SECCIONES

viernes, 25 de febrero de 2022

Tiempo

Esta semana, mis nietas están pasando en casa de los abuelos, en la mía, mucho más tiempo del acostumbrado; según contabilizo, hasta ahora, y aún estamos a viernes, ya se han quedado a dormir con nosotros tres veces, en las que hemos madrugado más y las hemos acompañado al colegio las tres mañanas correspondientes, y en plena siesta las hemos ido a recoger del mismo las tres tardes de esos días.

Ya lo había advertido antes, pero ahora lo hago con más intención, pues pienso en la posibilidad de escribirlo; últimamente me detengo a observarlas y me fijo bien en lo que en cada momento concreto están haciendo, como cuando realizan algún quehacer que llevan de deberes para el cole, que lo alargan en el tiempo y eternizan su acabado si no estás encima animando, o cuando están dibujando, o cuando juegan, o por las mañanas cuando desayunan…

Y es que me sorprende la lentitud, la parsimonia, la ceremonia con que lo hacen todo (y me centro ahora en el último «cuando» del párrafo anterior), incluso ensimismándose a menudo: cómo usan la cucharilla para hacerse el batido de chocolate (las enseñé yo, por cierto), deteniéndose en cada uno de los pocos grumos resultantes, tanto en los que flotan en su superficie como, sobre todo, en los adheridos a la pared de cristal, hasta que todo queda a su gusto; cómo ponen el aceite y lo distribuyen meticulosamente por toda la superficie de una de las dos tostadas que, frente a sí, tiene cada una en su plato, sin dejar de bañar homogéneamente ni un solo milímetro de la misma; y cómo, a continuación, embadurnan bien la otra tostada con mermelada —mermeladas, pues toman de fresa y de melocotón— que sacan del tarro a pizquitas con la cucharilla plana, una operación realizada con más meticulosidad aún, si cabe, que la empleada para la aplicación del aceite: extendiéndola, uniformando su grosor —mínimo, por cierto—, tapando todos los agujeros de la molla del pan…

Y lo que concluyo de la cachaza que percibo en estas observaciones es que se nota que ellas tienen por delante (sin ser conscientes, claro) todo el tiempo del mundo, y que por ello así lo usan, con tranquilidad, sin prisa, disfrutando cada momento…, una actitud que a todas luces contrasta con la que observo en los mayores, en mí concretamente, que parece que me falta tiempo para todo, que, al contrario que les ocurre a mis nietas, parece que se me acaba el mundo.

¿¡Que parece!?, ¿he dicho «que parece?»; sí, lo he hecho, pero no, no solo lo parece, sino que es así en realidad, pues siento que me falta tiempo, que me queda poco —y, además, no de la misma calidad que el de las crías— para lo que quiero, para lo mucho que me gustaría hacer. Y es por eso, supongo, por lo que me fijo tanto en cómo lo viven ellas.


viernes, 18 de febrero de 2022

Hartura

—¿No estás harto de tener que decir siempre las cosas abonico?

—¿Qué?

—Sí, ¿no te gustaría llamar gilipollas a los gilipollas en vez de estar siempre andando con paños calientes?

—¿Y para qué serviría eso, para contribuir a una mayor tensión, a un mayor enconamiento? ¿para que me enemistara con algunas —creo que con muchas— de las personas con las que me relaciono?

—Por lo menos te quedarías a gusto, ¿no?, te quedarías tranquilo.

—Quizás... a gusto sí, por lo menos... en un primer momento, pero lo que se dice tranquilo... definitivamente... creo que no. Sufriría.

—¿Entonces?

—Bueno… Me parece que hay maneras de llamar gilipollas a los gilipollas sin decirles directamente gilipollas.

—¿Sí?

—Sí

—¿Como cuáles?

—Pues… utilizando el humor, la ironía, el sarcasmo…, también poniendo en boca de otros lo que quieres decir tú, o retratando a los gilipollas anónimamente, o haciéndolo con pseudónimos, o mezclando fragmentos de historias y biografías que desdibujen un determinado perfil para que resulte difícil de identificar y de achacar a una persona concreta que sabes a ciencia cierta que es gilipollas, o...

—Pero... así no se enterarían ellos.

—A ellos, por más que se lo pongas claramente delante de sus narices, jamás se les ocurrirá pensar que son gilipollas. Creerán, en todo caso, que lo eres tú.

 

viernes, 11 de febrero de 2022

Ichabod Ferguson

Paul Auster, 4 3 2 1, comienzo de la novela, abres el libro y ya en la primera página, lo primero que te encuentras es:

Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo XX. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson. (Auster, Paul: 4 3 2 1. Barcelona: Seix Barral, 2017, pág. 9).

Y te dices que difícilmente se puede comenzar a escribir una obra literaria con mejor pie, de mejor manera.