SECCIONES

viernes, 31 de mayo de 2019

Khaleesi Martínez

Ocho de abril de 2019. Hospital Reina Sofía. Tengo cita para la consulta del doctor Saura, el otorrino que me lleva tratando ya dos años de un traumatismo acústico causado por un sonido fuerte e imprevisto, un ruido no esperado (solo lo esperaba el individuo que lo provocó). Previamente a la consulta me tienen que hacer una prueba para ver cómo ando de audición: una audiometría. Terminada esta me dirijo a la puerta de la consulta de otorrino, espero a que salga la auxiliar del médico y le entrego los papeles de la cita; la mujer, muy profesional y amable, me dice que tengo que esperar y me indica dónde, y, ante mi cara de extrañeza porque el lugar no aparece a la vista, añade que no me preocupe, que ella me avisará, que va saliendo periódicamente de la consulta y asomándose a la sala de espera para nombrar a los pacientes según les corresponda.

Estoy algo tenso pensando en —temiendo, en realidad— una considerable disminución de mi capacidad auditiva desde que me realizaron la audiometría anterior. Voy a la sala de espera, me siento y me dispongo a leer Escrito con la lengua, de Roger Wolf (suelo llevar algún libro en la mano cuando voy a una consulta médica, pues el tiempo de espera… nunca se sabe); y antes de iniciar siquiera la concentración en el libro escucho, y veo también cuando miro en la dirección del sonido que me llega, a una niña pequeña, de unos tres años más o menos, que, muy ruidosamente, da la lata a su madre y al resto de los que allí esperamos, y lo hace con insistencia, sin interrupción y de manera maleducada, elevando demasiado su molesta, aguda… chillona voz infantil.

La madre, una chica muy joven, bastante mona, blandita de carácter en apariencia, se lo consiente todo, y con mucha paciencia y voz suave le dice reiteradamente a la niña, intercalando una y otra vez la palabra «cariño», que se porte bien, como una niña buena, que si así lo hace le va a comprar nosequé… Y a mí se me ocurre pensar que, aunque mal educada, menos mal que el trato que recibe la chiquilla es bueno, cariñoso, dulce… Hasta que oigo que la madre se harta y, con modales menos impostados, más duros, le ordena a la hija de mala manera que se esté quieta (sale a relucir el ordeno y mando, con expresiones como «por mis cojones» y alguna otra del mismo estilo), y esto lo hace la chica sujetando y zarandeando a la niña con firmeza, incluso con violencia, ya no con los tiernos y cariñosos modos de antes.

Al rato asoma por la puerta de la sala de espera la auxiliar del médico y en voz bien audible aunque no muy alta nombra un par de veces, con breve pausa intermedia, a la madre de la niña para que acuda a consulta: «Francisca Martínez, Francisca Martínez»; esta se apresura a coger a la zagala de la mano mientras le dice, ahora de nuevo con dulzura otra vez impostada, sin elevar la voz: «Vamos, Khaleesi [así se escribe, lo he buscado, y significa princesa en un lenguaje inventado por George R. R. Martin, el autor de Juego de tronos], vamos, que han llamado a mamá, venga, cariño», al tiempo que responde verbalmente a la enfermera y levanta la mano para hacerse ver.

Quizás no debería decirlo, pero escuchar el nombre de la chiquilla, tras el de la madre, parece que me ayuda a entender mejor las escenas presenciadas; por lo menos eso me digo mientras me dispongo a tomar nota para que lo visto y oído no pierda frescura en el relato que ya en ese momento se me ocurre perpetrar.


viernes, 24 de mayo de 2019

Papá José

A mi abuelo, mi «papá José», padre de mi madre, cuando venía a la casa de mis padres siendo yo niño, lo recuerdo casi siempre tocado con sombrero negro y sentado en una silla de madera de morera con asiento de soga de lía frente al mostrador de la tienda y junto a la puerta principal de entrada, la que daba a la carretera general.
Me acuerdo de su orondo cuerpo vestido con un traje de pana de color negro; de su cara morena, redonda, mollar, blanda y no muy arrugada; de su pescuezo, cuarteado en rombos; de los lóbulos de sus orejas, blanditos y algo bailones; y de sus labios carnosos y ensalivados, con algo de brillo en el de abajo, que sobresalía un poco y en el que de vez en cuando se podía ver algún resto de papel de fumar a él adherido.
Todavía se mantiene con claridad entre mis recuerdos lo mucho que le gustaba fumar un tabaco negro de picadura que se vendía prensado en bloques, unos paquetes llamados cuarterones, bien fuera en pipa o en toscos y deformes cigarros como porras liados con sus manos regordetas y morenas.
Con menos claridad me viene el recuerdo —sí, difuminado— del olor que emanaba su cuerpo, su olor personal; he supuesto después que sería un olor parecido al de la mayoría de los hombres mayores de entonces, un olor que ahora me costaría describir pero que situaría alrededor del sudor (favorecido por una más que dudosa higiene), del tabaco y de la propia vejez. 
También permanecen frescos en mi memoria algunos rasgos de su carácter, como despreocupado, bromista, divertido entonces para mí. Una de las veces que vino a visitarnos para quedarse unos días con nosotros, mi hermano, algo eufórico al recibirlo, le dijo: «abuelo, mi mamá ha hecho veinte pelotas para el cocido». «¡Uy qué bien! —contestó el viejo—, diez pa ti y diez pa mí».
Y quedó para siempre en mi cabeza que sus «blasfemias» se resumían en dos, ambas muy repetidas y relacionadas con los mixtos: «me cago en los mixtos de trueno» y «me cago en el mixto pateao» (este pateao, articulado «pa-teao», reduciendo a dos golpes de voz la pronunciación de sus cuatro sílabas).

