SECCIONES

viernes, 23 de febrero de 2018

El caballo y la mujer

Los mayores de antaño —abuelos, padres, tíos, amigos...— y supongo que algunos de ahora también, con frecuencia trataban de enseñar a sus hijos, sobrinos, nietos... a través de refranes, máximas, dichos... imitando lo que hacía Jesús con sus famosas parábolas. ¡Buena pedagogía!
El consejo arrefranado que a continuación escribo, ¡una gran lección!, me fue transmitido verbalmente por un tío mío, en un claro ejemplo de lo que se suele entender como ¿¡sabiduría popular!? Esto escuché de joven (literalmente, ¡se notaba la cursiva!), más de una vez, según circunstancias que vinieran más o menos al caso:
No prestes tu caballo a nadie
ni lleves tu mujer a fiestas,
pues pudieras terminar:
pobre, cabrón y sin bestias.
¿Está claro lo que se pretendía transmitir?
¿Cómo podríamos calificar este didáctico consejo paternalista?
¿Anticuado?
¿Realista?
¿Reaccionario?
¿Sincero?
¿Machista?
¿Pedagógico?
¿Brutal?
¿...?
¡Un disparate!

viernes, 16 de febrero de 2018

Tú no sabe inglé

¿Se puede reflejar por escrito la forma de hablar de un murciano? ¿Difícil? ¿Imposible? Más bien lo último: imposible, pero no por el hecho de ser murciano. No solo es imposible reflejar con exactitud la forma de hablar de un murciano, lo es también reflejar en la escritura con total precisión la manera de hablar de un madrileño, o la de un andaluz, o la de cualquier otra persona de cualquier lugar. Imposible poner por escrito todos y cada uno de los variados y ricos aspectos sonoros —y los visuales que los acompañan— del lenguaje oral, los de su individual e irrepetible realización por cada persona, sea de donde sea.
Por escrito podemos dar una idea, pero no más allá de acercarnos a la concreción particular de cualquier hablante. Podemos, en definitiva, ofrecer nuestra versión, nuestra captación del hecho sonoro. No existen ni pueden existir signos gráficos lingüísticos suficientes y precisos para llevar a cabo la representación del habla, de cualquier habla, sobre todo de la más coloquial, la menos académica. Por ello el escritor que pretende fidelidad al modelo oral tiene que llenar de explicaciones y aclaraciones el texto en el que trata de reflejar una simple conversación.
Quiero poner un ejemplo que intenta representar la manera de hablar de los cubanos, de una cubana concretamente, una mujer que dirige sus palabras a un tal Bito Manué —Víctor Manuel—, diciéndole que no sabe inglés, que su inglés es de pacotilla. Se trata, como he dicho, de una aproximación, ni más ni menos. Es una poesía de Nicolás Guillén, un poeta cubano, quizá más conocido del gran público por ser el autor del poema utilizado como texto en la famosa canción La muralla, que popularizaron Ana Belén y Víctor Manuel, un poeta al que he frecuentado bastante en busca de estrofas para musicalizar, para su uso en el aula de educación musical.

TÚ NO SABE INGLÉ

Con tanto inglé que tú sabía,
Bito Manué,
con tanto inglé, no sabe ahora
desí ye
La mericana te buca,
y tú le tiene que huí:
tu inglé era de etrái guan,
de etrái guan y guan tu tri.
Bito Manué, tú no sabe inglé,
tú no sabe inglé,
tú no sabe inglé.
No te enamore ma nunca,
Bito Manué,
si no sabe inglé,
si no sabe inglé.
Nicolás Guillén

Los dos versos que dicen «Tu inglé era de etrái guan, / de etrái guan y guan tu tri» se refieren al deporte del béisbol, muy practicado en Cuba. En inglés, se expresa como «strike one, strike two, strike three» (un strike, en pocas palabras, es un fallo del bateador, que es eliminado tras tres de ellos), que para el poeta cubano sería «etrái guan, etrái tu y etrái tri». Bastante claro, ¿no? 

