SECCIONES

viernes, 5 de enero de 2018

¿Clarinete o correa?

No era raro que los niños de mi época escucharan en aquellos años (no era mi caso pero en el pueblo había familias marcadas), en boca de algunos mayores y con el miedo que eso daba, frases como estas: «¡Como me quite la correa...!», o «¡Si me suelto la correa, te vas a enterar!», o «Si das lugar a que me saque la correa, cobras». Había variedad en torno a la correa, y había diálogo, que diría Gila. Y ello en distintas variantes léxicas y con versiones de entonación de significados igualmente diversos. Y el niño que eso escuchaba sabía perfectamente lo que significaba. Incluso había una expresión que indicaba la dureza extrema que podía llegar a alcanzar la dichosa correa: «tirar con la hebilla», la parte metálica de la correa y, por lo tanto, la que más daño puede infligir al castigado.
Bastantes años después, dos clarinetistas, muy buenos ambos, me contaron, cada uno en su momento y por separado, el efecto que, de niños, la correa había tenido en su posterior habilidad con el clarinete: ¿principio de causalidad? En uno de estos casos, el primero que expondré, hablamos de correa literalmente, y en el otro, el segundo en la narración, lo hacemos figuradamente, pues el refuerzo estimulante de la violencia no tenía en él una traducción exacta en correazos. Yo, desde que las conocí, suelo relacionar ambas historias.
El primero es —lo conozco desde hace bastantes años— un muy buen profesor de clarinete, catedrático actualmente en un conservatorio de la Comunidad Valenciana. Me contó que de niño aprendió música en la banda de su pueblo. Iba periódicamente a clase, y su padre, que tocaba el bombo en la misma agrupación musical, cuando iba al ensayo, tenía la costumbre de preguntar al profesor si el pequeño se había sabido la lección esa semana; si el profesor decía que sí, que se la había sabido, santas pascuas y alegría. El problema venía cuando la respuesta era negativa; si el profesor contestaba que no se había sabido la lección, el padre, con el entrecejo fruncido, le decía inmediatamente al niño, por lo bajo: «¡tira para casa!». El chiquillo, sabiendo lo que le esperaba, desganado, comenzaba a caminar delante de su padre, en silencio, mirando al suelo, y cuando llegaba a la vivienda entraba automáticamente en la habitación habitual para el asunto a tratar; allí, su progenitor se quitaba la correa y le daba una «pasada» (¡de correazos, claro!), y así, de esta forma tan pedagógica, el padre tenía garantizado que su vástago se supiera la lección durante una buena temporada, al cabo de la cual la memoria flaqueaba y venía el siguiente fallo, con vuelta al didáctico protocolo de la correa, y así sucesivamente.
El segundo de nuestros personajes es ya muchos años clarinete solista en una orquesta de cierta importancia en nuestro país y también profesor en un conservatorio. Su relación con el instrumento, siendo niño, no pudo comenzar mejor, pues cuando su padre le dijo que había decidido que estudiara clarinete, él contestó que no; papá no insistió tercamente, pero solo tuvo que llevarlo unos cuantos días a trabajar duro al campo para que su conversión al clarinetismo se produjera como por arte de magia.
De niño —se lo he escuchado en más de una ocasión— se ponía a estudiar clarinete hasta que oía alejarse la Vespino de su padre, que salía de casa para cualquier quehacer; inmediatamente, el zagal dejaba el pito y se dedicaba a otros menesteres más divertidos, entretenimientos y juegos que, por supuesto, le gustaban más; pero, ¡ojo!, siempre con la oreja pendiente para poder escuchar el sonido del vehículo cuando volviera el padre. Cuando con su fino oído advertía en la lejanía la para él inequívoca sonoridad de la moto, tomaba rápidamente de nuevo el clarinete y seguía estudiando para que pareciera que no había dejado de hacerlo durante todo el tiempo que papá había estado fuera.
En este segundo caso, ya lo he dicho, no me consta que hubiera correa en un sentido literal, no la había, pero la idea es la misma o parecida en ambos, igual filosofía: la de la letra, con sangre entra, o, mejor dicho, el clarinete, con correa entra.
Pero, ¡claro!, no siempre esta tesis sobre la aplicación de la correa da como resultado clarinetistas con éxito. También recuerdo algún caso en el que ni con correa —muy pero que muy literalmente— se le pudo sacar punta al individuo en cuestión, como ocurrió hace muchos años —más que en los casos anteriores narrados— con un niño muy duro del que contaremos solo una anécdota.
Un día, enfurrunchao porque su madre ha hecho de comer mondongo, el chiquillo le dice a esta que no quiere, que no piensa comer «pellejos».
Llamamos mondongo a los intestinos y panza de las reses, y especialmente los del cerdo, dice el diccionario de la RAE; pero aquí en Murcia, el guiso de mondongo se suele hacer con trozos de intestino y panza de cordero o de ternera; también son añadidas, en algunos lugares de nuestra tierra, las manos —pezuñas— de la res. El mondongo con garbanzos, con su aroma a hierbabuena, se cocina aquí, quizás, desde hace siglos, y es conocido también con el nombre de callos, que no hay que confundir con los ídem madrileños, también muy ricos.
La madre amenaza al zagal con llamar al padre, hombre de reconocida fuerza y brutalidad, pero ni así logra doblegar al niño. Entonces, la pobre mujer, viendo que el pequeño cerril se sale con la suya, hace venir al marido, que se presenta en la escena e inmediatamente echa mano a la correa y hace el gesto de tirar de ella para sacarla de las trabillas del pantalón, al tiempo que dice muy seriamente al chiquillo:
—¿Qué prefieres, mondongo o correa?
Aunque sabe que el padre no va de broma, el pequeño —ya digo, bastante cerril, de los duros— todavía prueba un poco más y responde retador:
—¡Correa!
El padre, que sigue amenazando con el cinturón cogido por la hebilla, da un tirón, lo saca del todo y…
—¡Mondongo!, ¡mondongo! —le falta tiempo al duro renacuajo para contestar, y repite otra vez para que quede bien claro— ¡mondongo!
Aunque, pasado el tiempo... lo sabemos: ni con correa se le pudo sacar el partido pretendido.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Cruzando los dedos