viernes, 17 de mayo de 2019

¿Con qué ojos?

Me pregunto a menudo qué criterio prevalece en mis recuerdos cuando pienso, hablo, escribo… sobre mí y sobre otras personas, lugares, situaciones… de aquellos ya muy lejanos años de mi infancia. ¿Prima en la evocación lo que, por información y formación posterior, sé ahora de todo aquello, o se impone lo que supo mi cerebro de entonces?
Quizás, como suele ocurrir, en un prudente término medio esté la respuesta, y la solución sea una mezcla ¿azarosa?, ¿oportunista?, ¿sabia?...— de ambas percepciones, un a veces inseguro revoltijo que termina imponiéndose en mi cabeza de ahora, donde, de alguna manera, se amalgaman y se retocan recíprocamente lo que sintieron mis sentidos de entonces y concluyó mi cerebro de aquellos años, con lo que ha llegado a mis sentidos con posterioridad y ha acabado coligiendo mi cerebro después y ahora.

viernes, 10 de mayo de 2019

Jeromín

Una tarde de un verano reciente, en la terraza de la heladería Roma, desde una mesa algo alejada de la nuestra —cinco o seis metros—, [el] Jeromín, en broma, intimidaba a mis nietas con gestos de una de sus manos, que llamaba a las niñas (palma hacia abajo diciendo «ven» con el movimiento de los dedos), y las amenazas de la otra, con el gesto de dar unos azotes (palma hacia arriba y movimiento lateral): Venid, que os vais a enterar, les decía manualmente; y las chiquillas —teatreras, muy teatreras—, exagerando su miedo, se alborotaban y acudían corriendo a mí para que —más teatrero aún: en eso soy especialista— las acogiera entre mis brazos.
Jeromín es el nombre de un peculiar personaje que enriquece nuestro ya de por sí diverso y rico paisanaje local. Tiene toda la cara de Bill Clinton (He debido decir tenía; quizás ahora, ya no tanto): rubio, ojos claros grisazulados, piel también clara, nariz con porrita... Últimamente lo veo más estropeado, como si hubiera envejecido unos cuantos años de golpe.
Anda ya un tiempo jubilado (tendrá ahora setenta y pocos años) y trabajó toda su vida como albañil, un peón adiestrado por su padre como ayudante para su propio servicio; juntos formaron pareja laboral y trabajaron inseparablemente hasta el retiro del viejo. Después, al hijo lo empleó un primo suyo, también constructor, que lo tuvo en nómina hasta su jubilación.
Jeromín (mejor con el artículo delante: el Jeromín) es sordomudo, aunque mudo lo es a su manera. Ya de joven lo era, y he pensado muchas veces que tuvo que oír bien en su infancia porque algunas —no sé si muchas— de las palabras que a su modo articula se parecen —bastante en algunos casos— a como son pronunciadas aquí por otros paisanos, de lo que deduje hace tiempo que su sordera debe ser postlocutiva (Pregunto ahora y me dicen que sí, que se debe a una meningitis que sufrió de niño).
En su jerga particular (y transcribo por aproximación pues sería imposible hacerlo con exactitud), él es Tomín, y a su amigo Juanito, el Guti, le dice Guaito —quizás Uaito—; los pensionistas son los petonítah, y dice peeño en vez de pequeño, como decía petétah refiriéndose a las pesetas (si decía petétah no, quería decir sin pesetas, sin dinero); y por ahí van sus «pronunciamientos». ¡Ah!, y así, muy cercanamente a como se los escribo a continuación, suenan los días de la semana salidos de su boca (las «ges» y las «jotas», suaves, como aspiradas): úngeh, páhteh, mejóeh, huéveh, víngeh, tojanto y jominlo.
Cuando te ve por la calle, a menudo te para y, como necesitado de interlocutor, se pone a «hablar» contigo, a decirte cualquier cosa: sobre lo ricos que son los conejos que cría en su casa, en la huerta, sobre lotería, sobre quinielas o sobre cualquier acontecer reciente del pueblo… Mal asunto si no lo entiendes, porque se molesta; y si le dices que sí, que de acuerdo, y se da cuenta de que no te enteras de lo que te está diciendo —y suele percatarse—, peor aún, se enfada igualmente, y entonces te lo repite con ayuda fonomímica y utilizando la palma de la mano izquierda como una pizarra mini en la que simula escribir con la punta del dedo índice de la mano derecha, pues sabe leer y escribir, fue a la escuela de niño, y seguro que no sería de los torpes.
Es un quinielista empedernido, por ello puede sacar y mostrarte su quiniela y explicártela en medio de cualquier calle o plaza en cuanto te descuides un poco, calculando lo que va a ganar con sus aciertos, algo que tiempo atrás expresaba en petétah.
Tiene mucha fuerza y es muy bruto. No sé si controla bien ese exceso de energía y, sobre todo, su impulso motor. Y como quiere demostrarte lo fuerte que es, a menudo, cuando te topas con él, vayas solo o acompañado de quien sea, te muestra, exhibicionista —a ti y a tus acompañantes—, sus desarrollados bíceps, mientras a su manera tan gestual te dice que está tan fuerte porque hace flexiones y otros ejercicios gimnásticos, y, tras ello, te aprieta en exceso la mano que te choca o te aplica una dolorosa pinza —inútil que te resistas— en alguna frágil parte del cuerpo; todo ello hasta que cedes y te quejas debido al daño que te está haciendo. Inmediatamente, sacando pecho, con aire de satisfacción, cabeza erguida y nariz para arriba, te dice: «tú, abaho» (y acompaña su «abajo» con un gesto despectivo de la mano en el aire), «yo, ahíba» (y acompaña su «arriba» con un gesto manual positivo). A continuación, orgulloso, se aleja del lugar de su demostración con la pose corporal de «ahí queda eso».