viernes, 9 de febrero de 2018

Defender el duro

A Pepe Fernández
Allá por la mitad del siglo pasado, aquí se celebraban con alguna pompa muy pocos acontecimientos familiares, y la de los pocos que se celebraban en algunas casas —bautismo, comunión, boda...— en nada se parecía a lo que ahora entendemos como pompa: nada semejante al actual estilo rimbombante o cuasi.
Lo normal era que cuando estos acontecimientos se celebraban fuera del ámbito estrictamente familiar, podía llegarle a una familia una invitación para asistir a uno de estos convites (me gusta la palabra «convite» para denominar las celebraciones gastronómicas de esta época), un «banquete» al que, con frecuencia, solo iba uno de los miembros del clan, que se personaba en el lugar de celebración en representación de todos sus familiares.
Los convites de estas celebraciones de entonces, salvo en contadas familias —«pudientes» y/o «sacabarrigas»—, solían tener un menú que ahora se consideraría muy pobre: un bocadillo (de anchoas, de jamón, de salchichón, chorizo, queso..., según poder adquisitivo de los invitantes), un tercio de cerveza, y para postre, un trozo de tortada de bizcocho y merengue y/o unas pastas; poco más: alguna botella de vino, avellanas, torraos, tramusos...
En aquel tiempo y en el pequeño lugar donde transcurrió lo que cuenta este relato, era frecuente la aportación de ¡un duro! como regalo por la familia invitada, algo, desde luego, nada menospreciable entonces, una época (autarquía, cartillas de racionamiento, hambre, miseria...) en que a la mayoría de la gente le costaba mucho ganarlo y en la que con esas cinco pesetas se podían hacer muchas cosas, como, por ejemplo, comprar comida: patatas, arroz, garbanzos, habichuelas...; la carne, el pescado y la leche estaban menos al alcance en muchos de aquellos hogares de la posguerra.
A la casa de los protagonistas de esta historia llegó una de esas invitaciones, concretamente para la celebración de la boda de unos amigos, vecinos muy cercanos en el barrio, y el matrimonio de la casa invitada se puso a conversar sobre lo mal que le venía en esos precisos momentos la invitación, y lo decían por el «obligatorio» desembolso del duro, de las malditas cinco pesetas que, desde luego, no tenían y que tendrían que conseguir apretándose el cinturón más todavía.
Como a lo de escaparse de pagar el duro no le veían una solución fácil, pronto el diálogo pasó a dilucidar qué miembro de la familia iría al convite del acontecimiento. Fue entonces cuando uno de los hijos, que por allí andaba interesado en la cuestión, intervino en la conversación de sus padres para decir que él quería ir, que tenía interés en ello. El padre le dijo que de eso ni hablar, que todavía era un crío. Insistió el niño argumentando que le hacía mucha ilusión porque era muy amigo de uno de los hijos de la familia invitante y que con él se lo iba a pasar muy bien, y añadió que su amigo también tenía interés en que fuera él.
—Que no, hijo, que tú todavía eres pequeño, que no puedes ir.
—Papá, es que Juanito es amigo mío y compañero en la escuela, y también quiere que vaya, que nos lo vamos a pasar muy bien y...
—Que te he dicho que no, que tenemos que ir tu madre o yo, no insistas.
—Pero papá...
—¡Que no, joder! —cortó el padre, cansado por la insistencia del hijo.
—Pero...
—¡¿Qué te he dicho?! ¡¿No te he dicho que no?! ¡¿Es que estás sordo?! —estalló el padre—: ¡¡que tú todavía no defiendes el duro!! —exclamó levantando los brazos y zanjando la cuestión en un tono y un volumen sonoro que evidenciaban su hartazgo; y a continuación, mostrando el dedo índice levantado y mirando a su hijo a los ojos, repitió el mensaje silabeando y articulando con mayor claridad—:
¡¡que tú to-da-ví-a no de-fien-des el du-ro!!

