Ya en plena crisis del
coronavirus, cada cual encerrado en su casa, vienes leyendo y escuchando, de
manera muy repetida desde los inicios del confinamiento, que cuando todo esto pase
«nada volverá a ser como era» porque necesariamente habremos aprendido bien la
lección; pero por otro lado también lees, escuchas… (de gente más pesimista,
¡claro!, y no sabes si más realista: te inclinas a creer que sí) que «todo
volverá a ser como era» porque, como somos como somos, que no tenemos arreglo…
pues… eso: que volveremos a más de lo mismo, a más de lo de antes.
«¿Y tú qué piensas?» te
preguntas, sabiendo de tu cuasi pesimismo crónico. ¿Yo?... pues… —te detienes
un poco a reflexionar— pienso que hay mucho margen entre ambas frases: entre la
del «todo seguirá igual» y la del «nada seguirá igual»; y que quizás lo mejor
—¿lo ideal?— sería que… ni una cosa ni la otra, que sería preferible que no
todo volviera a ser como antes, o que, por lo menos, algunas cosas —diría que
bastantes o muchas, que eso habría que estudiarlo— no vuelvan a ser como eran
antes, porque… quiero suponer que algo sí que habremos aprendido.
Al final te viene a la
cabeza una viñeta de Joaquín Rábago, El
Roto (El País, 05-04-2020), que
da en plena diana, que nos ofrece la clave, diciéndonos lo que nos espera: en
ella se ve dibujada la gran Esfinge de Gizeh, de perfil y con mascarilla, y por
encima de la gigantesca escultura se puede
leer: «Cuando todo esto pase nada volverá a ser igual… ¡menos lo de siempre,
claro!».
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