SECCIONES

miércoles, 28 de octubre de 2015

En magele dema…

Cuando la veo de vez en cuando por la calle, cargada de niños, aparentemente orgullosa, platicando de sus cosas con otras jóvenes madres, no puedo evitar el recordar que siendo niña, estando todavía en el colegio, ya la sometían a tratamiento para evitar que se quedara embarazada: “se veía venir”, comentan ahora los maestros que la tuvieron en clase por entonces.
Ya en aquella época, como queriendo compensar sus carencias escolares, se enorgullecía de que sabía muy bien fregar, limpiar, poner una lavadora…; decía, utilizando frases de uso común, que era muy curiosa, muy limpia —que dejaba los grifos del cuarto de baño como los chorros del oro; que, tras su limpieza, se podían comer sopas en la taza del váter...— y se veía muy dispuesta, dicharachera, simpática, como muy desenvuelta en estos asuntos; pero el trabajo escolar era un problema imposible para ella; algo en su cabeza le impedía acceder a las labores más o menos intelectuales del colegio.
Cuando muestro, por supuesto que anónimamente, un dictado que hizo estando ya finalizando su etapa de Primaria, los profesionales de la enseñanza a los que se lo enseño no pueden creer lo que tienen delante. Si, junto a lo que ella escribió, no pongo lo que le dictaron, nadie puede “descifrar su versión”.
¿Que no?
Prueben y verán.
Lo que escribió ella:
Lo primero que piensas ante este texto es que puede tratarse de un idioma desconocido: “En magele dema pero a vime quiorato be cosa biega…”, pero no es así; está escrito en nuestra lengua. Además, como pueden comprobar, la letra —caligrafía— es totalmente legible, incluso, buena, pero… ¿qué dice?
Lo que le fue dictado:
 Comparen.
¿Conclusión? 

jueves, 22 de octubre de 2015

Los piensos

Si yo digo, apreciados aboniqueros, frases como “las carreteras no piensan”, o “los corazones están locos”, o… “los aviones se vuelven conejos”, les estaré dando pie para que opinen de mí cualquier cosa, por muy disparatada que sea: que soy un superdotado, un intelectual de altura que se expresa en un raro lenguaje encriptado, o, por el contrario, con más razón, que no ando muy bien de la mollera, o... qué sé yo.
Pero el asunto va por otro camino; las anteriores son frases del Lolo del molino, un personaje del pueblo, que fue famoso por esos discursos tan particulares, y tan elocuentes a veces, sobre todo cuando sabías qué estaba diciendo, cuando conocías de qué iba la cosa; se trata de frases que soltaba aquí y allá, donde se le ocurría, sin pararse a pensar, sin importarle mucho quiénes eran sus destinatarios, sus interlocutores a veces, sus escuchantes en definitiva.
Sus historias pasaron a ser tan populares en el pueblo, en otros tiempos, que, con los años, como suele ocurrir en estos casos (cambios, añadidos, personalizaciones…) se convierten en mitos, en leyendas.
Así, dicen, un día iba el Lolo en el carro —vehículo del que tiraba una yegua y que entonces era un medio normal de locomoción y transporte— y lo paró la guardia civil; cuentan que la benemérita le dio el alto porque había rebasado la línea amarilla continua que separaba los dos carriles de la carretera. Ante la demanda de la pareja de civiles nuestro hombre se despachó a gusto, pues contestó en su media lengua particular y con una entonación que subía frecuentemente el tono dentro de una misma frase, pronunciando unas palabras —o partes de ellas: algunas sílabas— más agudas que el resto, como si le salieran gallos (en La diligencia, de John Ford, el conductor del vehículo habla de manera parecida): “¿Quién ha pisao la raya?, ¡la yegua!, pues… ¡multa a la yegua!”, añadiendo a continuación, “¡ganduleras!, que no hacéis na por las carreteras”.
No creo que haga falta traducirlo, ¿verdad? Pues, bien, los guardias, tras insistir unas cuantas veces, tuvieron que dejarlo porque él no salía de ese bucle de oraciones, que repetía, galleando, una vez tras otra: “¿Quién ha pisao la raya?… ¡Multa a la yegua!… ganduleras...”.
Bueno… pues a lo que vamos. Me cuentan fuentes autorizadas, de las que podríamos llamar de toda confianza, que estando reunidos los mandamases del partido gobernante entonces en la localidad —no sé en qué fechas, pero el partido sí lo sé: es uno que tiene en su emblema un pío-pío, como diría mi nieta Paula—, se asoma el Lolo del Molino al local de reunión —en el que por cierto estaba en ese momento la persona de quien procede esta historia, uno de los mandamases, de ahí lo de fuentes autorizadas— y, al ver las caras de quienes allí estaban, les dijo subiendo un par de veces el tono al agudo:
“vosotros, los piensos
Supongo que la cabeza del Lolo discurriría: “si estos son los que gobiernan, los que deciden en el pueblo, evidentemente deben ser los que piensan”, y, a su manera, se lo dijo a ellos, pero en vez de pensantes o pensadores, le salió los piensos.
Y no le faltaba razón.
Adenda: Los Piensos es el nombre, a propuesta mía, de la tertulia con la que unos cuantos amigos “disfrutamos” en Santomera un par de veces a la semana.
¿Lo han cogido?

