SECCIONES

viernes, 29 de diciembre de 2017

Cruzando los dedos

Jubilado ya unos años, cruza los dedos intranquilo ante el cada vez más menguado futuro que —galopante, dice él— se le va echando encima, temiendo por la evolución de una pensión que no progresa adecuadamente, preocupado por el posible batacazo de una paga todavía «decente» pero in crescendo descendente; e igualmente, o más preocupado aún, cruza los dedos por una salud que..., ¡qué casualidad!, idem: todavía «decente» pero… también in crescendo descendente.
Tras la jubilación quiso mantener parte de su actividad docente dando unas clases, pero se lo pusieron difícil: «entregue usted la mitad de su pensión»; así que dejó las clases y desde entonces dedica ese tiempo a escribir en un blog que comenzó a publicar en Internet por esas fechas. Pensó: «A ver si soy capaz, si el resultado es decente; a ver lo que aguanto, a dónde puedo llegar...». ¿Pretexto?: dejar una huella, si no indeleble, sí menos perecedera, para que el día de mañana sus nietas puedan conocer de primera mano —la suya— quién y cómo era su abuelo. Sin embargo —piensa—, lo que se oculta tras este pretexto es bastante más complejo: entraría dentro de las no tan sencillas respuestas al interrogante sobre por qué se escribe.
La verdad es que sus esperanzas blogueras intuían al comienzo una fecha de caducidad no muy distante en el horizonte, pero va a comenzar su quinto año y ahí sigue. Y se entretiene. Y encuentra «decente» el resultado. Le gusta.
Sí. Así que... con los dedos cruzados… a ver qué…

viernes, 22 de diciembre de 2017

Colegios de pobres

Mientras pudieron, porque vivían en la capital, porque lo tenían cómodo, porque su nivel económico se lo permitía y porque lo consideraban muy importante, tuvieron a sus hijos, dos chicos y una chica, muchos años, en colegios privados; y no en cualesquiera, no, tuvieron en Maristas a los dos varones y en Jesús María a la hembra, por todo lo alto, como debe ser.
Solo cuando la situación comenzó a empeorar y se trasladaron al pueblo por necesidades del trabajo, fueron matriculados los cachorros —¡a ver qué remedio les quedaba!— en la enseñanza pública.
Ante la perspectiva del colegio público, uno de los hijos varones, el menor, preguntó a la madre:
—Mamá, ¿qué es un colegio público?
La madre, ama de casa, convencida de la enorme superioridad del dinero, de lo privado, de la importancia de la posición social…, de la «categoría» en definitiva, respondió a su hijo, sin pestañear, sin despeinarse, con los anillos bien puestos y con el conocimiento que dan unos estudios… bueno… ¡ejem!... escasos:
—Un colegio público —contestó— es un colegio de pobres.
Así lo dijo, sin ruborizarse lo más mínimo; y eso que estaba yo delante, maestro de un colegio público, que sí conozco la verdadera diferencia que hay entre lo público y lo privado, gran diferencia, por cierto, a favor de lo público, ¡claro!
Pues bien, solo el pequeño de la familia, que estudió en un colegio de pobres, que después siguió en un instituto de pobres, y que, posteriormente, lo hizo en una universidad de pobres, solo él cursó estudios superiores y llegó a egresar de la universidad con una licenciatura.

Como colofón, este único componente familiar que disfrutó de los beneficios de la enseñanza pública desde la EGB hasta la universidad, y que, incluso, posteriormente, tras años de mucho esfuerzo, sacó unas oposiciones que le permiten un dignísimo trabajo de docente en centros públicos de educación secundaria, lleva a sus hijos a un centro privado.

viernes, 15 de diciembre de 2017

¡Hola, pichas!

