SECCIONES

viernes, 31 de agosto de 2018

Tras su posterior traslado

En el pueblo, mucho más pequeño y con mucha menos población en aquellos años de mi infancia, cuando alguien moría, la Cherrina del Oso, una mujer que recuerdo poco agraciada físicamente (me dicen que psíquicamente también), con aspecto bastante dejado (yo, equivocado, relacionaba su aspecto con su apodo), iba de casa en casa informando de viva voz del deceso en cuestión y anunciando cuándo iba a ser el entierro y cuándo la misa: Llegaba la Cherrina, abría un poco la puerta de la casa, que entonces no solía estar cerrada con llave, se asomaba al interior, dejaba su mensaje y volvía a entornar o cerrar la puerta.
Ahora, desde hace ya bastantes años, la labor de la Cherrina suele realizarla un coche equipado con megafonía, que recorre con lentitud y minuciosidad las calles de la localidad y sus alrededores anunciando por sus altavoces el fallecimiento de alguien, diciendo dónde se encuentra el cadáver e informando sobre la ceremonia, el lugar del entierro, el día, la hora...
Estuve mucho tiempo escuchándolo. Después, el error fue corregido; hasta entonces, cada vez que pasaba el coche por las cercanías de mi casa anunciando una defunción, yo abría alguna ventana, incluso salía a la terraza, para poder apreciar mejor lo que pronto consideré una «joya» de la comunicación, un bestial disparate lingüístico. Aquí tienen, en (di)simulado y en diferido, lo que salía por el altavoz del coche anunciante:
Señores vecinos:
Les comunicamos que ha fallecido, a los setenta y cinco años de edad, la señora Agustina Martínez, más conocida como Agustinica la Espigá, esposa de Ángel Segura, el Tendero.
Sus familiares les estarán eternamente agradecidos si les acompañan a la misa funeral que tendrá lugar hoy, Dios mediante, en la iglesia parroquial de Santogudo, a las seis de la tarde, tras su posterior traslado al cementerio de dicha localidad.
Casa mortuoria: Tanatorio de Santogudo, Sala cinco.
Fíjense bien en lo subrayado y resaltado en negrita: 
«tras su posterior traslado»
Ya digo, fue mucho tiempo el que estuve escuchándolo; ahora, repito, lo han corregido y dicen «y [a] su posterior traslado», que es lo que querían decir antes con tan disparatado desacierto.
¿Qué les parece? ¡¿Cómo un algo puede ir tras otro algo que a su vez va detrás de él?!
¡Y los licenciados en filología, en paro!


viernes, 24 de agosto de 2018

Un sexto especial (y 2)