Jubilado ya unos años, cruza los dedos intranquilo ante el cada vez más menguado futuro que —galopante, dice él— se le va echando encima, temiendo por la evolución de una pensión que no progresa adecuadamente, preocupado por el posible batacazo de una paga todavía «decente» pero in crescendo descendente; e igualmente, o más preocupado aún, cruza los dedos por una salud que..., ¡qué casualidad!, idem: todavía «decente» pero… también in crescendo descendente.
Tras la jubilación quiso mantener parte de su actividad docente dando unas clases, pero se lo pusieron difícil: «entregue usted la mitad de su pensión»; así que dejó las clases y desde entonces dedica ese tiempo a escribir en un blog que comenzó a publicar en Internet por esas fechas. Pensó: «A ver si soy capaz, si el resultado es decente; a ver lo que aguanto, a dónde puedo llegar...». ¿Pretexto?: dejar una huella, si no indeleble, sí menos perecedera, para que el día de mañana sus nietas puedan conocer de primera mano —la suya— quién y cómo era su abuelo. Sin embargo —piensa—, lo que se oculta tras este pretexto es bastante más complejo: entraría dentro de las no tan sencillas respuestas al interrogante sobre por qué se escribe.
La verdad es que sus esperanzas blogueras intuían al comienzo una fecha de caducidad no muy distante en el horizonte, pero va a comenzar su quinto año y ahí sigue. Y se entretiene. Y encuentra «decente» el resultado. Le gusta.
Sí. Así que... con los dedos cruzados… a ver qué…

