SECCIONES

viernes, 26 de octubre de 2018

Puntuación

Hace ya muchos años que llegó por primera vez aquel inspector de educación al único colegio del pueblo entonces (hay quienes dicen que era el argentino Domingo Faustino Sarmiento, no lo sé, pero para mi propósito es igual), y tras algunas pruebas y los tanteos que creyó oportunos comprobó que los alumnos no andaban mal en matemáticas ni en geografía ni en historia ni en ciencias naturales..., pero sí en lengua, pues, aunque no tenían muchas faltas de ortografía (las habituales: conocían las normas de la «b» y la «v», las de la colocación de las tildes...), sí usaban mal, demasiado a la ligera, los signos de puntuación.
El inspector, con tacto, reconvino al maestro haciéndole saber la gran importancia que tiene un buen uso de los puntos, las comas...: de los distintos signos de puntuación en general. La respuesta del maestro, con menos tacto que el inspector, sorprendió a este, que tuvo que escuchar cómo el docente se defendía:
Usted perdone, señor inspector, pero es que yo soy el primero que no cree que sean tan importantes los signos de puntuación; ¿si no hablamos con puntos y comas, por qué debemos ser tan rigurosos en su escritura?
¡Cómo que no son importantes!, ¡oiga, sí lo son, señor maestro, imprescindibles! —respondió el inspector dejando asomar un punto de enfado en sus palabras—; le voy a poner un ejemplo para que lo entienda mejor —y, tomando una tiza, escribió en la pizarra—:
«El maestro dice: el inspector es un ignorante»
¡Oiga, por favor! —saltó con rapidez el maestro, algo mosqueado—, yo no me atrevería nunca a decir eso de usted.
Pero yo sí podría decirlo de usted —concluyó el inspector, cogiendo de nuevo la tiza, quitando los dos puntos que había puesto en la oración anterior y colocando dos estratégicas comas en sendos lugares, con lo que el sentido de la frase cambió radicalmente y ahora quedó así:
«El maestro, dice el inspector, es un ignorante»

viernes, 19 de octubre de 2018

Hasta las tantas

Leyendo Volar en círculos, de John le Carré, me he enterado de que Graham Greene (para Le Carré «el más importante de los desertores literarios del MI6») estuvo a un pelo de ser llevado ante los tribunales por los servicios de espionaje ingleses, debido a sus demasiado «reveladoras» novelas (Nuestro hombre en La Habana es la obra citada como ejemplo). Se extraña le Carré de que no le metieran mano por ello a su colega, y dice a continuación que «veinte años más tarde, Greene les pagó su acto de clemencia con El factor humano, que los retrataba no solamente como idiotas, sino como asesinos». Graham Greene, sin embargo, acabó premiado con la Orden del Mérito.
Bien… pues todo esto me recuerda que, hace muchos años, unos cuarenta, la lectura de El factor humano me atrapó una noche de tal manera que no pude abandonarla para continuar con ella al día siguiente. Y lo mismo me ha ocurrido con algunas otras lecturas en distintas ocasiones, sobre todo con novelas en las que la trama me ha resultado muy atractiva, emocionante, divertida..., pero que ahora no vienen al caso.
Y es que cuando era más joven me gustaba mucho quedarme leyendo por la noche hasta las tantas, sobre todo aprovechando los distintos períodos de vacaciones o en noches en las que al día siguiente no tuviera que madrugar para ir a clase a trabajar; y mejor aún en las vacaciones de verano, que me proporcionaban más tiempo y relajación. Así que en ocasiones llegaba el amanecer y las primeras luces de la mañana me pillaban con el libro todavía en la mano esperando ser acabado. Y hubo también alguna vez que, aun no estando de vacaciones, recuerdo no haber dormido o haberlo hecho apenas por haber permanecido leyendo durante toda la noche, como fue el caso de la novela citada, la del «desagradecido» Greene.
Fue una noche en pleno curso escolar (al día siguiente tenía que trabajar), en la que esperaba la llegada del sueño mientras leía, una costumbre que no he perdido y que me va muy bien, y leía El factor humano, la novela en la que —según John le Carré— Graham Greene trata a los servicios de espionaje ingleses «no solamente como idiotas, sino como asesinos»; según avanzaba la trama novelesca, me pareció tan emocionante que me enganchó y estuve con ella durante toda la noche. Aun así, ni esperando la llegada del día pude terminarla; así que, incapaz de resistirme, cuando llegó la hora de irme al trabajo me llevé el libro al colegio y en la primera ocasión que tuve —en el patio, durante el recreo— lo acabé, pues me quedaba muy poco, casi nada.