viernes, 2 de febrero de 2018

Fernando y el azar

Últimos años de la década de los setenta y primeros de la de los ochenta. Un servidor acababa de comprar una caravana, a pagar en incómodos y asfixiantes plazos durante tres años, y los miembros de la familia —primero tres y después cuatro— la utilizábamos para viajar, sobre todo en los veranos. Algunas veces, al tiempo que veraneábamos, el paterfamilias, yo, aprovechaba y asistía a algún curso de pedagogía musical —Santander, Burgos, Vigo...— y así pude compaginar el disfrute de las vacaciones familiares con el conocimiento y profundización en metodologías musicales para mí poco estudiadas hasta entonces. Por la mañana asistía a las clases del curso en cuestión y por la tarde todos los miembros de la familia visitábamos aquello que nos interesaba de la ciudad y sus alrededores.
Uno de esos veranos fuimos a Santander, donde la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que allí tenía su sede principal, organizaba un curso de Pedagogía Musical Willems impartido por una flautista francesa. Nos acompañaban en esta aventura, también con su caravana, Ginés Abellán, Maribel Torregrosa y los dos hijos de ambos, con la misma idea que nosotros, la asistencia de los padres al curso y visitar en familia el entorno.
Llegamos al camping, situado junto al faro, y comenzamos con los preparativos: buscamos una buena parcela, colocamos la caravana bien situada y orientada, le «sacamos» las patas, la nivelamos, le ponemos el toldo, instalamos bajo él la mesa, las silletas... y dejamos todo dispuesto antes de salir a hacer una primera visita a la ciudad.
Al poco, minutos después, conduzco callejeando por el casco urbano de Santander, despacio, buscando aparcamiento, cuando de pronto, con clara entonación de mucha sorpresa, escucho que me dice Toñi, mi mujer:
—¡Oye!, ¡¿ese que hay en la acera... no es tu amigo?!
—¿Quién?
—Sí, tu amigo... el que está casado con... una del pueblo, con la hija de...
 —¿¡Quiéén!?
—¿No se llamaba Fernando?
Me inclino un poco hacia mi mujer para poder mirar mejor a través de la ventanilla delantera derecha del coche y, en efecto, casi pegado al vehículo —él no nos ha visto—, veo sobre el bordillo de la acera a Fernando Mancebo, el mayor de los dos hijos de un matrimonio de maestros que vinieron a Santomera en los años cincuenta, Don Pascual y Doña Candela. Pasado el tiempo, Fernando se casó con Conchita, una de las hijas de Juan el Carlos, popularísimo personaje local a quien ya dediqué una entrada en Abonico.
Yo había creído hasta entonces, no sé por qué, que, desde que se fueron del pueblo bastantes años antes de lo que cuento, Fernando y Conchita vivían en Bilbao, por lo que jamás hubiera pensado ni por asomo encontrármelos en Santander. Por ello la sorpresa fue enorme, y una felicísima casualidad, pues, además de que nos teníamos, y tenemos, un notable aprecio recíproco —demostrado mutuamente en sus espaciadas visitas al pueblo—, desde ese momento ambos se convirtieron en nuestros guías particulares y nos mostraron todo lo que, desde un punto de vista exigente, merecía la pena ser conocido en la ciudad, en sus alrededores e incluso en zonas más o menos alejadas.
Quiero decir que Fernando igual te explica el proceso de urbanización de determinado sector de la ciudad, como te lleva a probar esa peculiar y típica ricura gastronómica en un lugar que tú solo no sabrías encontrar, o a visitar cualquier monumento artístico, o te comenta un concierto escuchado en la Plaza Porticada. Sí, porque es sensible e instruido. Además, y esto es muy importante, es una de las mejores personas que he conocido a lo largo —que ya va un trecho— de mi vida. La verdad es que no sé —tampoco es tan importante— si mi amigo estaba de vacaciones o se pidió unos días en el trabajo; lo cierto es que nos dedicó —nos dedicaron— amabilísimamente, todo su tiempo durante los días que estuvimos allí, que no fueron pocos.
Creo que nunca he manifestado expresamente a Fernando y Conchita mi agradecimiento por esa dedicación plena, paciente y sabia. Por si no lo he hecho con la suficiente claridad, en los términos adecuados, aquí va por escrito: gracias, amigos.