El
escritor y editor José Esteban cuenta una visita que, acompañado de un amigo,
hizo al escritor Pío Baroja (Esteban,
José: Ahora que recuerdo. Madrid: Reino de Cordelia, 2019, págs. 37 y
38), a quien encontró «con una manta sobre las rodillas, con boina y sus viejas
zapatillas a cuadros», y que cuando se levantó para saludar a los visitantes
«la manta y los pantalones resbalaron, dejando entrever unos calzoncillos
blancos que el novelista ocultó enseguida». Hablaron, entre otros temas, de la
Generación del 98 —de Azorín, de Unamuno, de Galdós, del propio Baroja, de
Antonio Machado...—, y ya al final Don Pío se despidió de ellos animándoles a
que lo visitaran con frecuencia, «y casi en voz baja, añadió: Vengan con
chicas».
SECCIONES
viernes, 29 de mayo de 2020
viernes, 22 de mayo de 2020
Lo más seguro…
Leo un
dicho popular caribeño que me parece de gran ingenio y muy adecuado para los tiempos
tan inseguros que corren; dice así: «Lo más seguro es que quién sabe» (en Ordóñez, Marcos: Una cierta edad.
Barcelona: Anagrama, 2019, pág. 7). Quizás, un huertano murciano, de mi zona
sin ir más lejos, habría dicho (a modo de sentencia y ayudándose con algún
sobreactuado gesto de manos, cabeza, mirada...): «Lo más seguro, nene… lo más
seguro… es que... ¡vaya usted a saber!».
viernes, 15 de mayo de 2020
Burros (in)controlados
Entre la, para mí, ingente cantidad de guasap
que he recibido y sigo recibiendo estos días de confinamiento (bastantes
porquerías y muchas naderías del todo prescindibles que saturan la red y
dificultan aún más una situación ya de por sí muy delicada), algunos —muy pocos,
la verdad— me han parecido bastante ingeniosos. En uno de ellos —de cuando el
encierro era más riguroso— aparece una foto acompañada de un texto breve. En la
foto se ve, andando por un campo cubierto de hierbas, un grupo de soldados, uno
de los cuales lleva cargado sobre sus espaldas un burro de tamaño pequeño; y el
texto que la acompaña viene a decir (lo he redactado a mi gusto, pues el
original no me convence) que el soldado que carga con el burro no lo hace
porque quiera mucho a estos animales y no desee que el suyo se canse andando,
sino porque el terreno por el que van caminando ha sido minado por el enemigo,
y si el burro anduviese suelto, a su aire, podría pisar una mina y hacer saltar
a todos por los aires. Para concluir, el texto dice —a modo de moraleja— que en
momentos difíciles hay que mantener controlados a los burros, y uno termina
deduciendo que esto es de vital importancia en tiempos como los que estamos
atravesando.
Traigo aquí esto, precisamente ahora que
hemos pasado a la fase 1 de la desescalada, porque me parece (es una sensación
donde se mezclan la tristeza, el disgusto, la irritación…) que, no muy conscientes
de lo que nos jugamos y, sobre todo, con quién nos lo jugamos, hemos dejado
sueltos a los burros, a muchos de nuestros burros, demasiado pronto, ya que
todavía hay demasiado peligro como para que tanto animal ande a sus anchas por
ahí.
viernes, 8 de mayo de 2020
Jabón
Ha
tenido que pasar mucho tiempo para que te enteraras «a ciencia cierta» de
que el jabón es un feroz enemigo de los virus, que los destruye; que con solo
lavarnos bien las manos llevamos mucho ganado en la batalla contra ellos, y que
por esta razón se ha convertido en nuestro gran aliado en la lucha que
mantenemos contra la infección por la Covid-19.
Cómo ibas a pensar en tu infancia, e incluso de joven, lo
importante que es el jabón para la salud, no solo para la higiene; cómo ibas a
conocer la bondad que encierra una simple pastilla de jabón, que creías que era
para quitar la suciedad y para perfumar. De niño lo veías en las estanterías de
la tienda de tu padre y te dabas cuenta de su adquisición por una escogida
clientela, por lo que pensabas en él como un lujo del que carecían muchas
familias del pueblo. «Jabón de olor» se decía para distinguir una pastilla de Heno
de Pravia (no se conocía en otro formato: el gel quedaba aún lejos) de
otras mucho más rústicas, las del llamado «para lavar la ropa» (Lagarto
fue la primera marca comercial que conociste), un jabón en grandes y bastas
pastillas de hechura casera, sin envoltura y con una superficie resbalosa y
blanda, que venían en unas toscas cajas de madera sin desbastar y que eran
vendidas en la tienda liadas en papel de estraza.
viernes, 1 de mayo de 2020
Alrededor de mi terraza (1)
La terraza de mi
casa —vivo en un ático— es grande, muy grande si se compara con la mayoría de
las terrazas. Y, aunque sé que es mejor no pensar mucho en ello, desde hace ya
bastantes años, sabiendo lo que puede venir en un futuro más o menos lejano
—espero que más lejano— y más o menos duro —espero que menos duro—, me ronda
por la cabeza de vez en cuando la idea de que una vez llegado ese delicado
momento en que se me ponga muy cuesta arriba el salir a realizar mi necesario ejercicio
de andar por la calle, por la huerta, por el campo…, si puedo y mientras sea
capaz de ello, lo haré, aun en lentos paseos de viejo senil, por la terraza de
mi vivienda, que es lo suficientemente espaciosa y adecuada en su distribución
como para caminar por ella con garantías de tranquilidad, de seguridad... de
salud.
