebro— y a veces no es consciente siquiera de que lo está «tomando prestado» de una obra escuchada poco o mucho tiempo antes; simplemente, le sale —le viene a la cabeza, y le vale— en un momento determinado, y ahí queda plasmado lo que algunos denominan plagio.
Y esto me llevó a recordar una situación parecida, la de Dmitri Shostakóvich y la famosa canción Yo te daré. También —con el «parece» delante— Shostakóvich pudo estar influido, en un fragmento del “Vals n.º 2” de su Suite de Jazz nº2 (sí, de jazz, aunque no corresponda a la idea que tenemos del Jazz), por la canción popular Yo te daré, que podría haber escuchado el compositor a algunos niños españoles de los varios miles enviados a partir de 1937 desde la España republicana a la URSS, debido a la guerra civil española, a la tan temida —por los republicanos, y con mucha razón como se pudo comprobar después— victoria franquista.
Niños españoles parten para la URSS
Si tenemos en cuenta que Shostakóvich compuso la suite en 1938, no parece tan desacertada la idea de contagio —voluntario o involuntario—, pues es posible que ya anduvieran por allí los niños republicanos españoles, que, probablemente, cantarían y tararearían la conocida canción ♪♫Yo te daré,te daré niña hermosa... Y como se trata de un fragmento melódico muy pegadizo, el oído atento del «bueno de Dmitri» —como en algún momento me lo calificó mi amigo Pedro Grau—, se quedaría con la copla, que se suele decir, y nunca mejor, aunque sea con parte de la copla.
En nuestro país, la canción Yo te daré se popularizó y fue cantada, con una letra ambigua y festera, por tonadilleras —La Pitusilla—, grupos pop —Los Stop—, agrupaciones de tunos...
Yo te daré,
te daré, niña hermosa,
te daré una cosa,
una cosa que yo solo sé:
¡café!
Y el famoso Vals n.º 2 de la Suite de Jazz nº 2 de Shostakovich ha sido utilizado en cine, por ejemplo, por el musicalmente exigente Stanley Kubrick (La naranja mecánica, 2001: Una odisea del espacio, Barry Lyndon...), que lo hace en Eyes Wide Shut, —con Nicole Kidman y Tom Cruise—, donde utiliza la interpretación de Ricardo Chailly con la Royal Concertgebouw Orchestra; Abonico les ofrece, sin embargo, la de Mariss Jansons al frente de The Philadelphia Orchestra.
Adenda.- Ya terminada la entrada, encuentro en el blog Ancha es mi casa (21-11-2015) un interesante y para mí sorprendente artículo: «El famoso vals de la Suite de Jazz nº 2 de Shostakovich no existe» del que les pongo este párrafo:
Hace ya casi un año, un amable visitante apodado Yeyico me puso al día: El vals que se conoce y seguramente se seguirá conociendo por los siglos de los siglos como Vals nº 2 de la Suite de Jazz nº 2 y que popularizó Stanley Kubrick en Eyes wide shut, pertenece en realidad a una obra muy posterior llamada Suite para orquesta de variedades, que no es sino una colección de piezas procedentes de otras obras, principalmente bandas sonoras, recopiladas por Shostakovich después de 1956: Es en esta suite, y no en la de Jazz nº 2, donde se halla nuestro conocido Vals nº 2. […]
¡Bueno...!, qué quieren que les diga, siempre estamos a tiempo de aprender algo nuevo, o de modificar lo aprendido. Y, la verdad, tampoco es que este hallazgo cambie la esencia de los argumentos expuestos en este artículo.