Me lo he encontrado hace poco: todo un hombre. Han pasado veintitantos años. Le he contado la anécdota y no la recuerda: era muy niño entonces.
Iba yo hace esos veintitantos años paseando por la Calle de la Gloria (¡Qué buen nombre para una calle que te conduce al cementerio!: es la ruta en el pueblo para llevar los cadáveres a enterrar) y pasaba junto a la plaza del Ayuntamiento cuando llegó a mis oídos, como de lejos, una aguda voz de timbre infantil:
«¡Hola, pichas!»
Dos palabras pronunciadas con bastante entonación, yo diría que cantando un poco separadas las dos sílabas de cada palabra, entonándolas con un intervalo musical de una tercera menor descendente entre ellas —entre cada pareja de sílabas—, un intervalo muy sencillo de cantar, muy infantil, propio de los comienzos del aprendizaje en entonación vocal en música.
Bueno… a lo que vamos. No recuerdo si es que me di por aludido y, en ese caso, por qué, o simplemente lo hice por curiosidad; lo cierto es que giré la cabeza y miré en la dirección de la que creía venía el sonido. ¿Que qué vi?: un niño de unos siete años, alumno mío entonces en el colegio, que, desde lo alto de una de las ventanas de la que supuse era su vivienda, dirigiéndose a mí, volvía a elevar una voz de timbre y tono  inequívocamente infantiles para, por si no me había enterado la primera vez, decirme de nuevo:
«¡Hola, pichas!»
Sorprendido, descolocado —no sabía qué hacer—, sonreí, quizás un poco fríamente pero lo hice, lo saludé con un leve gesto de la mano y seguí mi camino.
Posteriormente, en el colegio, lo llamé al orden; sin acritud, pero se lo dije: «¿¡tú crees que está bien que, en plena calle y a grito en boca, llames “pichas” a tu maestro!?». Me escuchó con cara extrañada, que denotaba no saber por qué no estaba bien saludar con aprecio, con cariño, a su maestro de música diciéndole «¡hola, pichas!» de la manera más tierna que sabía hacerlo. Sí, con cariño, porque eso es lo que hizo, saludarme cariñosamente.
La palabra «picha» es un sustantivo que significa pene, miembro viril, pero aquí en el pueblo, y desconozco la zona por la que se extiende, tanto en singular como, sobre todo, en plural —pichas—, es un cariñoso apelativo (también lo son los diminutivos pichica, pichiquia, y sus plurales: pichicas y pichiquias), como lo fue en su momento cuñao o puede serlo, ahora, tío. «¿Puede haber sido —me pregunto— un contagio del extendido pisha andaluz?».
Supongo que ese «¡hola, pichas!» que afectuosamente me dedicó con tanto desparpajo mi joven alumno, incluso en el caso de que pueda ser considerado irrespetuoso por algunos, es parte del precio a pagar por esa buena relación, ese trato lúdico que he procurado mantener en mis clases a lo largo de mi carrera docente, trato del que siempre me he sentido orgulloso y del que otros docentes, lo he podido comprobar, huyen como de la lumbre, no sea que los pequeños les pierdan el respeto y se les suban a la chepa.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Una elegía por el C3

Fue un viernes. Lo sé porque todos los años la celebramos ese día de la semana, el segundo o tercer viernes del mes de diciembre. Celebramos lo que comenzó siendo una cena —después, comida— de los entonces mayores de cincuenta tacos que quisieron acudir de entre los de todo el pueblo, no todos amigos, claro, pero sí conocidos en aquella Santomera bastante más pequeña de nuestra infancia.
Y fue —he mirado el calendario— en la comida del segundo de los viernes de diciembre de 2014. Estábamos sentados a la mesa, juntos, uno al lado del otro, Antonio Campillo Ruiz —el Bamboso— y yo; y entonces me habló por primera vez de un tío suyo, técnico electricista de la marina republicana al comenzar la guerra civil, cuyo cuerpo está atrapado desde 1936 en el interior de un submarino que permanece todavía sumergido en aguas del Mediterráneo frente a la costa de Málaga, que fue hundido por los alemanes en un acto de piratería poco después de comenzada la guerra civil española. (Sí, por los alemanes, según me dijo Antonio, que no estaban en guerra con la República Española, pero ayudaron definitivamente al bando rebelde franquista a ganar «su cruzada»).
El 12 de Diciembre de 1.936 el Submarino Republicano C3 patrullaba en las cercanías de Málaga, cuando recibió el impacto de un torpedo disparado por el submarino alemán U34 […] (Rita Campillo Ruiz)
Antonio el Bamboso es una de las personas más simpáticas y estimulantes que te puedes encontrar en la vida, con una sonrisa luminosa y un talante muy animador: «arreador». Es algo mayor que yo, que tengo más o menos la edad de su hermana, Rita, a la que admiré con envidia durante mis años juveniles —¡ah, los remordimientos!— viéndola tan trabajadora, estudiosa, seria... una estudiante ejemplar, algo en lo que yo no me consideraba siquiera bueno; Rita cursaba piano en el conservatorio además de sus estudios de bachiller, y yo hacía el mindango: en barbecho.
Bueno… pues dos días después de esta referida comida anual «de los mayores», domingo, me encontré, en Dactyliotheca, el blog de Antonio, una entrada que consiguió emocionarme, un artículo que hizo asomar las lágrimas a mis ojos varias veces a lo largo de su lectura, que me obligó a hacer grandes esfuerzos, y no con éxito precisamente, para contener el llanto.
Cuenta el Bamboso en su emocionante recreación («El silencio de los héroes EL HONOR») cómo dos niños —él y su hermana— se las arreglan una tarde, «en aquella casona de la abuela», para entrar en una habitación cerrada a cal y canto, y cómo descubren algunos de los secretos mejor guardados de una familia con los labios sellados en aquellos años todavía de postguerra prolongada. En esa habitación, bien guardadas, permanecían las «cosas» («papeles, fotografías y aparatos extraños») del tío de los dos fisgones (Joaquín Ruiz Baeza, hermano de la madre de los chiquillos), muerto al comienzo de la guerra civil, un hombre, dice su sobrino, «que defendió la libertad y el honor respetando la voluntad de la mayoría de los españoles», desempeñando su trabajo de cabo electricista en un submarino leal a la República Española, el C-3.
Rita, con el tiempo, recopiló información sobre su tío, la amplió, la contextualizó y completó con datos de la época, y con todo ello escribió un libro que se puede consultar en Internet (Los sueños perdidos. Crónica de un marino español), y renunció a sus derechos de autoría en favor de una muy buena edición en papel llevada a cabo por la Universidad Politécnica de Valencia.
Joaquín Ruiz Baeza
(portada del libro)
Cuando en aquella comida de hace tres años Antonio me contó la historia de su tío, me sentí atraído de inmediato por ella, pero fue después, al leer su artículo, cuando pensé en una elegía in memoriam del C-3, y desde ese primer momento me vino a la cabeza la música que podía utilizar, la Elegía, Op. 24, de Gabriel Fauré, una preciosa obra para violonchelo y piano de la que resaltan los especialistas su «expresividad y bella pureza», y que a mí, desde que conozco la historia del submarino republicano hundido tan miserablemente, me conmueve más que antes, pues la pienso en relación, ahora ya inseparable, con el C-3 y con Joaquín Ruiz, el tío de Antonio y Rita.
Mientras piensan en lo que les he contado, escuchen la obra, muy bien interpretada por Steven Doane (violonchelo) y Barry Snyder (piano), contenida en un CD editado por la discográfica Bridge en 1993.