viernes, 22 de diciembre de 2017

Colegios de pobres

Mientras pudieron, porque vivían en la capital, porque lo tenían cómodo, porque su nivel económico se lo permitía y porque lo consideraban muy importante, tuvieron a sus hijos, dos chicos y una chica, muchos años, en colegios privados; y no en cualesquiera, no, tuvieron en Maristas a los dos varones y en Jesús María a la hembra, por todo lo alto, como debe ser.
Solo cuando la situación comenzó a empeorar y se trasladaron al pueblo por necesidades del trabajo, fueron matriculados los cachorros —¡a ver qué remedio les quedaba!— en la enseñanza pública.
Ante la perspectiva del colegio público, uno de los hijos varones, el menor, preguntó a la madre:
—Mamá, ¿qué es un colegio público?
La madre, ama de casa, convencida de la enorme superioridad del dinero, de lo privado, de la importancia de la posición social…, de la «categoría» en definitiva, respondió a su hijo, sin pestañear, sin despeinarse, con los anillos bien puestos y con el conocimiento que dan unos estudios… bueno… ¡ejem!... escasos:
—Un colegio público —contestó— es un colegio de pobres.
Así lo dijo, sin ruborizarse lo más mínimo; y eso que estaba yo delante, maestro de un colegio público, que sí conozco la verdadera diferencia que hay entre lo público y lo privado, gran diferencia, por cierto, a favor de lo público, ¡claro!
Pues bien, solo el pequeño de la familia, que estudió en un colegio de pobres, que después siguió en un instituto de pobres, y que, posteriormente, lo hizo en una universidad de pobres, solo él cursó estudios superiores y llegó a egresar de la universidad con una licenciatura.

Como colofón, este único componente familiar que disfrutó de los beneficios de la enseñanza pública desde la EGB hasta la universidad, y que, incluso, posteriormente, tras años de mucho esfuerzo, sacó unas oposiciones que le permiten un dignísimo trabajo de docente en centros públicos de educación secundaria, lleva a sus hijos a un centro privado.

viernes, 15 de diciembre de 2017

¡Hola, pichas!

Me lo he encontrado hace poco: todo un hombre. Han pasado veintitantos años. Le he contado la anécdota y no la recuerda: era muy niño entonces.
Iba yo hace esos veintitantos años paseando por la Calle de la Gloria (¡Qué buen nombre para una calle que te conduce al cementerio!: es la ruta en el pueblo para llevar los cadáveres a enterrar) y pasaba junto a la plaza del Ayuntamiento cuando llegó a mis oídos, como de lejos, una aguda voz de timbre infantil:
«¡Hola, pichas!»
Dos palabras pronunciadas con bastante entonación, yo diría que cantando un poco separadas las dos sílabas de cada palabra, entonándolas con un intervalo musical de una tercera menor descendente entre ellas —entre cada pareja de sílabas—, un intervalo muy sencillo de cantar, muy infantil, propio de los comienzos del aprendizaje en entonación vocal en música.
Bueno… a lo que vamos. No recuerdo si es que me di por aludido y, en ese caso, por qué, o simplemente lo hice por curiosidad; lo cierto es que giré la cabeza y miré en la dirección de la que creía venía el sonido. ¿Que qué vi?: un niño de unos siete años, alumno mío entonces en el colegio, que, desde lo alto de una de las ventanas de la que supuse era su vivienda, dirigiéndose a mí, volvía a elevar una voz de timbre y tono  inequívocamente infantiles para, por si no me había enterado la primera vez, decirme de nuevo:
«¡Hola, pichas!»
Sorprendido, descolocado —no sabía qué hacer—, sonreí, quizás un poco fríamente pero lo hice, lo saludé con un leve gesto de la mano y seguí mi camino.
Posteriormente, en el colegio, lo llamé al orden; sin acritud, pero se lo dije: «¿¡tú crees que está bien que, en plena calle y a grito en boca, llames “pichas” a tu maestro!?». Me escuchó con cara extrañada, que denotaba no saber por qué no estaba bien saludar con aprecio, con cariño, a su maestro de música diciéndole «¡hola, pichas!» de la manera más tierna que sabía hacerlo. Sí, con cariño, porque eso es lo que hizo, saludarme cariñosamente.
La palabra «picha» es un sustantivo que significa pene, miembro viril, pero aquí en el pueblo, y desconozco la zona por la que se extiende, tanto en singular como, sobre todo, en plural —pichas—, es un cariñoso apelativo (también lo son los diminutivos pichica, pichiquia, y sus plurales: pichicas y pichiquias), como lo fue en su momento cuñao o puede serlo, ahora, tío. «¿Puede haber sido —me pregunto— un contagio del extendido pisha andaluz?».
Supongo que ese «¡hola, pichas!» que afectuosamente me dedicó con tanto desparpajo mi joven alumno, incluso en el caso de que pueda ser considerado irrespetuoso por algunos, es parte del precio a pagar por esa buena relación, ese trato lúdico que he procurado mantener en mis clases a lo largo de mi carrera docente, trato del que siempre me he sentido orgulloso y del que otros docentes, lo he podido comprobar, huyen como de la lumbre, no sea que los pequeños les pierdan el respeto y se les suban a la chepa.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Una elegía por el C3

