No era raro
que los niños de mi época escucharan en aquellos años (no era mi caso pero en
el pueblo había familias marcadas), en boca de algunos mayores y con el miedo
que eso daba, frases como estas: «¡Como me quite la correa...!», o «¡Si me
suelto la correa, te vas a enterar!», o «Si das lugar a que me saque la correa,
cobras». Había variedad en torno a la correa, y había diálogo, que diría Gila. Y ello en distintas variantes léxicas
y con versiones de entonación de significados igualmente diversos. Y el niño
que eso escuchaba sabía perfectamente lo que significaba. Incluso había una
expresión que indicaba la dureza extrema que podía llegar a alcanzar la dichosa
correa: «tirar con la hebilla», la parte metálica de la correa y, por lo tanto,
la que más daño puede infligir al castigado.
Bastantes años después, dos
clarinetistas, muy buenos ambos, me contaron, cada uno en su momento y por
separado, el efecto que, de niños, la correa había tenido en su posterior
habilidad con el clarinete: ¿principio de causalidad? En uno de estos casos, el
primero que expondré, hablamos de correa literalmente, y en el otro, el segundo
en la narración, lo hacemos figuradamente, pues el refuerzo estimulante de la
violencia no tenía en él una traducción exacta en correazos. Yo, desde que las conocí,
suelo relacionar ambas historias.
El primero es
—lo conozco desde hace bastantes años— un muy buen profesor de clarinete,
catedrático actualmente en un conservatorio de la Comunidad Valenciana. Me
contó que de niño aprendió música en la banda de su pueblo. Iba periódicamente
a clase, y su padre, que tocaba el bombo en la misma agrupación musical, cuando
iba al ensayo, tenía la costumbre de preguntar al profesor si el pequeño se
había sabido la lección esa semana; si el profesor decía que sí, que se la
había sabido, santas pascuas y alegría. El problema venía cuando la respuesta era negativa; si el
profesor contestaba que no se había sabido la lección, el padre, con el
entrecejo fruncido, le decía inmediatamente al niño, por lo bajo: «¡tira para
casa!». El chiquillo, sabiendo lo que le esperaba, desganado, comenzaba a
caminar delante de su padre, en silencio, mirando al suelo, y cuando llegaba a
la vivienda entraba automáticamente en la habitación habitual para el asunto a
tratar; allí, su progenitor se quitaba la correa y le daba una «pasada» (¡de correazos, claro!), y
así, de esta forma tan pedagógica, el padre tenía garantizado que su vástago se
supiera la lección durante una buena temporada, al cabo de la cual la memoria
flaqueaba y venía el siguiente fallo, con vuelta al didáctico protocolo de la
correa, y así sucesivamente.
El segundo de
nuestros personajes es ya muchos años clarinete solista en una orquesta de
cierta importancia en nuestro país y también profesor en un conservatorio. Su
relación con el instrumento, siendo niño, no pudo comenzar mejor, pues cuando
su padre le dijo que había decidido que estudiara clarinete, él contestó que
no; papá no insistió tercamente, pero solo tuvo que llevarlo unos cuantos días
a trabajar duro al campo para que su conversión al clarinetismo se
produjera como por arte de magia.
De niño —se lo he escuchado en más
de una ocasión— se ponía a estudiar clarinete hasta que oía alejarse la Vespino de su padre, que salía de casa para
cualquier quehacer; inmediatamente, el zagal dejaba el pito y se dedicaba a otros
menesteres más divertidos, entretenimientos y juegos que, por supuesto, le
gustaban más; pero, ¡ojo!, siempre con la oreja pendiente para poder escuchar
el sonido del vehículo cuando volviera el padre. Cuando con su fino oído
advertía en la lejanía la para él inequívoca sonoridad de la moto, tomaba
rápidamente de nuevo el clarinete y seguía estudiando para que pareciera que no
había dejado de hacerlo durante todo el tiempo que papá había estado fuera.
En este
segundo caso, ya lo he dicho, no me consta que hubiera correa en un sentido
literal, no la había, pero la idea es la misma o parecida en ambos, igual filosofía:
la de la letra, con sangre entra, o, mejor dicho, el clarinete, con correa
entra.