viernes, 12 de octubre de 2018

Levantarse el castigo

Una mañana de uno de los primeros días de este verano recién acabado voy caminando tras la consecución de mi dosis diaria de pasos, mi «anda-dura», callejeando por el pueblo todavía temprano pero buscando la sombra en lo posible en unos días en los que desde las primeras horas comienza a molestar el Lorenzo.
De pronto, ya en un barrio alejado del mío, a la vuelta de una esquina, me encuentro con un amigo que de manera bastante graciosa me confiesa haber cometido una «infracción», que me dice haberse saltado una de las casi sagradas normas para la buena convivencia en su hogar —«las famosas reglas»—, y ello aprovechando que su mujer había salido de la casa y con la seguridad de que no regresaría en un tiempo mínimo suficiente para una mayor tranquilidad de mi amigo. La transgresión consistió en comerse un trozo de tocino y un par de blancos (ese embutido tan rico, con más tocino que magra, parecido a la butifarra), algo que tiene prohibido por el médico y vigilado por su señora.
blanco. m. Embutido de carne cocida de cerdo, huevos y especias, semejante a la butifarra. […] (Diego Ruiz Marín: Vocabulario de las Hablas Murcianas, Diego Marín)
El que mi amigo me haya contado esto (creo que, por motivos que rezuman evidencia, no debo decir su nombre) ha venido a cuento porque cuando nos hemos encontrado, nada más vernos, tras el saludo inicial y la recíproca manifestación de alegría por el encuentro, él ha comenzado el diálogo elogiando mi «fuerza de voluntad», el valor de mi tesón por salir todos los días a andar y así mejorar mi salud; «o por lo menos para no facilitar su deterioro», he añadido yo; y a continuación le he respondido que sí, que muy bien, pero que, debido a las dichosas caminatas diarias, llevo ya unos días con un hambre que me está costando mucho esfuerzo controlar, además de que no siempre lo consigo. Él, comprensivo —«sé muy bien de lo que me hablas»—, me responde que no me preocupe mucho, que no le dé tanta importancia a lo de excederme comiendo, siempre que sea ocasionalmente, ¡claro! —levanta el dedo índice—, y añade seguidamente que «de vez en cuando hay que levantarse el castigo», que él mismo lo ha hecho unos pocos días antes, y con un satisfactorio resultado, sobre todo anímico: «me quité el hipo», concluye. 
Y entonces me cuenta muy al detalle cómo se levantó el castigo y se quitó el hipo: Cómo le vino la idea a la cabeza cuando su mujer salió para ir a la peluquería; cómo lo pensó detenidamente valorando pros y contras; cómo fue a la tienda, incluso me dice a qué carnicería fue y me especifica que compró dos blancos y un trozo de tocino de buen tamaño, y se ayuda en la explicación señalando, con una mano sobre el dorso de la otra extendida, una longitud de ocho o diez centímetros, al tiempo que expresa verbalmente esa cantidad: «una leva [de] tocino magroso de unos ocho o diez centímetros»; y cómo, por fin, después, para finalizar —terminó de contarme—, se dio un buen banquete en su casa: «me alpargaté bien, aprovechando que mi mujer estaba en la peluquería».