viernes, 1 de diciembre de 2017

Juanbragas

Soy un tiquismiquis. Me complico la vida excesivamente, incluso por pequeñeces que en absoluto tienen la importancia que les doy. ¿¡A quién se le ocurre, si no, detenerse tanto con el título de esta entrada!?: pues... a mí; y... ¿en qué me detengo?: pues... en cómo escribirlo: ¿Juan bragas, Juanbragas, juanbragas?
La primera duda que me surge es si lo escribo con dos palabras, Juan bragas, o con una sola, Juanbragas. La individua a la que se lo escuché decir lo «soltaba» con mala leche y como de un tirón, así que he optado al final por una sola palabra. Después me surge otra duda: la de si escribir esa palabra, ya dentro del artículo, con mayúscula inicial o con minúscula, ¿Juanbragas o juanbragas?, pues tampoco tenía muy claro si dicha individua lo decía como un sustantivo (nombre propio, y entonces tendría que aplicar la mayúscula inicial) o como un adjetivo —y sería con minúscula—, que es como al final me decido a escribirlo. Así pues, una sola palabra y con minúscula: juanbragas (con «ene» antes de «be»).
¿Se entiende mejor ahora lo de tiquismiquis?
***
(A mi amigo Ambrosio)
Tras unos sesenta años transcurridos, perdura todavía en mi cabeza una escena muy triste y violenta que viví en el colegio de monjas al que me mandaron mis padres en mi niñez. El «espectáculo» fue protagonizado por Ambrosín, un heroico niño a quien dio en llamar juanbragas una docente (la podemos llamar así pero era una tiparraca indeseable —monja, ténganlo en cuenta—, una verdadera «individua»), y lo hacía constantemente y con un destacable y machacón desprecio.
Fíjense cómo lo pondría calificándolo así cada dos por tres que un día, el chiquillo, muy pequeño todavía —también esto hay que tenerlo presente—, harto de tanto juanbragas y de tanta inquina, estalló y se encaró valiente y violentamente con la monja gritándole de todo —de hijaputa para arriba—, al tiempo que, según podía, dada la diferencia de edad y, por ende, de envergadura, se lanzaba a darle manotazos y a tirarle a la paupérrima educadora todo lo que pillaba a mano, sillas incluidas.
La escena del niño desencajado, muy fuera de sí, arremetiendo contra la monja, gritándole de todo y dándole golpes como podía, no he podido olvidarla nunca, y en alguna ocasión la he comentado con su protagonista y amigo mío de siempre, Ambrosio, el excelente adulto que había potencialmente «dentro» de Ambrosín, una persona que ha dedicado su vida a la docencia y a quien como docente, buen docente, no creo capaz de hacer a alguno de sus alumnos, ni en las peores circunstancias, lo que a él le hizo la individua aquella.
El protagonista acaba de «recomponer» la versión que yo tenía en la mente. Me ha contado recientemente que su estallido entonces fue una respuesta rebelde a la hipocresía de la monja, que, primero lo había mandado al cuarto de las ratas, y cuando volvió, muy afligido, se puso a consolarlo haciéndole mimos, y, claro, el chiquillo explotó y arremetió contra ella.
Ambrosio, cuyo nombre, como él me recuerda de vez en cuando, viene de «ambrosía», que significa «manjar de los dioses», es una de las personas que tengo como ejemplares en distintos aspectos de la vida. Desde luego que hay un enorme trecho entre el concepto del término «ambrosía» y el de «juanbragas», y, con toda seguridad, nuestro personaje, Ambrosín antes y Ambrosio ahora, no se acerca en absoluto a lo que pudiera significar el segundo de ellos en la mente calenturienta de la monja, y sí se aproxima y mucho a lo que significa el primero: ambrosía, manjar de dioses.