viernes, 3 de mayo de 2019

En barreño

En los días más fríos de aquellos inviernos, sobre todo por las mañanas, recién levantado, te lavabas con mucha pereza («como los gatos», te decían que hacías), un poco los ojos con las puntas de los dedos humedecidas apenas en el agua de una zafa y... a disimular, antes de que viniera alguien mayor de la casa y te lavara de verdad, restregándote sin piedad para limpiarte bien la cara, el cuello, las orejas… ¡qué desagradable!
Ya un poco más «grande», para atenuar el problema, calentabas tú mismo en el fuego un cazo con agua que después ibas mezclando con la fría que habías echado antes en la zafa. Y unos años más tarde te lavabas ya en aquel primitivo primer lavabo de un cuarto de aseo que no llegaba a tal categoría, al que tardaría todavía mucho en llegar el calentador de agua (en realidad nunca lo hizo a ese impostor cuarto de baño), y que cuando llegó (a uno posterior, este sí dotado al completo: lavabo, bañera, inodoro y bidé) tanto agradeciste, pues con agua templada o caliente era más llevadero el acicalado.
De muy niño, sobre todo si hacía frío, te bañaban semanalmente o a intervalos de tiempo incluso mayores; sobre todo lo hacían para las ocasiones, en los días más señalados; y para ello era utilizado un lebrillo de barro o —recuerdo mi caso— un barreño de zinc, pues aún no había llegado el plástico, que se impondría años después. En cualquier caso, te bañaban introduciéndote parcialmente en un diminuto recipiente con agua a la que iban añadiendo poco a poco pequeñas cantidades de otra previamente calentada en una olla puesta directamente en el fuego de una cocina que primero fue de leña y después de petróleo —«gas» lo llamábamos— hasta que llegó el butano, que tantas prevenciones destapó en un principio con su revolucionaria llama rojazulada.
Para su uso en el baño barreñero, en mi casa solía haber —no en vano teníamos tienda— alguna pastilla de jabón «de olor» (llamado «del bueno» para diferenciarlo del otro tan basto que era el «de lavar» la ropa), un jabón cremoso de agradable aroma, que recuerdo de un color verde suave y envuelto en papel amarillo y blanco, de la marca Heno de Pravia, el más vendido de los pocos —¿¡el único!?— de esta clase que había en la tienda que mi familia tenía en el pueblo.
Y ya enredaos con lo del baño, aprovechaba tu madre y te lavaba también la cabeza con un terroso champú en polvo, un lavado de pelo que acababa con un último enjuague a base de agua con vinagre, el eficaz antiparasitario «perfumado» de la época.
Para entonces ya habías pasado un buen rato metido en el agua, y, por efecto del prolongado remojo, empezabas a arrugarte, «como los garbanzos» te decían los mayores, y tú, para comprobarlo, te mirabas sorprendido las yemas de los dedos, blandas, blancas y surcadas de rugosidades.
¡Había que ver cómo terminaba el agua del barreño!