jueves, 8 de junio de 2017

El moñigo por la trompa

Pocas veces ibas a Murcia —la capital— cuando eras pequeño, a no ser que estuvieras enfermo, necesitases un médico especialista y, ¡claro!, tu familia se lo pudiera permitir en aquellos tiempos. Así que pasaban los meses, incluso los años y no te llevaban tus mayores a la ciudad.
Los casos fuera de la medicina se podían contar con los dedos de una mano: te llevaban para los exámenes de los distintos cursos de bachiller —una vez al año, y solo a los poquísimos chavales que estudiábamos—, te llevaban para hacerte las fotos de la primera comunión —igualmente, solo a algunos—, y ocasionalmente para comprarte ropa; también, alguna vez, a la feria de septiembre…; y, una sola vez en mi caso —a comienzos de 1960, próximo a cumplir los nueve años— me llevaron a Murcia, ¡de noche!, a ver una película, Los diez mandamientos, para lo cual «sacó» mi padre un taxi —el del Esteban— y fuimos toda la familia al cine Rex, en el que estuvo la peli en cartel siete semanas, para ver «religiosamente» cómo Moisés —Charlton Heston— desafiaba el poder del faraón —Yul Brynner—, separaba las aguas del Mar Rojo y conducía a su pueblo a través del desierto.
Cuando esto ocurría —no lo de la separación de las aguas sino el tener que ir a Murcia—, si se enteraba algún adulto conocido —frecuentemente un vecino o un cliente habitual de la tienda de mi padre—, la pregunta y el consejo eran automáticos:
—¿Vas a Murcia?
—Sí.
—Pues, mucho cuidao, no te vayan a restregar un moñigo por la trompa; mantén la boca bien cerrá.
Busco en Vocabulario del dialecto murciano, de Justo García Soriano; en él dice que moñigo es boñigo. Entonces voy al DRAE, que dice que boñigo (de boñiga) es “cada una de las porciones o piezas del excremento del ganado vacuno”. No suficientemente contento, sigo buscando, ahora en WordReference, que extiende más generosamente el significado de boñigo y se acerca a mi concepción: “cada porción del excremento del ganado vacuno o caballar”. Pero es Diego Ruiz Marín, en su Vocabulario de las hablas murcianas, quien coincide con lo que desde niño tengo en la cabeza como moñigo, que es “boñiga, excremento de las caballerías”.
Así que, al principio, cuando te llevaban a Murcia, tú andabas preocupado por lo del moñigo por la trompa, pero con el tiempo te dabas cuenta de que decirte eso no era más que una broma que se solía gastar para tomar el pelo a quien estaba poco acostumbrado a viajar a la capital.
Mi reflexión, posteriormente, ahora, es que eso, lo del moñigo, había de obedecer a alguna razón, debía tener algún sentido, una base real; pienso que tuvo que salir de alguna costumbre, de alguna broma bárbara —como la animalada de hacer el aparejo—, una broma de muy mal gusto —del estilo de las contadas por Gila sobre los mozos del pueblo en fiestas—, una verdadera “faena” que los de la capital harían a huertanos y pueblerinos de los alrededores cuando estos llegaban, poco acostumbrados y algunos algo asustados, con la boca abierta, a las puertas de la ciudad.
Como, además, en aquellos años abundaban los burros, mulas y caballos, los moñigos estaban en la calle al alcance de cualquiera, y, conociendo al personal, no es de extrañar el abuso, la crueldad, las risas y, sobre todo, el mal trago que pasaría el embromado.
Me imagino la escena.

viernes, 2 de junio de 2017

La culebra astuta

Alrededor de la mesa camilla que había en la salita de mi casa, se reunían por aquellos años, en las tardes de domingo, mi madre y otras mujeres amigas y vecinas. Y allí se contaban unas a otras viejas historias de la huerta, del pueblo, de la capital…, historias que conocían de buen oído, pues, como todos sabemos, estas «noticias» se transmitían de boca a oreja.
Y yo quedaba prendado y prendido de esos «cuentos» que tanto me atraían, y prestaba mucha atención a estas conversaciones tan interesantes a la vez que inquietantes para unos oídos tan tiernos y sensibles como los míos. Incluso ahora no sabría decir si entonces me impactaba más la historia misma, el tema, o me gustaba más la manera tan intencionadamente misteriosa de contarlo.
Una de las historias que más atraía mi atención era una leyenda huertana que escuché muchas veces y que cada vez me impresionaba más, dejándome un desagradable regusto amargo, un malestar que, por lo menos la primera noche tras la escucha, y fueron unas cuantas, no me dejaba dormir.
No recuerdo bien cuál de las mujeres de alrededor de la mesa era la narradora de esta historia, creo que mi madre; lo que sí recuerdo es que comenzaba diciendo, con aire de misterio detectivesco, que gracias a Dios que se habían dado cuenta, y, como descifrando un enigma, a continuación aclaraba que se habían dado cuenta por el color ennegrecido de los labios del bebé y por la pérdida de peso del mismo. Lo de los «labios negros» del niño era algo que me intrigaba mucho, un asunto que despertaba mi imaginación visual y hacía que orientara las orejas como verdaderas antenas parabólicas en una conversación en la que con mucha intención se iba postergando el desentrañamiento final.
Y por fin llegaba la tan esperada explicación. El caso es que en plena huerta murciana todas las noches una serpiente bajaba a succionar la leche de los pechos de una madre que amamantaba a su bebé, una madre que, confiada, medio adormecida, creía estar dando el pecho al niño que tan suave y cariñosamente sujetaba entre sus brazos; de esta forma, era la astuta culebra la que se aprovechaba de la leche materna, y ponía su cola en la boca del niño para que este no denunciara con su llanto la suplantación; por ello, con el tiempo, debido a la cola de la serpiente, los labios del niño fueron cambiando a un color sospechosamente oscuro, al tiempo que su peso no solo no aumentaba —«no hacía peso», decía la hábil narradora—, sino, todo lo contrario, disminuía.
Qué desasosiego me provocaba el pensar que estaba expuesto a riesgos como el que una culebra se me metiera una noche en la cama y... ¡qué miedo!