Soy un tiquismiquis. Me
complico la vida excesivamente, incluso por pequeñeces que en absoluto tienen
la importancia que les doy. ¿¡A quién se le ocurre, si no, detenerse tanto con
el título de esta entrada!?: pues... a mí; y... ¿en qué me detengo?: pues... en
cómo escribirlo: ¿Juan bragas, Juanbragas, juanbragas?
La primera duda que me surge es
si lo escribo con dos palabras, Juan bragas, o con una sola, Juanbragas. La individua a la que se lo
escuché decir lo «soltaba» con mala leche y como de un tirón, así que he optado
al final por una sola palabra. Después me surge otra duda: la de si escribir
esa palabra, ya dentro del artículo, con mayúscula inicial o con minúscula, ¿Juanbragas o juanbragas?, pues tampoco tenía muy claro si dicha individua lo
decía como un sustantivo (nombre propio, y entonces tendría que aplicar la
mayúscula inicial) o como un adjetivo —y sería con minúscula—, que es como al
final me decido a escribirlo. Así pues, una sola palabra y con minúscula: juanbragas (con «ene» antes de «be»).
¿Se entiende mejor ahora lo de
tiquismiquis?
***
(A
mi amigo Ambrosio)
Tras unos sesenta años
transcurridos, perdura todavía en mi cabeza una escena muy triste y violenta
que viví en el colegio de monjas al que me mandaron mis padres en mi niñez. El «espectáculo»
fue protagonizado por Ambrosín, un heroico niño a quien dio en llamar juanbragas una
docente (la podemos llamar así pero era una tiparraca indeseable —monja,
ténganlo en cuenta—, una verdadera «individua»), y lo hacía constantemente y
con un destacable y machacón desprecio.
Fíjense cómo lo pondría
calificándolo así cada dos por tres que un día, el chiquillo, muy pequeño
todavía —también esto hay que tenerlo presente—, harto de tanto juanbragas y de tanta inquina, estalló y
se encaró valiente y violentamente con la monja gritándole de todo —de hijaputa para arriba—, al tiempo que,
según podía, dada la diferencia de edad y, por ende, de envergadura, se lanzaba
a darle manotazos y a tirarle a la paupérrima educadora todo lo que pillaba a
mano, sillas incluidas.
La escena del niño desencajado,
muy fuera de sí, arremetiendo contra la monja, gritándole de todo y dándole
golpes como podía, no he podido olvidarla nunca, y en alguna ocasión la he
comentado con su protagonista y amigo mío de siempre, Ambrosio, el excelente adulto que había potencialmente «dentro» de Ambrosín, una
persona que ha dedicado su vida a la docencia y a quien como docente, buen
docente, no creo capaz de hacer a alguno de sus alumnos, ni en las peores
circunstancias, lo que a él le hizo la individua aquella.
El
protagonista acaba de «recomponer» la versión que yo tenía en la mente. Me ha
contado recientemente que su estallido entonces fue una respuesta rebelde a la
hipocresía de la monja, que, primero lo había mandado al cuarto de las ratas, y cuando volvió, muy afligido, se puso a
consolarlo haciéndole mimos, y, claro, el chiquillo explotó y arremetió contra
ella.
Ambrosio, cuyo nombre, como él
me recuerda de vez en cuando, viene de «ambrosía», que significa «manjar de los
dioses», es una de las personas que tengo como ejemplares en distintos aspectos
de la vida. Desde luego que hay un enorme trecho entre el concepto del término
«ambrosía» y el de «juanbragas», y,
con toda seguridad, nuestro personaje, Ambrosín antes y Ambrosio ahora, no se
acerca en absoluto a lo que pudiera significar el segundo de ellos en la mente
calenturienta de la monja, y sí se aproxima y mucho a lo que significa el
primero: ambrosía, manjar de dioses.
La maldad implacable no posee límites, Pepe. Y es, precisamente, este el signo que han tenido varios ministros y sirvientes de un adoctrinador dios con el que hemos vivido y, machaconamente asimilado, a la temprana edad en la que se produjeron los hechos que relatas. La pedagogía que poseían en nuestra infancia algunos enseñantes era tan perniciosa que lo normal habría sido que nuestros padres, ¡pobres entusiastas de que sus hijos aprendiesen mucho más que ellos…!, se diesen cuenta de ello y nos hubiesen quitado de sus garras inmediatamente. A pesar de todo hemos tenido lo que siempre llamo valentía para llegar a ser profesores y de entre ellos, muy significativos y excelentes profesionales. Esta desgracia por la que tuvo que pasar Ambrosio es descartada al instante cuando se conoce su esmerada metodología de trabajo, proyectos y realizaciones como profesor y como didacta a lo largo de su actividad profesional. Yo la conozco porque los alumnos de la Facultad de Educación que han sido seleccionados por mí para realizar prácticas bajo su tutela y enseñanzas, en el CEIP “Ricardo Campillo”, han expresado siempre su inmensa satisfacción por conocer y poder aprender de la labor docente que ha desarrollado en su aula.
ResponderEliminar¡Enhorabuena por tus años de servicio, Ambrosio!
La pedagogía de muchos de los enseñantes que conocí como alumno era perniciosa, Antonio; ya me hubiera gustado tener un maestro como Ambrosio, pues no soy partidario de la letra con sangre entra, no; entra mejor con buen trato, con buen ejemplo, y también, en mi caso, con música.
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