La terraza de mi
casa —vivo en un ático— es grande, muy grande si se compara con la mayoría de
las terrazas. Y, aunque sé que es mejor no pensar mucho en ello, desde hace ya
bastantes años, sabiendo lo que puede venir en un futuro más o menos lejano
—espero que más lejano— y más o menos duro —espero que menos duro—, me ronda
por la cabeza de vez en cuando la idea de que una vez llegado ese delicado
momento en que se me ponga muy cuesta arriba el salir a realizar mi necesario ejercicio
de andar por la calle, por la huerta, por el campo…, si puedo y mientras sea
capaz de ello, lo haré, aun en lentos paseos de viejo senil, por la terraza de
mi vivienda, que es lo suficientemente espaciosa y adecuada en su distribución
como para caminar por ella con garantías de tranquilidad, de seguridad... de
salud.
Viernes, 20 de
marzo de 2020.
Pero ha sido
ahora, tras los primeros días de este confinamiento debido al coronavirus,
cuando he pensado comenzar con esa andadura, cuando he decidido salir a la
terraza diariamente para hacer ejercicio (dispongo de una cinta andadora, pero no
me atrae esta opción).
Para vencer la
pereza y acostumbrarme poco a poco a la novedad, se me ha ocurrido comenzar muy
suave e ir aumentando paulatinamente en días sucesivos las dosis o su duración;
y así, al principio me propongo andar tres o cuatro veces cada día, repartidas
entre la mañana y la tarde, y pienso en hacerlo unos pocos minutos cada vez,
hasta totalizar un recorrido mínimo de tres o cuatro mil pasos, que vienen a
completar una media hora, y que no está nada mal para empezar.
Primera sesión.
Son las nueve y media. Me asomo por la ventana que de la cocina da a la terraza
y miro lo que marca el termómetro que hay en su alféizar: catorce grados, buena
temperatura ya para la hora que es. Me lo pienso un poco y… me decido. Y nada
de zapatillas de andar por casa; me pongo las de ráner —«deportivas» se
les llamaba antes— y salgo. ¡Ah!, también he decidido andar con el móvil en el
bolsillo, pues me sirve de estímulo el poder consultar de vez en cuando los
pasos caminados, los minutos transcurridos, los kilómetros conseguidos…:
tecnología punta.
Comienzo el
recorrido siguiendo el perímetro de la terraza. Lo primero que hago es contar
los pasos que hay en una vuelta completa: ciento veinte; «no está mal: un buen
trayecto», me digo, y continúo andando. Mi zancada es más o menos la normal de
mi andar callejero cotidiano, pero mi paso es algo más tranquilo. Aprieto un
poco el ritmo y me doy cuenta de que puedo llevarlo parecido al de mi anterior
ejercicio diario por las calles y alrededores del pueblo: un ritmo más adecuado
a mis pretensiones de salud cardiovascular.
Al comienzo de
mi andadura veo a un vecino, cuya casa da a la misma plaza que la mía, que ha
salido a su balcón y se pone a realizar flexiones y otros movimientos casi
gimnásticos sin apenas desplazamiento, y entonces, al ver la pinta que ofrece,
se me ocurre pensar en la que posiblemente ofrezca yo a cualquier mirada ajena;
pienso en lo que les pasará por la cabeza a las pocas personas que puedan ver
(desde sus casas, desde la casi desierta calle) cómo ando por la terraza a este
ritmo tan marchoso. «Que supongan lo que quieran», concluyo; «¿qué pueden
pensar, que estoy haciendo ejercicio mientras permanezco encerrado?: “lógico
—se dirán—, si no puede salir a la calle y dispone de una terraza amplia...”».
Sobre la marcha
me voy animando; pasan los diez primeros minutos, pasan los diez siguientes,
y... termino completando, ya en esta primera salida, la media hora que me había
propuesto para el total del día (tres mil quinientos pasos, casi tres
kilómetros). Así que decido que por hoy ya está bien y, muy contento, pienso
que en lo sucesivo quizás sea suficiente con una sola sesión, una como esta o,
mejor aún, un poco más larga (o un mucho, ya se verá). También pienso en la
conveniencia de salir a andar provisto de unos buenos auriculares —como hacía
antes por las calles del pueblo— para poder escuchar alguna emisora de radio o
la música que, seleccionada por mí —autor, obra, intérprete…—, llevo almacenada
en el móvil.
Ya veremos. Iré
contando.
PEPE, no, de viejo senil, nada. Mira he borrado de mi diccionario particular dos palabras: 1 - Viejo: acepción despectiva hacia la edad de una persona o cosa. Siempre está mal el humano y rota la cosa; 2 - Anciano: Acepción despectiva hacia una persona de bastante edad que siempre se encuentra enfermo, camina mal, le duelen las piernAS, etc. Así, que desde hace bastante tiempo yo me autodenomino: JOVEN LONGEVO. Es lo que somos, jóvenes longevos que poseemos lo que a muchos les falta, tiempo vivido. Por ello, PEPITO, eres, como yo, un joven longevo, sin determinar quien está más o menos chungo. Tus caminatas por la terraza justifican este nombre. No todos pueden tener la voluntad de hacerse tres o cuatro Kms. al día dando vueltas.¡Basta de nombres despectivos! ¡JÓVENES LONGEVOS AL PODER! UN ABRAZO.
ResponderEliminarGracias, joven longevo.
EliminarUn abrazo.