Pero, ¡claro!,
no siempre esta tesis sobre la aplicación de la correa da como resultado
clarinetistas con éxito. También recuerdo algún caso en el que ni con correa —muy
pero que muy literalmente— se le pudo sacar punta al individuo en cuestión,
como ocurrió hace muchos años —más que en los casos anteriores narrados— con un
niño muy duro del que contaremos solo una anécdota.
Un día, enfurrunchao
porque su madre ha hecho de comer mondongo, el chiquillo le dice a esta que no
quiere, que no piensa comer «pellejos».
Llamamos
mondongo a los intestinos y panza de las reses, y especialmente los del cerdo,
dice el diccionario de la RAE; pero aquí en Murcia, el guiso de mondongo se
suele hacer con trozos de intestino y panza de cordero o de ternera; también
son añadidas, en algunos lugares de nuestra tierra, las manos —pezuñas— de la
res. El mondongo con garbanzos, con su aroma a hierbabuena, se cocina
aquí, quizás, desde hace siglos, y es conocido también con el nombre de callos, que no hay que confundir con los ídem madrileños,
también muy ricos.
La madre amenaza al zagal con llamar
al padre, hombre de reconocida fuerza y brutalidad, pero ni así logra doblegar
al niño. Entonces, la pobre mujer, viendo que el pequeño cerril se sale con la
suya, hace venir al marido, que se presenta en la escena e inmediatamente echa
mano a la correa y hace el gesto de tirar de ella para sacarla de las trabillas
del pantalón, al tiempo que dice muy seriamente al chiquillo:
—¿Qué prefieres, mondongo o
correa?
Aunque sabe que el padre no va
de broma, el pequeño —ya digo, bastante cerril, de los duros— todavía prueba un
poco más y responde retador:
—¡Correa!
El padre, que sigue amenazando
con el cinturón cogido por la hebilla, da un tirón, lo saca del todo y…
—¡Mondongo!, ¡mondongo! —le
falta tiempo al duro renacuajo para contestar, y repite otra vez para que quede
bien claro— ¡mondongo!
Aunque, pasado el
tiempo... lo sabemos: ni con correa se le pudo sacar el partido pretendido.
Otros tiempos, otras formas.Hoy quizás habría que amenazar con quitarle el móvil que incluso creo sería más efectivo...
ResponderEliminarMe ha encantado leer lo de "cerril" jajaja tipicamente nuestro.
Un abrazo Pepe.
Conoces perfectamente a aquel niño “cerril” del artículo; posiblemente sea no mucho mayor que tú. Y también conoces, estoy seguro, al segundo clarinetista.
EliminarGracias, Paco.
Un abrazo.
Yo conozco al clarinetista, ya que en alguna ocasión he estado con él, en ese impás de divertimento, cuando corriendo se ponía a tocar y yo a mirar atentamente como si esperara un fallo suyo para comentárselo. Pero, he de decir que, a pesar de esos descansos, en ocasiones bastante largos, también conseguía dedicar muchas horas a ese estudio.
ResponderEliminarUn abrazo Pepe
Indudablemente, ese clarinetista que dices tuvo que dedicar muchas horas al estudio, porque tras un buen instrumentista siempre hay mucho trabajo, tenga más o menos facilidad para el instrumento.
EliminarTambién conoces al tercer personaje, el que no quería comer «pellejos» (ya te diré quién es), y, posiblemente conocieras en su día al primer clarinetista del relato, pues fue profesor en el conservatorio de Murcia.
Gracias, Roberto.
Un abrazo.
Pues sí, Pepe, con sangre no entran ganas ni siquiera de desinfectar la herida. Estos “métodos pedagógicos” han sido usuales a lo largo de la historia y recientemente en nuestra España totalitaria e, incluso, dudo de que se hayan desterrado de colegios y de la familia, mucho más dañinos en este último caso. En cualquier caso, creo que los daños físicos producidos por la correa pueden ser nimios comparados con las consecuencias emotivas que se derivan de esos momentos de terror previos al castigo. ¿Significa esto que pueden ser muy buenos profesionales técnicamente pero faltos de sensibilidad? No necesariamente pero podría ser una consecuencia de este maltrato. Un abrazo, Pepe.
ResponderEliminarYo creo que, entre otros alicientes, como el juego, el buen trato y el buen ejemplo, «La letra, con música, entra».
EliminarUn abrazo.