viernes, 16 de octubre de 2015

El Titanic y Dios

Primeros años de la década de los setenta del siglo XX.
Como no recuerdo, o no quiero recordar, su nombre, lo llamaremos Don Ceporro, que le va que ni pintado. Don Ceporro era un cura con un corto, aunque enorme —por ancho y carnoso—, cuello: un pescuezo que unía una pelada cabeza pequeña a un cuerpo también corto pero muy voluminoso. Era “profesor de religión” —es un decir— en el Colegio San José, en el que yo trabajé de joven durante unos años, mientras preparaba oposiciones. El personaje del que estamos hablando era un verdadero animal, no solo de aspecto; su cabeza pequeña no lo era solo de tamaño: yo lo recuerdo tan bruto físicamente como tosco y escaso de cerebro.
Un día, explicando en su hora de clase, con zafiedad como en él era habitual, les dijo a los niños de mi tutoría, pausada y teatralmente, tratando de aparentar una autoridad intelectual y académica que no tenía:
—El Titanic era un barco muy grande, grandííísimo —y señalaba abriendo los brazos cuanto podía, exageradamente; los volvía a cerrar y añadía—, y llevaba un letrero que decía: “Este barco no lo hunde ni Dios”.
—¿Sí, Don Ceporrro? —preguntaba algún niño de los más curiosos—. ¿de verdad?
—Sí, ¿y sabéis qué?
—Qué —respondían algunos niños en grupo, esperando la reanudación del relato.
—Que chocó con un iceberg así de pequeñito —y, como si el diminutivo no hubiera sido suficiente, volvía a señalar en el espacio, marcando ahora determinada altura con la mano derecha a menos de un metro del suelo— y se hundió en cinco minutos —y mostraba los dedos de una mano varias veces mientras lo repetía, remarcando muy bien cada una de las distintas sílabas de las dos últimas palabras— ¡se hundió en cin-co mi-nu-tos!
—¿…? —los niños se quedaban con cara de interrogante, preguntando con la mirada, esperando de Don Ceporro la continuación o la moraleja, y esta última llegaba pronto:
—... ¡Que no se puede dudar del poder de Dios! —decía el cura, casi gritando, abarcando a toda la clase con la mirada— ¡que es un pecado gravísimo retarlo! —y, tras una breve pausa, concluía— ¿Habéis comprendido la lección?
—Sííí, Don Ceporro.

sábado, 10 de octubre de 2015

Hoy por ti, mañana por mí

Prehistoria: velas, fotogramas, perros...
Hace ya mucho tiempo leí (no recuerdo el nombre del autor de la ingeniosa imagen pedagógica, Luis Pericot, Martín Almagro, Juan Maluquer..., no sé) que lo que sabíamos de la Prehistoria era tan poco que el enorme período se podía comparar a un extensísimo desierto que conocíamos solo por la luz que nos daban unas pocas velas situadas en él y separadas entre sí por muchos kilómetros de distancia; lógicamente, poco se podía ver, poco podíamos conocer de tal período con tan poca “iluminación”.
Recientemente, sin embargo, la imagen que se plantea es bien diferente: el último símil pedagógico que me he encontrado compara nuestro conocimiento de la Prehistoria con una película a la que le faltan algunos fotogramas.
¡Menudo cambio! Desde luego que hay diferencia entre lo que se sabía sobre la Prehistoria cuando yo la estudié —primeros años 70 del siglo pasado— y lo que se sabe ahora, cuarenta años después.
Siempre me ha interesado el estudio del proceso de hominización (¿humanización?: Aun no somos humanos titulan Eudald Carbonell y Robert Sala una obra suya), la revolución neolítica, los orígenes de la civilización, de las primeras culturas urbanas —Egipto, Mesopotamia—, su introducción en Europa...
Especialmente me han llamado la atención los neandertales y las preguntas, las múltiples teorías, que se han planteado sobre su desaparición, así como la idea de que nos “cruzáramos” con ellos y tuviéramos descendencia común, algo que ahora sí se sabe que ocurrió, pero que hace no tantos años se descartaba. He recomendado muchas veces a mis alumnos y a mis amigos la película En busca del fuego (que utilicé en una entrada de Abonico) para que se hicieran una idea de lo que pudo ser aquello.
Pero lo que leí no hace tanto me pareció de lo más original. Fue en Esos lobos que nos salvaron, un artículo de Rosa Montero publicado en El País Semanal (29/03/2015); en él se introduce la idea, tomada, dice ella, de un artículo de The Guardian sobre un libro que ha publicado un profesor norteamericano, Pat Shipman: The Invaders: How Humans and Their Dogs Drove Neanderthals to Extinction (Los invasores: cómo los humanos y sus perros llevaron a los neandertales a la extinción), en el que propone una novedosa teoría: el hambre, provocada por las condiciones de la glaciación (había menos comida), acabó con los neandertales, mientras que los cromañones, aguantaron el tirón gracias a que se aliaron con los lobos —comienzo de nuestra relación con los perros—: una alianza para la caza, una unión que formó un equipo fructífero y letal; tanto... que cazamos —y a algunos exterminamos— mamuts, leones, búfalos..., y... matamos de hambre a los neandertales.
¿¡Original, no!?
Ahora parece que voy entendiendo mejor el que los humanos mimemos tanto a los perros y vayamos pacientemente detrás de ellos recogiendo sus mierdas en bolsitas: es simple y llanamente compensación. Hoy por ti, mañana...