Fue un viernes. Lo sé porque todos los años la celebramos ese día de la semana, el segundo o tercer viernes del mes de diciembre. Celebramos lo que comenzó siendo una cena —después, comida— de los entonces mayores de cincuenta tacos que quisieron acudir de entre los de todo el pueblo, no todos amigos, claro, pero sí conocidos en aquella Santomera bastante más pequeña de nuestra infancia.
Y fue —he mirado el calendario— en la comida del segundo de los viernes de diciembre de 2014. Estábamos sentados a la mesa, juntos, uno al lado del otro, Antonio Campillo Ruiz —el Bamboso— y yo; y entonces me habló por primera vez de un tío suyo, técnico electricista de la marina republicana al comenzar la guerra civil, cuyo cuerpo está atrapado desde 1936 en el interior de un submarino que permanece todavía sumergido en aguas del Mediterráneo frente a la costa de Málaga, que fue hundido por los alemanes en un acto de piratería poco después de comenzada la guerra civil española. (Sí, por los alemanes, según me dijo Antonio, que no estaban en guerra con la República Española, pero ayudaron definitivamente al bando rebelde franquista a ganar «su cruzada»).
El 12 de Diciembre de 1.936 el Submarino Republicano C3 patrullaba en las cercanías de Málaga, cuando recibió el impacto de un torpedo disparado por el submarino alemán U34 […] (Rita Campillo Ruiz)
Antonio el Bamboso es una de las personas más simpáticas y estimulantes que te puedes encontrar en la vida, con una sonrisa luminosa y un talante muy animador: «arreador». Es algo mayor que yo, que tengo más o menos la edad de su hermana, Rita, a la que admiré con envidia durante mis años juveniles —¡ah, los remordimientos!— viéndola tan trabajadora, estudiosa, seria... una estudiante ejemplar, algo en lo que yo no me consideraba siquiera bueno; Rita cursaba piano en el conservatorio además de sus estudios de bachiller, y yo hacía el mindango: en barbecho.
Bueno… pues dos días después de esta referida comida anual «de los mayores», domingo, me encontré, en Dactyliotheca, el blog de Antonio, una entrada que consiguió emocionarme, un artículo que hizo asomar las lágrimas a mis ojos varias veces a lo largo de su lectura, que me obligó a hacer grandes esfuerzos, y no con éxito precisamente, para contener el llanto.
Cuenta el Bamboso en su emocionante recreación («El silencio de los héroes EL HONOR») cómo dos niños —él y su hermana— se las arreglan una tarde, «en aquella casona de la abuela», para entrar en una habitación cerrada a cal y canto, y cómo descubren algunos de los secretos mejor guardados de una familia con los labios sellados en aquellos años todavía de postguerra prolongada. En esa habitación, bien guardadas, permanecían las «cosas» («papeles, fotografías y aparatos extraños») del tío de los dos fisgones (Joaquín Ruiz Baeza, hermano de la madre de los chiquillos), muerto al comienzo de la guerra civil, un hombre, dice su sobrino, «que defendió la libertad y el honor respetando la voluntad de la mayoría de los españoles», desempeñando su trabajo de cabo electricista en un submarino leal a la República Española, el C-3.
Rita, con el tiempo, recopiló información sobre su tío, la amplió, la contextualizó y completó con datos de la época, y con todo ello escribió un libro que se puede consultar en Internet (Los sueños perdidos. Crónica de un marino español), y renunció a sus derechos de autoría en favor de una muy buena edición en papel llevada a cabo por la Universidad Politécnica de Valencia.
Joaquín Ruiz Baeza
(portada del libro)
Cuando en aquella comida de hace tres años Antonio me contó la historia de su tío, me sentí atraído de inmediato por ella, pero fue después, al leer su artículo, cuando pensé en una elegía in memoriam del C-3, y desde ese primer momento me vino a la cabeza la música que podía utilizar, la Elegía, Op. 24, de Gabriel Fauré, una preciosa obra para violonchelo y piano de la que resaltan los especialistas su «expresividad y bella pureza», y que a mí, desde que conozco la historia del submarino republicano hundido tan miserablemente, me conmueve más que antes, pues la pienso en relación, ahora ya inseparable, con el C-3 y con Joaquín Ruiz, el tío de Antonio y Rita.
Mientras piensan en lo que les he contado, escuchen la obra, muy bien interpretada por Steven Doane (violonchelo) y Barry Snyder (piano), contenida en un CD editado por la discográfica Bridge en 1993.