Tras la sesión de la mañana, cada día, a la hora de la comida, la mayor parte de estos alumnos tenía que desplazarse al comedor del centro escolar del que dependía aquel sexto especial, y lo hacía a patita, recorriendo —ida y vuelta, pues había clase por la tarde—, con el riesgo inherente, un buen tramo de la transitada carretera que cruzaba el pueblo. La directora del centro (Señorita Rottenmeier la llamaban los alumnos entre sí, influenciados por los dibujos animados de entonces), advertida del peligro que ello suponía, tomó la decisión de que maestro y alumnos «especiales» se mudaran al aulario principal del colegio, y allí fueron «aparcados» en un pequeño cuchitril sin ventanas (solamente, muy altos y muy pequeños, unos pocos respiraderos).
Intentó enseñarles las divisiones, algo muy difícil pues la mayoría no sabía las tablas de multiplicar; así que resolvían, colectivamente y muy de la mano del maestro, problemas sencillos de la vida cotidiana, copiaban textos y dibujos fáciles, hacían dictados de nivel elemental... y, muy importante, para compensar la muy deficiente lectura de aquel alumnado, diariamente les leía él, y recuerda al respecto que entre las lecturas que utilizó triunfó Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, que les gustó mucho.
Salían a la cercana huerta a buscar regalicia, y allí también capturaban ranas y culebras (estaban acostumbrados y nunca supieron que al maestro estos «bichos» le hacían poca gracia), animales que introducían en grandes tarros de cristal improvisados como acuarios y terrarios; y quienes se portaban bien, como premio, podían de vez en cuando sacar a los animales para que tomaran el sol en el patio del colegio.
No es fácil recibir directamente el reconocimiento personal de un alumnado así, pero algunos casos sí se dieron. Una de las niñas de la clase estuvo enferma una buena temporada y, creyendo que no volvería a clase, mandó a su maestro una carta que este todavía conserva. En ella le decía que en la escuela nunca la habían tratado tan bien como él lo había hecho, y le daba las gracias, provocando la emoción de este, que no mucho después se enteró de que la zagala se había ido con el «novio», un joven y alocado macho de la zona, todo un «personaje» con «buena cabeza», del que por lo oído se había enamorado y…
Con el tiempo, poco ha sabido de Mari Carmen, de Juanito, de Diego, Pepe, Charly, Julián…, aunque alguna vez, hace ya bastantes años, coincidió con alguno de ellos, con quien rememoró aquel curso escolar de antaño, sobre todo la fiesta prenavideña en el aula. También, pasados los años, en alguna ocasión se encontró en algún bar con la cuenta pagada, y cuando le dijeron quién lo había hecho, saludó con aprecio a alguno de aquellos alumnos especiales. Actualmente, sus recuerdos, teniendo en cuenta que entonces era un novato, son casi de satisfacción por el trabajo realizado, y dice «casi» porque piensa que podría haber hecho más por aquel sexto especial.
Últimamente, ya jubilado, el azar ha propiciado su encuentro con la hija de uno de aquellos alumnos, una chica que le ha proporcionado la localización del paradero de su padre, que lleva una tienda familiar en el pueblo donde vive y al que el maestro está pensando visitar, para saber qué ha sido de aquel alumnado, de aquellas personas tan «especiales», de aquellos alumnos, a muchos de los cuales tan poco había favorecido la vida cuando los conoció.
 

viernes, 17 de agosto de 2018

Un sexto especial (1)