sábado, 3 de octubre de 2015

Mozart en África

Out of Africa (1985) es el nombre original de una película estadounidense, de Sydney Pollack, que en España se tituló Memorias de África, y en otros países de habla hispana, África mía. Ganadora de 7 Oscars en 1985, la obra está basada, libremente, en una novela de la escritora danesa Isak Dinesen  —sedónimo literario de Karen Blixen, más exactamente Karen Christentze Dinesen—, con guion de Kurt Luedtke y una impresionante fotografía de David Watkin. Los actores principales son Meryl Streep y Robert Redford, que protagonizan uno de los romances más famosos de la historia del cine.
El argumento es simple. A comienzos del siglo XX (1914, comienzo de la Primera Guerra Mundial), una europea decidida y fuerte, Karen Blixen (Meryl Streep), llega a Kenia, donde dirigirá una plantación de café junto a su mujeriego marido, un primo lejano, que le contagia la sífilis, del que no está enamorada y del que termina separándose. La película, sencilla, poética (hay quien la considera —Carlos Aguilar— llana y plúmbea), se centra en la relación de la protagonista —su enamoramiento— con el lugar y sus habitantes, así como en el romance apasionado que mantiene con el cazador Denys Finch-Hatton (Robert Redford).
Isak Dinesen en África
Casi toda la música del film es del compositor británico John Barry (1933-2011), creador del famoso “sonido Barry”, ganador de cinco Oscars, y considerado entre los diez grandes de la composición musical para cine. Es archiconocido sobre todo por su música en una docena de películas de James Bond, así como de la de El león en invierno y Bailando con lobos, entre otras muchas. Pero lo que los amantes de la música recordamos de Memorias de África es, sobre todo, el famosísimo, y más todavía desde entonces, Adagio —un extracto en el film— del Concierto para clarinete, en La mayor, K 622, de W. A. Mozart (su último concierto para instrumento solista, escrito originalmente para clarinete di bassetto). Mozart compuso la obra —para Anton Stadler, clarinetista, amigo y “hermano” masón— a los treinta y cinco años, en octubre de 1791, en Viena, dos meses antes de morir en lo más alto de su madurez creativa.
Detalle de un retrato inacabado 
de Mozart, el mejor según su mujer.
La versión que escuchamos en Memorias de áfrica —en mis lejas, en vinilo—, es la de Jack Brymer, todo un mito, a quien se sitúa a la cabeza de la escuela británica de clarinete.
Brymer fue profesor en la Royal Academy of Music y en la Royal Military School of Music, y solista, entre otras, de la Royal Philharmonic Orchestra, de la BBC Symphony Orchestra y de la London Symphony Orchestra. En esta ocasión está acompañado por la Academy of Saint Martin in the Fields bajo la dirección de Neville Marriner.
Déjense hipnotizar por el encanto del adagio, el movimiento cumbre de un concierto considerado una verdadera obra maestra del último estilo mozartiano, la obra que, para muchos especialistas, hasta hoy, mejor ha hecho justicia al clarinete. La melodía de este movimiento, tierna, íntima y aparentemente sencilla, es de una belleza sublime, símbolo de levedad y serenidad en una obra en la que destaca su extraordinaria delicadeza expresiva y tímbrica.
Pero no paren aquí; busquen el movimiento completo y escúchenlo, y, después, los otros dos; escuchen el concierto entero: dense un homenaje.