viernes, 1 de diciembre de 2017

Juanbragas

Soy un tiquismiquis. Me complico la vida excesivamente, incluso por pequeñeces que en absoluto tienen la importancia que les doy. ¿¡A quién se le ocurre, si no, detenerse tanto con el título de esta entrada!?: pues... a mí; y... ¿en qué me detengo?: pues... en cómo escribirlo: ¿Juan bragas, Juanbragas, juanbragas?
La primera duda que me surge es si lo escribo con dos palabras, Juan bragas, o con una sola, Juanbragas. La individua a la que se lo escuché decir lo «soltaba» con mala leche y como de un tirón, así que he optado al final por una sola palabra. Después me surge otra duda: la de si escribir esa palabra, ya dentro del artículo, con mayúscula inicial o con minúscula, ¿Juanbragas o juanbragas?, pues tampoco tenía muy claro si dicha individua lo decía como un sustantivo (nombre propio, y entonces tendría que aplicar la mayúscula inicial) o como un adjetivo —y sería con minúscula—, que es como al final me decido a escribirlo. Así pues, una sola palabra y con minúscula: juanbragas (con «ene» antes de «be»).
¿Se entiende mejor ahora lo de tiquismiquis?
***
(A mi amigo Ambrosio)
Tras unos sesenta años transcurridos, perdura todavía en mi cabeza una escena muy triste y violenta que viví en el colegio de monjas al que me mandaron mis padres en mi niñez. El «espectáculo» fue protagonizado por Ambrosín, un heroico niño a quien dio en llamar juanbragas una docente (la podemos llamar así pero era una tiparraca indeseable —monja, ténganlo en cuenta—, una verdadera «individua»), y lo hacía constantemente y con un destacable y machacón desprecio.
Fíjense cómo lo pondría calificándolo así cada dos por tres que un día, el chiquillo, muy pequeño todavía —también esto hay que tenerlo presente—, harto de tanto juanbragas y de tanta inquina, estalló y se encaró valiente y violentamente con la monja gritándole de todo —de hijaputa para arriba—, al tiempo que, según podía, dada la diferencia de edad y, por ende, de envergadura, se lanzaba a darle manotazos y a tirarle a la paupérrima educadora todo lo que pillaba a mano, sillas incluidas.
La escena del niño desencajado, muy fuera de sí, arremetiendo contra la monja, gritándole de todo y dándole golpes como podía, no he podido olvidarla nunca, y en alguna ocasión la he comentado con su protagonista y amigo mío de siempre, Ambrosio, el excelente adulto que había potencialmente «dentro» de Ambrosín, una persona que ha dedicado su vida a la docencia y a quien como docente, buen docente, no creo capaz de hacer a alguno de sus alumnos, ni en las peores circunstancias, lo que a él le hizo la individua aquella.
El protagonista acaba de «recomponer» la versión que yo tenía en la mente. Me ha contado recientemente que su estallido entonces fue una respuesta rebelde a la hipocresía de la monja, que, primero lo había mandado al cuarto de las ratas, y cuando volvió, muy afligido, se puso a consolarlo haciéndole mimos, y, claro, el chiquillo explotó y arremetió contra ella.
Ambrosio, cuyo nombre, como él me recuerda de vez en cuando, viene de «ambrosía», que significa «manjar de los dioses», es una de las personas que tengo como ejemplares en distintos aspectos de la vida. Desde luego que hay un enorme trecho entre el concepto del término «ambrosía» y el de «juanbragas», y, con toda seguridad, nuestro personaje, Ambrosín antes y Ambrosio ahora, no se acerca en absoluto a lo que pudiera significar el segundo de ellos en la mente calenturienta de la monja, y sí se aproxima y mucho a lo que significa el primero: ambrosía, manjar de dioses.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El comisario Mariano