Fue en el curso escolar 1978-1979, y así, «sexto especial», fue denominado el grupo que le adjudicaron al maestro con menos experiencia de todo el claustro del colegio, a él precisamente. ¿Se imaginan por qué llamarían 6º especial a aquel grupo de escolares? Lo de «sexto» es evidente: ese era el nivel del curso en la entonces vigente EGB; y lo de «especial», porque... (sí, entonces se podía y se solía hacer) ese sexto, esa clase había sido conformada con un grupo de pobres zagales elegidos entre los más desfavorecidos que había en el colegio, repetidores casi todos, y algunos requeterrepetidores y por tanto ya bien pasados de edad para ese nivel; y... sí, se los adjudicaron al maestro más novato del centro, y, además, el aula de esta clase fue ubicada fuera y lejos del edificio principal del colegio, en una casa vieja de un barrio periférico de la localidad.
Ya el primer día de clase, primer problema serio; de entrada, en la calle, la madre de una alumna le dice al maestro que no piensa dejar que su hija (desde luego bastante «desarrollada», aunque solo físicamente, como pronto pudo comprobar el docente) entre a clase con los mindangos que hay a la vista, que su hija ya es una mujer y que no…, que no se fía. Al maestro le costó convencerla y ahora no recuerda los detalles de cómo lo hizo, los argumentos que utilizó.
Lo que se encontró el joven magister en aquel sexto especial fue un alumnado también «especial», muy especial; sobre todo, un alumnado particularmente duro, de lo más duro por él conocido hasta entonces y —ahora lo sabe— desde entonces; un alumnado encallecido por circunstancias familiares, escolares, culturales…: sociales en definitiva. Y, además de muy duro, y quizás por ello, era un alumnado resistente (acostumbrado a castigos y palos: al mal trato), tenazmente resistente a la pedagogía tradicional, la de la letra con sangre entra.
Lo típico. Ya se sabe: alumnos con un vocabulario escaso donde muchas palabras son sustituidas por muletillas y tacos de todo tipo, donde expresiones como «mecagüen…», «si te meto una…», «que te den…»… estaban, a comienzos de curso, dentro de clase, a la orden del día, como también lo estaban todo tipo de ofensas, riñas y peleas. Por ello se le ocurrió al maestro, y lo ofreció a sus alumnos, poner un bote sobre su mesa, una hucha de hojalata a la que irían echando —él incluido— un duro por cada taco, por cada cagada, por cada ofensa, actitud violenta, falta clara de respeto... Lo acumulado en el bote —les garantizó a los chiquillos— sería utilizado en una merienda con la que toda la clase se convidaría en los días previos a las fiestas de Navidad, tres meses después.
Al principio no se lo tomaron muy en serio; bromeaban sobre ello e incluso se provocaban unos a otros para sonsacar al compañero el taco y, con él, la moneda correspondiente:
Ayer por la tarde vi a tu paere —decía un alumno a otro, tratando de pillarlo desprevenido—: iba borracho en la bicicleta.
¡Un capullo! —se apresuraba a contestar enfadado el segundo chaval— ¡eso es mentira!
¡Maestro! —dirigiéndose al docente, le faltaba tiempo al primero para denunciar a su compañero—, ¡este ha dicho «un capullo»!, ¡que eche un duro al bote!
También, aunque solo al principio, se dio el caso de algún gallito que preparaba la moneda por adelantado, llamaba después la atención del maestro, lo miraba desafiante, soltaba el taco y, sonriendo, dejaba caer las cinco pesetas en la hucha.
Con el tiempo, la cosa se fue «normalizando», dentro del poco margen que había para ello. Lo cierto es que llegadas esas previstas fechas navideñas, en el bote había tres mil y pico pesetas que, desde luego, como había sido acordado, fueron empleadas en refrescos, en pan y en companaje para hacer bocadillos, resultando de todo ello una buena e inolvidable fiesta.
Continuará.

