SECCIONES

viernes, 29 de octubre de 2021

También al principio

Con la actual utilización masiva de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (piénsese concretamente en las redes sociales y, más en concreto, en el acceso a las mismas a través de los móviles), se ha extendido como la lumbre el uso defectuoso —solo al final de frase— de los signos de interrogación y de exclamación.

En español, la única lengua en cuya escritura dichos signos son dobles (uno de apertura y otro de cierre), es muy importante que, al contrario de lo que se suele hacer, los coloquemos no solo al final de lo interrogado o de lo exclamado: también debemos ponerlos al principio, y ello supone una gran ventaja para quién posteriormente lee el texto, sobre todo en oraciones más o menos largas, ya que así, al ver el signo de interrogación o de exclamación al comienzo del enunciado, se puede saber con absoluta seguridad, desde el principio del mismo, su entonación interrogativa o exclamativa en lugar de aseverativa.

Los signos de interrogación (¿?) y de exclamación (¡!) sirven para representar en la escritura, respectivamente, la entonación interrogativa o exclamativa de un enunciado. Son signos dobles, pues existe un signo de apertura y otro de cierre, que deben colocarse de forma obligatoria al comienzo y al final del enunciado correspondiente […].

Los signos de apertura (¿ ¡) son característicos del español y no deben suprimirse por imitación de otras lenguas en las que únicamente se coloca el signo de cierre […].

(Diccionario Panhispánico de dudas, RAE)

Ya sé que los teclados de escritura que utilizamos en los móviles no nos facilitan la tarea todo lo que nos gustaría, pero es cuestión de molestarse un poco en indagar —sin herniarse para ello— cómo se hace, con el fin —y la satisfacción consecuente— de aprender su uso con corrección.

 

viernes, 22 de octubre de 2021

Pavo con pelotas

Apenas acabamos de dejar atrás las fiestas del pueblo cuando, ya al final de mi andadura mañanera por las calles del mismo, de vuelta a casa, lo veo venir de frente en bicicleta. Me hace señas para que me pare; lo hago y él hace lo mismo a un par de metros frente a mí; y entonces, sonriente, me pregunta si me acuerdo de que, hace muchos años, en aquellos ya muy lejanos de nuestra infancia, el día de «la fiesta gorda del pueblo», el de la patrona, se comía cocido con pelotas en las casas del mismo, y por la noche (añade, con brillo en los ojos y sin perder la sonrisa en su cara redonda) se cenaba conejo frito con tomate: todo un acontecimiento. Después me recuerda que ese día venía al pueblo la banda de música de San Javier y que sus músicos eran distribuidos por las casas de las familias de la localidad que aceptaban acogerlos para que comieran con ellas. También se acuerda —y me dice que con claridad— de que ese día, después de la última misa de la mañana, dicha banda de música ofrecía un concierto en la plaza que había y hay ante la puerta de la iglesia.

Quien esto me cuenta, entre preguntas y aseveraciones que revelan seguridad y nitidez en los recuerdos, es Claudio, a quien tengo para mí como una «buena» persona en el sentido machadiano del término, una persona de calidad donde las haya. Claudio es un hombre que, con los mismos años que yo —somos de la misma quinta—, lleva ya unos cuantos jubilado tras una dilatadísima vida laboral. Y de lo que me ha contado en alguna otra ocasión, deduzco ahora que todavía andaría yo recién salido de mi primera comunión y quizás ni pasara aún por mi cabeza el cercano futuro comienzo de mi ingreso en los estudios de bachillerato, cuando él entró a trabajar de panadero en un horno del pueblo, una profesión a la que dedicó los cincuenta y seis años de su vida laboral (¡sí, 56!): desde los nueve, siendo aún un niño (téngase esto en cuenta: cosas de entonces), hasta su jubilación a los sesenta y cinco, como establecía en su momento la ley.

Acabada la charla, nos despedimos ambos interlocutores y cada uno continúa su camino. Y yo lo hago rememorando —al eco de lo que me ha comentado Claudio— que, por aquellos años finales de mi infancia, en casa de mis padres era habitual que todos los domingos del año —sus excepciones habría— se comiera cocido, que, de vez en cuando —supongo ahora que en fechas señaladas— contenía pelotas entre sus ingredientes; y el día de la fiesta del pueblo —la fecha más señalada de todas— hacía mi madre una comida especial: un guiso de «pavo con pelotas», con, además, unas patatas muy ricas y una sabrosísima salsa que contenía trocitos de almendras. Y, también al hilo de lo comentado con el expanadero, me viene a la cabeza el haber compartido aquel pavo con pelotas, en la mesa familiar y en distintas ocasiones, con algunos de los músicos de la banda que tocaba ese día en el pueblo, que no siempre sería la de San Javier. Sin embargo, por más que busco en mi cerebro, no encuentro en mi memoria rastro alguno de lo que tomábamos por la noche en aquel día tan señalado; aun poniendo mucho empeño en ello, no logro recordar si cenábamos algo especial: si conejo frito con tomate, como ha dicho Claudio, o cualquier otra cosa que resultara más o menos destacable entonces.

 

viernes, 15 de octubre de 2021

Regalo libros

Regalar un libro es algo habitual en mí: lo más frecuente —casi exclusivo— en mis obsequios. Y suelo elegir los títulos que regalo (siempre teniendo muy en cuenta a quién va dirigido cada ejemplar y el momento en que lo hago) de entre los títulos que más me han gustado a lo largo de mi ya dilatada aventura como lector. Y si una obra me impacta mucho, tras su lectura, suelo comprar varios ejemplares de la misma para, llegados los casos pertinentes —santos, cumpleaños… y otras fechas señaladas—, regalarlos a las personas que aprecio.

También regalo a mi gente —sobre todo a familiares y amigos cercanos— obras literarias que no he leído previamente, y en este caso, además de tener en cuenta el gusto particular de cada destinatario, me suelo guiar por los comentarios que sobre las mismas hace alguien en los medios de comunicación que acostumbro a frecuentar, mejor aún si provienen de críticos fiables, de los que con el tiempo han demostrado que merecen mi confianza.