Hace ahora un año que, todavía recuperándome de una entonces reciente operación quirúrgica, asistí a la presentación de la primera —espero que no la última— novela de Mariano Sanz (El Comisario Soto, Raspabook Editorial, 2016), una obra que casi inmediatamente, a las pocas horas de la presentación, esa misma noche, me lancé a leer y en pocos días acabé.
Quizás sea demasiado atrevimiento por mi parte entrar a comentar públicamente la novela de Mariano, pero así como él dijo en la presentación que no es un escritor profesional y se había atrevido con la obra, yo, que no soy crítico profesional, entro en el comentario de la misma. Vaya por delante que si no me hubiera gustado la ópera prima novelística de nuestro juez de paz no habría escrito este artículo, y, también, aunque no es el caso, que si me viera en la tesitura de tener que comentar «obligadamente» una obra escrita por un amigo, creo que me inclinaría primero por las bondades del amigo y después por las del autor, como leí hace un tiempo que decía hacer Sergio del Molino.
Para mí, un libro bueno —sigo en el criterio a Vicente Verdú— es aquel que te hace levantar de vez en cuando la cabeza, que te hace pensar, sea porque te descubre algo importante o porque te confirma en lo que ya conoces, o te lo matiza, «tocándote» las neuronas; así que cuando lo terminas no eres exactamente el mismo que lo empezó: algo ha cambiado en ti. ¿Consigue eso El Comisario Soto? Sí, desde luego, pues Mariano retrata muy bien a sus personajes y también, y esto es algo que me interesa mucho, el país en el que se mueven esos personajes. Así pues: paisaje y paisanaje conseguidos.
En El Comisario Soto encontramos interesantes reflexiones «marianas», algunos fragmentos de las cuales he escaneado para ofrecerlos (ad pedem litterae) en Abonico. Se trata de sabrosas cavilaciones dedicadas...
Al panem et circenses
El cine y el fútbol, eran los pasatiempos del domingo para una población temerosa, trabajadora y aletargada que se contentaba con migajas de diversión inocente. El panem et circenses llevaba funcionando con éxito desde la época de Julio César, según contaba Juvenal; eran tiempos de miseria ideológica, de silencio, temores y conformismo. [...]
A las iglesias
Las iglesias —pensó el Comisario— no se construyen para honrar a los dioses, sino para impresionar a los hombres haciéndoles ver la magnitud del inquilino a través de lo excelso de la morada. Desde los tiempos más antiguos, los chamanes necesitaron rodearse de pompa para impresionar a sus congéneres. Lo verdaderamente importante era el fasto, la envoltura mayestática que rodeaba lo imaginado; un Papa o un jefe de estado en paños menores o en bañador no impresionan, en cambio un Papa tocado de Camaurgo de armiño y botines rojos de cabritilla, con mitra y sobre la silla que llevan los acólitos, como los esclavos paseaban a los faraones egipcios, ya es otra cosa. Desde esa posición cualquier cosa que diga se acepta como directamente del poder divino. [...]
A los ricos y pobres: al capital
En cada época de la historia los gobiernos decían luchar por la igualdad social, por la solidaridad entre los hombres, por el logro de los mismos derechos elementales para todos, pero lo cierto es que los ricos eran los poderosos de cada momento, tenían acceso al bienestar y decidían el destino de los pobres, cuya única aspiración era la de dar el salto a la clase de los poderosos, seguramente para comportarse de la misma forma que ellos y reproducir así el círculo inacabable al que la humanidad llevaba atada desde sus inicios. Los verdaderos gobernantes no eran los políticos, ni siquiera los generales golpistas que encabezaban dictaduras, sino las oligarquías manejadas por el capital que siempre permanecía emboscado, pero eficaz.
A la posguerra
No era cierto, el triste periodo no estaba olvidado, quizás no lo estaría nunca, las heridas que se cierran en falso continúan sangrando durante mucho tiempo. En la desdichada guerra a la que nos habían abocado los salvadores de la patria había perdido todo el mundo. No había familia que no tuviera uno o más muertos en alguno de los bandos, muchas de ellas en los dos. Algunos, más instruidos o más osados, se atrevían a hablar de los crímenes franquistas, de los poetas, escritores y gente de la cultura sacrificados por el Régimen; de los que habían muerto asesinados como García Lorca, o en una cárcel lóbrega, como Miguel Hernández, y de los que habían padecido persecución y destierro, Alberti, Emilio Prados, Gómez de la Serna, Cernuda o Machado que, viejo y fatigado no pudo pasar de Colliure donde su tumba se convirtió pronto en lugar de secreto peregrinaje para disidentes. “Estos días azules y este sol de la infancia”, decía un papelajo arrugado que encontraron en sus bolsillos, quizás su último verso, que muchos repetían en voz baja.