viernes, 10 de agosto de 2018

El Mañana

Hoy, las preocupantes molestias ocasionadas por mis añosas cervicales herniadas me abocan a la aflicción, a la pesadumbre. Quizás sea por ello el que precisamente en estos malos momentos me venga a la cabeza un poema de José Emilio Pacheco, unos versos que, aunque referidos a otros «horrores de ahora», a continuación comparto en Abonico.
EL MAÑANA
A los veinte años nos dijeron: «Hay
Que sacrificarse por el Mañana».
Y ofrendamos la vida en el altar
Del dios que nunca llega.
Me gustaría encontrarme ya al final
Con los viejos maestros de aquel tiempo.
Tendrían que decirme si de verdad
Todo este horror de ahora era el Mañana.
José Emilio Pacheco:
Como la lluvia, Visor, pág. 57.

viernes, 3 de agosto de 2018

Estimulación

Llegando a casa me encuentro en la calle a una vecina que espera para entrar al edificio en que vivimos ambos, una mujer que no tiene la paciencia suficiente para aguantar con buen talante a que su hija, una niña pequeña que la acompaña y a quien previamente ha dado la llave de la cerradura, termine de abrir la puerta de entrada a nuestra comunidad de vecinos. Intransigente, se queja la buena señora y riñe a la niña porque (dice bien alto para que yo la oiga) «no sabe abrir la puerta», le reprocha a la chiquilla que «menudo tostón» tiene que aguantar con ella, que le pide las llaves para abrir y resulta que no sabe hacerlo, que tarda un año.
«No, señora —pienso de inmediato, aunque me lo callo—, la filosofía debe ser la contraria»: hay que tener paciencia y decirles a los pequeños, desde muy temprana edad, que lo hacen bien, que son útiles, que ayudan mucho, que sin ellos, sin su contribución, no podríamos hacer las cosas tan bien como cuando «colaboran» con nosotros.
Resulta que a tareas que odiarás y de las que huirás siendo adulto, te acercas de niño con ilusión, porque te gusta hacerlas o ayudar a hacerlas, y más cuanto más joven; te gusta ser útil, ser «grande»; y así ocurre por ejemplo con los primeros recados —mandaos— y otros quehaceres realizados por cualquiera, al principio dentro de la propia vivienda, después a lugares cercanos y por fin a otros más «aventurados».
***
De muy niño, un servidor se sentía importante creyendo que le era de gran ayuda a la moza de la casa en la realización de algunas pequeñas tareas domésticas, como la de poner la mesa, la de tender la ropa o la de hacer las camas, algo esto último de lo que me quedó un grato recuerdo: Había que quitar la ropa del todo, doblar el colchón por la mitad, primero hacia un lado, golpearlo —me gustaba— y después realizar la misma operación tras doblarlo en la otra dirección —golpes de nuevo: disfrute—; a continuación se extendía el colchón, se uniformizaba la borra de su interior evitando en lo posible los mendrugos y, ordenadamente, con meticulosidad y medida, se volvía a colocar la ropa sobre él, bien puesta, con cuidado: sábana bajera, sábana encimera, mantas, cobertor... y, por último, el bonito dobladillo de la parte que había quedado sobre la almohada. Ahora, que no me gusta nada, al hacer mi cama, me acuerdo a veces de aquella pretendida y cuidada perfección, de aquel esmero para hacerlo bien, y ello, supongo, por contraste con la rapidez y poco cuidado con que, para salir del paso, soluciono últimamente el problema.
***
Siendo muy niño también, el menor de mis hijos se quejaba de que siempre le tocaba a su hermano hacer los mandaos a las tiendas del barrio, y recuerdo la cara de alegría que puso cuando su madre le encomendó su primera tarea fuera de las cuatro paredes del hogar, el día que lo mandó a comprar huevos a la tienda que había junto a nuestra casa de entonces. (Aun así, la mamá, vigilante por si acaso, desde el balcón observaría la salida del pequeño a la calle y su itinerario de ida y vuelta). Tras hacer la compra, el niño volvía ufano de la tienda llevando en la mano la bolsa de los huevos y en la cara una notable sonrisa de satisfacción: todo perfecto. Comenzó a subir la escalera que conducía al piso (la puerta de abajo, la de la calle, permanecía abierta durante todo el día), pero, debido a su tamaño, tanto el del niño —pequeño—, como el de la bolsa —grande—, esta última llegaba a tocar los cercanos escalones amenazando con la rotura de los huevos; ¿y…? Pues... el chiquillo, resolutivo, alejó la bolsa de los escalones dándole un buen impulso para pasarla por encima del hombro y echársela a la espalda. ¿Que cómo quedaron los huevos?: imaginen.
***
Desde hace tiempo observo cómo mis nietas quieren hacer las cosas sin ayuda, solas, pues (según ellas, y dependiendo de para qué) son «mayores»: comer, lavarse las manos, ir al aseo y limpiarse...; también se empeñan en ayudarnos a los mayores en muchas tareas, algunas de ellas —¿la mayoría?— fuera de su alcance. De modo que cuando salgo en verano a la terraza para desplegar los toldos, ante el empeño de las niñas por ayudarme, les digo, para que se sientan útiles, que, mientras yo manejo la máquina que extiende o enrolla las lonas, cada una de ellas debe sujetar con firmeza una de mis adrede y teatralmente temblorosas piernas, para que así su abuelo pueda realizar mejor el trabajo; y, ¿saben qué?, que funciona: se sienten importantes, muy importantes, ya me encargo yo de destacarlo, pues creo que es algo muy valioso en pedagogía, una pedagogía que tradicionalmente se ha empeñado en señalar lo que el educando ha hecho mal, cuando hubiera sido mucho más conveniente destacar sobre todo lo que hace bien.
En un mediodía de mucho calor del último verano pasado, me encontraba a punto de salir a la terraza para «sacar» los toldos cuando Paula, la mayor de mis nietas, me dijo que quería salir conmigo para ayudarme. Dirigiéndome a las dos (es importante no dejar fuera a la pequeña), les dije que hacía mucho calor a esa hora para que ellas salieran a pleno sol, a lo que Paula me contestó que, entonces, si no salían ellas conmigo, qué iba a pasar si me temblaban las piernas al manejar la máquina, que quién me las iba a sujetar si no estaban ellas para hacerlo. Tan maravillosa argumentación me arrancó una buena sonrisa, y no tuve más remedio que darle, además de un besazo, la razón; así que dejé que salieran ambas conmigo en pleno mediodía de agosto y, segundos después, durante la faena, les agradecí expresa y exageradamente lo bien que me sujetaban las piernas, una cada niña, para evitar el temblequeo que la dichosa máquina me transmite cuando la utilizo estando las chiquillas conmigo.