Viernes, 20 de
marzo de 2020.
Pero ha sido
ahora, tras los primeros días de este confinamiento debido al coronavirus,
cuando he pensado comenzar con esa andadura, cuando he decidido salir a la
terraza diariamente para hacer ejercicio (dispongo de una cinta andadora, pero no
me atrae esta opción).
Para vencer la
pereza y acostumbrarme poco a poco a la novedad, se me ha ocurrido comenzar muy
suave e ir aumentando paulatinamente en días sucesivos las dosis o su duración;
y así, al principio me propongo andar tres o cuatro veces cada día, repartidas
entre la mañana y la tarde, y pienso en hacerlo unos pocos minutos cada vez,
hasta totalizar un recorrido mínimo de tres o cuatro mil pasos, que vienen a
completar una media hora, y que no está nada mal para empezar.
Primera sesión.
Son las nueve y media. Me asomo por la ventana que de la cocina da a la terraza
y miro lo que marca el termómetro que hay en su alféizar: catorce grados, buena
temperatura ya para la hora que es. Me lo pienso un poco y… me decido. Y nada
de zapatillas de andar por casa; me pongo las de ráner —«deportivas» se
les llamaba antes— y salgo. ¡Ah!, también he decidido andar con el móvil en el
bolsillo, pues me sirve de estímulo el poder consultar de vez en cuando los
pasos caminados, los minutos transcurridos, los kilómetros conseguidos…:
tecnología punta.
Comienzo el
recorrido siguiendo el perímetro de la terraza. Lo primero que hago es contar
los pasos que hay en una vuelta completa: ciento veinte; «no está mal: un buen
trayecto», me digo, y continúo andando. Mi zancada es más o menos la normal de
mi andar callejero cotidiano, pero mi paso es algo más tranquilo. Aprieto un
poco el ritmo y me doy cuenta de que puedo llevarlo parecido al de mi anterior
ejercicio diario por las calles y alrededores del pueblo: un ritmo más adecuado
a mis pretensiones de salud cardiovascular.
Al comienzo de
mi andadura veo a un vecino, cuya casa da a la misma plaza que la mía, que ha
salido a su balcón y se pone a realizar flexiones y otros movimientos casi
gimnásticos sin apenas desplazamiento, y entonces, al ver la pinta que ofrece,
se me ocurre pensar en la que posiblemente ofrezca yo a cualquier mirada ajena;
pienso en lo que les pasará por la cabeza a las pocas personas que puedan ver
(desde sus casas, desde la casi desierta calle) cómo ando por la terraza a este
ritmo tan marchoso. «Que supongan lo que quieran», concluyo; «¿qué pueden
pensar, que estoy haciendo ejercicio mientras permanezco encerrado?: “lógico
—se dirán—, si no puede salir a la calle y dispone de una terraza amplia...”».
Sobre la marcha
me voy animando; pasan los diez primeros minutos, pasan los diez siguientes,
y... termino completando, ya en esta primera salida, la media hora que me había
propuesto para el total del día (tres mil quinientos pasos, casi tres
kilómetros). Así que decido que por hoy ya está bien y, muy contento, pienso
que en lo sucesivo quizás sea suficiente con una sola sesión, una como esta o,
mejor aún, un poco más larga (o un mucho, ya se verá). También pienso en la
conveniencia de salir a andar provisto de unos buenos auriculares —como hacía
antes por las calles del pueblo— para poder escuchar alguna emisora de radio o
la música que, seleccionada por mí —autor, obra, intérprete…—, llevo almacenada
en el móvil.
Ya veremos. Iré
contando.
viernes, 24 de abril de 2020
Añoranzas
Mentiría si dijera
que me ha cambiado mucho la vida el confinamiento causado por la covid-19, el nuevo coronavirus. No, en
absoluto, no me la ha cambiado tanto. Mirando por encima-encima, me la ha
alterado un poco, casi nada, pues mi rutinaria vida de ahora es muy parecida a
la que llevaba antes de encerrarme del todo, y digo del todo porque entonces,
sin el peligro acechante del virus, también permanecía encerrado en casa casi
todo el día, aunque, eso sí, voluntariamente, y no es lo mismo no salir porque
no quieres que estar encerrado aunque no quieras; la única diferencia palpable
entre antes y ahora es que entonces salía a la calle casi todas las mañanas
para andar una hora y media o dos horas, y en estos días de reclusión obligatoria
me he visto abocado a realizar el paseo en casa, gracias a una espaciosa
terraza donde puedo andar con bastante comodidad y a buen paso: a un ritmo
cardiosaludable.