Al Opus Dei
[...] Camino había sido un librito de tintes elitistas con la insoportable carga de exclusivismo religioso y burgués de una religión para ricos. Era guía de cabecera de los Cursillistas de Cristiandad, un movimiento de religiosos seglares pretendidamente moderno, inspirado en las premisas del Opus Dei, basado en catarsis colectivas donde los cursillistas abjuraban en público de sus pecados. El multitudinario espectáculo de clausura congregaba a los actores de cada cursillo, y a muchos asistentes de los eventos anteriores, que se sumaban al acto para acompañar y fortalecer a los hermanos recién incorporados al redil, en el que debían hacer almoneda pública de sus pecados. La Ultreya acababa entre lágrimas histéricas y votos de eterno arrepentimiento que los antiguos pecadores iban manifestando por turno. Cuanto más pecados, más arrepentimiento, más lágrimas y más histeria, como en la parábola del hijo pródigo. Cuanto peor había sido la vida del réprobo, con más cariño lo recibía el padre a la vuelta.
Al hablar en catalán
En el Liceo estaba mal visto, o por lo menos poco elegante, hablar en catalán, considerado como una lengua de payeses. La censura oficial de la “una grande y libre” se empeñaba en erradicar la lengua catalana de las escuelas y la vida pública. El castellano de los vencedores había inundado todo el país, en un intento de uniformar España que no tardaría en manifestarse inútil y contraproducente. De esos polvos se arrastrarían lodos durante muchos años, quizás para siempre.
El idioma catalán se refugió en el entorno familiar, en los pueblos y en las masías donde con frecuencia el que no accedía era el castellano. Algunos chicos campesinos, cuando les llegaba el momento de “servir a la patria”, pasaban grandes dificultades y encajaban más de una bofetada por no adaptarse con la rapidez exigida a “la lengua del imperio”, que chapurreaban con dificultad. En los cuarteles, hablar catalán estaba penado con el calabozo, más o menos dilatado según el talante del mando que hubiera sorprendido al imprudente. Editoriales, como Cavall Fort, utilizaron los libros infantiles, los comics y otros subterfugios para seguir publicando en catalán. Hasta los más conspicuos catalanistas entre los amigos de los Soto, utilizaban el castellano en público, a menudo con unos catalanismos más que cómicos y un acento que traicionaba su origen. Sus hijos se educaban en castellano, única lengua oficial y autorizada en los colegios.
Y podría seguir con algunas referencias más, por ejemplo, a la lectura (págs. 189-190), a la música (págs. 193-195)... pero ya está bien, ¡que estoy contando la peli entera! Mejor que lean ustedes el libro, quienes no lo hayan hecho ya, y comprueben lo que les cuento y más, como el uso de expresiones y palabras añejas hoy en desuso (un ejemplo: la evocadora —para mí— «zocata», referida a un artilugio que se vendía en la tienda de mi padre), además, todo de primera mano, la del propio autor.
A estas alturas del comentario intuyo lo que pasa por la cabeza de algunos de ustedes; casi seguro que estarán pensando con cierta suspicacia: «¿Entonces… todo bien, nada en contra, ningún pero? ¿Por eso has dicho lo del amigo primero y el autor después? ¡Menudo listillo!».
Bueno... ya que me aprietan... En los contras resaltaría que quizás haya faltado un poco de paciencia para pulir más el texto, algo que veo como misión del autor, sí, pero también de un corrector/sugeridor. Creo que, en los tiempos que corren, con el abaratamiento de la publicación de libros, se han perdido muchos de esos profesionales que buscaban errores y mejoras en las futuras publicaciones, porque se han perdido también esos competentes editores que ayudaban a los autores con sus consejos e indicaciones para conseguir una obra más consensuada, si no impecable, sí más pulida, mejor acabada.