viernes, 5 de octubre de 2018

Coche Moleno

Cuando comencé a escribir este artículo me acordaba muy lejana y vagamente de su protagonista, con poca precisión, pero conforme me he ido centrando en los escasos recuerdos que perduraban todavía con cierta claridad en mi cabeza, poco a poco han ido apareciendo alrededor de ellos diferentes detalles de su perfil y algunos otros aspectos que al principio de estas pocas letras posiblemente hubiera creído olvidados para siempre.
Me refiero a un chiquillo de aquella Santomera de mis años infantiles al que, debido a sus peculiares comportamiento y habla, yo prestaba mucha atención cada vez que me lo encontraba (normalmente por la calle y nunca solo, siempre con alguien mayor, a veces de la mano), un chiquillo del que recuerdo casi bastante bien su físico (morfología, piel, pelo...), su actitud nerviosa (saltos, palmeo, taparse los oídos con las manos...) y sus llamativas expresiones verbales (tanto el mensaje como la manera de articular las palabras mientras palmeaba y saltaba sin cesar en un continuo baile de San Vito).
Su nombre era Antonio y lo conocíamos por su diminutivo murciano: Antoñico. Y pronto dejé de verlo por el pueblo; creo que se lo debieron llevar siendo aún niño, deduzco que a finales de los años cincuenta o en los primeros sesenta como mucho. Desde entonces no he sabido de él, si vive todavía, su paradero, cómo le ha ido...
Antoñico vivía al otro lado de la carretera nacional que cruza el pueblo, en una casa frente al solar donde después fue construido el casino; allí, en lo que ahora es una calle paralela a la carretera, la actual Concha Castañedo, había un horno de pan al que vinculo a nuestro personaje, un horno cercano a la casa de mis padres, al que recuerdo haber acompañado a mi madre en alguna ocasión, sobre todo en los días que preceden a los navideños, llevando y trayendo bandejas con dulces de pascua, un establecimiento con cuyos dueños o trabajadores tenía algo que ver nuestro personaje, algún tipo de relación familiar.
En sus muy originales manifestaciones locutivas, monótonas por repetitivas según mi memoria, recalcaba incansablemente Antoñico sus peculiares mensajes, casi siempre relacionados —los que recuerdo— con los coches, con unos pocos automóviles «particulares» que por aquellos años había en el pueblo, unos vehículos por los que el zagal sentía una especial e irrefrenable atracción. Todavía retiene mi memoria los nombres de los dueños de aquellos coches aunque se me ha ido la imagen de los vehículos que tanto gustaban a Antoñico, y recuerdo aquellos nombres tras tantos años, precisamente, gracias a las expresiones verbales de aquel chiquillo, que, coreografiadas por él mismo, dieron lugar a pequeñas historias posteriormente traducidas en anécdotas que permanecen incrustadas en los lugares más escondidos de mi cerebro, anécdotas que nunca he olvidado, incluso, como he dicho, tras tantos años pasados desde entonces.
Y es que cuando nuestro amigo veía uno de esos coches por el pueblo, pronto lo reconocía e inmediatamente sabía de quién era, y con mucha alegría le adjudicaba el nombre de su propietario, pongamos por caso, Moreno; entonces, sin más preámbulo, empezaba a saltar alrededor del vehículo como un guerrero masái, al tiempo que propinaba unos magníficos chilles a la chapa de la carrocería, diciendo ininterrumpida y atropelladamente, y simultáneamente a los chilles y los saltos: «coche Moleno, coche Moleno», varias veces (un par de ellas como mínimo). Y es que Antoñico no articulaba bien el sonido de la «erre», y por ello también me hacía mucha gracia cómo cantaba La campanera (para él «campanela»), que le gustaba mucho, y El ratón vaquero, quizá su canción favorita, cuyo estribillo quedaba así en sus labios: «♫El latón vaquelo, sacó sus pistolas...♫». 
En este rincón de la huerta murciana, a menudo utilizábamos entonces —y ahora, aunque quizás menos— el término chille, que pienso derivado de chirle, aunque este tampoco aparece en el diccionario de la Real Academia Española. (Sí lo he encontrado en algún vocabulario murciano —Diego Ruiz Marín—, pero no con el significado que aquí le atribuimos). Lo que aparece en la obra de la RAE, con el significado que aquí damos a chille, es capirotazo, de capirote y -azo. 1. m. Golpe que se da, generalmente en la cabeza, haciendo resbalar con violencia, sobre la yema del pulgar, el envés de la última falange de otro dedo de la misma mano. El golpe —esto lo aclaro yo— era dado generalmente con el dedo corazón. Aparece también en el DRAE chirlo. 3. m. germ. Golpe que se da a alguien, y chiclazo como sinónimo de capirotazo.
También tenía nuestro protagonista sus palabras para el coche del [tío] Viriato, expresión que en sus labios quedaba como «coche Viliato, coche Viliato», siempre acompañada, ya saben, de alegres saltos arrítmicos y continuos, además de sus famosos chilles
E igualmente ocurría (quizás peor —con más tostón— para su dueño) con el automóvil del Brigada («coche Bligada, coche Bligada»), que, estando metiéndolo en la cochera, tenía que soportar al chiquillo como incansable abejorro a su alrededor. Pronto preguntaba Antoñico, como pidiendo permiso a la señora Angustias, la mujer del Brigada: «¿Señola Angustias, lo toco?», al tiempo que comenzaba a propinar a la chapa del coche aquellos terribles chilles que, por potencia (y ello se detectaba en el volumen del sonido que producían), amenazaban con abollar la carrocería. Todo esto lo hacía nuestro joven personaje (ya lo he dicho, pero es importante imaginarlo así) saltando con mucha energía, sin cesar, como rebotando sucesivas veces en el suelo mientras mantenía el cuerpo erguido (piénsese en la imagen de los saltos de exhibición de fuerza, vistos en tantas películas, de los famosos guerreros africanos que ya antes he mencionado, los masáis), siempre alrededor del vehículo, y repitiendo muy cansinamente el mismo sonsonete de melodía infantil, un runrún que sacaba de sus casillas al Brigada: «¡que no lo mete, que no lo mete! —y a continuación, sin pausa, como en un todo, repetía— ¿Señola Angustias, lo toco?».
Fueron muchas las veces que me pregunté, cuando escuchaba el sonido que producían los tremendos chilles de Antoñico sobre la chapa de aquellos escasos coches particulares del pueblo, si es que no se haría daño en el dedo: me parecía imposible.
Adenda
Ya terminado el artículo, me encuentro por la calle con algunos amigos que conocieron también a Antoñico; les comento que he escrito lo que de él recuerdo, y ellos me aclaran algún detalle que mi memoria había pasado por alto, como el de que para nuestro joven protagonista cada uno de los coches que veía era —entre saltos, palmadas y chilles«coche bonito, coche bonito», sobre todo, deduzco, los que no eran del pueblo y por lo tanto de dueño desconocido. Me dice uno de estos amigos que sí, que la familia de nuestro joven personaje debió de cerrar el horno en el pueblo por las fechas que antes he dicho, y me asegura que sus miembros se fueron a vivir a la carretera de Alcantarilla, donde poco después Antoñico murió atropellado por uno de aquellos vehículos que lo llevaban de calle, al que —imagino— no temería por tratarse de un «coche bonito, coche bonito».