Hasta aquí, todo
bien, pero… echo de menos el contacto directo y casi diario con mi hijo Jose,
que, sin apenas fallos, venía a comer a casa de lunes a viernes, aprovechando
que sus hijas comían en el colegio y que su mujer lo hacía en el trabajo; y
también echo de menos, ¡cómo no!, el encuentro periódico —de frecuencia semanal
como máximo— con mis nietas; echo en falta el poder abrazarlas y darles besos,
apretones, achuchones…, el leerles, recitarles, cantarles… el jugar con ellas
en definitiva. Sí, ya sé que para hablar con la familia e incluso verla a
menudo tengo a mi disposición unas fantásticas tecnologías de la información y
la comunicación, con diversos programas muy eficaces, unas tecnologías con las
que, además, me desenvuelvo a las mil maravillas, pero aun así…, ya digo, echo
de menos esos contactos directos: y es que… las crías tiran mucho.
Y a estas
añoranzas hay que sumar otro factor negativo: el desasosiego que se me ha
metido en el cuerpo —supongo que como a muchos— provocado por el temor a lo que
pueda pasar (ahora, inmediatamente después, en el futuro…): el temor a una
infección por un posible contagio vírico
—¡y no solo a la mía, claro!—, el temor a cómo saldremos de esta crisis múltiple
y a cómo quedaremos si es que salimos —familiares, amigos, conocidos… todos—,
temores ambos que, aun queriéndolos evitar, me sobrevuelan casi constantemente
en un ambiente funesto que no sé muy bien cómo combatir, aunque todavía puedo
decir —¡menos mal!— que no me sobrepasan (¡toco madera!).
Por lo demás, como
ya he dicho, mi vida de confinado es muy parecida a la que llevaba antes, y
ello es debido a que soy muy casero, a que me gusta salir lo mínimo, a que
prefiero la lectura (de novela, ensayo, poesía, prensa, blogs…), y la escritura
(de recuerdos, vivencias, observaciones, reflexiones...), y la música (tanto la
escucha como el estudio y la interpretación), y el ordenador, que utilizo para
la lectura de diarios, revistas, blogs, webs…, para la búsqueda, consulta y
contrastación de datos e información, para escuchar música, para escribir…; y,
ya por último, también figuran entre mis quehaceres preferentes algunos
televisivos: unos pocos programas de entretenimiento —humorísticos los más—,
algunas series —pocas también— y, sobre todo, esto sí en abundancia, películas,
el buen cine.
¿Que, entonces,
qué más quiero…? Pues… lo dicho; y además, puestos a pedir, la cerveza y el
rato de charla de los viernes con mi hermana y mi cuñado, alguna comida de vez
en cuando con los amigos, las periódicas visitas de Mariano, un rato en la tertulia… No
mucho, creo yo.
viernes, 17 de abril de 2020
Entre todo y nada
Ya en plena crisis del
coronavirus, cada cual encerrado en su casa, vienes leyendo y escuchando, de
manera muy repetida desde los inicios del confinamiento, que cuando todo esto pase
«nada volverá a ser como era» porque necesariamente habremos aprendido bien la
lección; pero por otro lado también lees, escuchas… (de gente más pesimista,
¡claro!, y no sabes si más realista: te inclinas a creer que sí) que «todo
volverá a ser como era» porque, como somos como somos, que no tenemos arreglo…
pues… eso: que volveremos a más de lo mismo, a más de lo de antes.
«¿Y tú qué piensas?» te
preguntas, sabiendo de tu cuasi pesimismo crónico. ¿Yo?... pues… —te detienes
un poco a reflexionar— pienso que hay mucho margen entre ambas frases: entre la
del «todo seguirá igual» y la del «nada seguirá igual»; y que quizás lo mejor
—¿lo ideal?— sería que… ni una cosa ni la otra, que sería preferible que no
todo volviera a ser como antes, o que, por lo menos, algunas cosas —diría que
bastantes o muchas, que eso habría que estudiarlo— no vuelvan a ser como eran
antes, porque… quiero suponer que algo sí que habremos aprendido.
Al final te viene a la
cabeza una viñeta de Joaquín Rábago, El
Roto (El País, 05-04-2020), que
da en plena diana, que nos ofrece la clave, diciéndonos lo que nos espera: en
ella se ve dibujada la gran Esfinge de Gizeh, de perfil y con mascarilla, y por
encima de la gigantesca escultura se puede
leer: «Cuando todo esto pase nada volverá a ser igual… ¡menos lo de siempre,
claro!».
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