SECCIONES

viernes, 17 de enero de 2020

Miligramos

Voy al ambulatorio para que el médico me recete unas medicinas que necesito. Me siento en una de las sillas que hay frente a la consulta que me corresponde y me pongo a leer mientras espero que me llegue la vez. Al rato sale el médico con un folio en la mano del que, con voz bien audible en uno metros a la redonda, va leyendo los nombres de algunos de quienes estamos ante él, y a cada uno le va indicando con la mano, muy visualmente, la persona tras la que va en la lista, la que lo precede en la espera, para que sepa detrás de quién va a entrar a la consulta. Así que… atento, con la vista puesta de vez en cuando en esa persona que entrará justo antes que yo… espero y leo.

Llega el momento, paso a la consulta cuando sale mi predecesora en el turno (es una chica joven), doy los «buenos días» al médico, le digo que no me encuentro mal, que solo voy a que me recete medicinas, y, tras entregarle mi talonario de MUFACE, comienzo a dictarle la cantidad de recetas y los nombres de los productos que quiero: «tres recetas de Iscover 75 mg.», digo para comenzar, y hago una pausa esperando a que rellene las tres recetas; continúo: «tres de Micardis 40 mg.», y espero de nuevo; «y una de Zarator 10 mg.». Y en cada caso, igual que en otras veces anteriores, escucho al médico que, sin levantar la cabeza de la receta que rellena, va repitiendo lo que le voy dictando, pero en vez de decir «miligramos» —palabra llana—, dice «milígramos» —palabra esdrújula—, y la verdad es que no sé si lo hace con intención de corregirme.

Lo cierto es que la corrección está de mi parte, pues la palabra en cuestión debe articularse como yo lo hago (en Chile se utiliza también «milígramo»), pero el caso es que no me atrevo a decírselo al médico, que, posiblemente, a su vez, piense que el equivocado soy yo y tampoco se atreva a decírmelo. Así que en esas estamos; siempre lo mismo: yo pronunciando miligramos, y él, milígramos. Ya veremos cómo acaba esto. 



viernes, 10 de enero de 2020

Conciertos escolares

Anda el otoño recién iniciado. El curso escolar, lo mismo. Y ando yo también recién iniciado —pero a buen paso ya— mi paseo diario por las calles del pueblo, conversando como suelo con quien siempre va conmigo… De improviso me encuentro con Jesús, el secretario de Euterpe:
—Tengo que darte la enhorabuena —me dice.
—¿A mí, por qué? —contesto extrañado.
—Por el aumento de matrículas de este comienzo de curso.
—¿Y tú crees que me lo debéis a mí —le pregunto, intuyendo por dónde va.
—Estoy seguro.
***

Ya finalizando el pasado curso escolar, me pidió la asociación Euterpe que fuese el presentador de unos conciertos escolares por ella organizados, con la intención de hacerlos más comprensibles y más amenos, más entretenidos y cercanos a un público especial que no era otro que el alumnado de 1º, 2º y 3º de cada uno de los colegios del municipio.

Euterpe había organizado cinco sesiones en las que se ofrecería el mismo programa de concierto, un repertorio de cinco obritas sencillas interpretadas por el Conjunto instrumental de Euterpe, una banda de música formada por una veintena escasa de niños y niñas de los más jóvenes de que dispone la asociación, con la idea de que sus edades se acercaran lo máximo a las de los integrantes del público a que iba destinado el concierto, lo que, si bien se reflejaría en una menor calidad de la interpretación, propiciaría que esta ganara en atractivo a los ojos de una chiquillería con edades comprendidas entre los seis y los ocho años.

Me dijeron los organizadores que mi misión consistiría en la presentación del espectáculo, y, conociéndome, me pidieron que lo hiciera a mi gusto, un gusto consistente —lo anticipo— en aprovechar los huecos entre las obras del programa para implicar a tan joven público en diversos juegos musicales, para hablarle de la música y de los compositores, de la banda y de sus instrumentos, tratando de resaltar —así se me encargó— algunos de estos, que, por no ser conocidos, apenas son elegidos a la hora del estudio en la asociación musical.

Para asistir a los conciertos, los colegios participantes —cinco de ellos públicos y uno concertado— debían desplazarse al salón de actos del ayuntamiento, cada uno a su hora y coincidiendo más de uno en una misma sesión. Respecto de esto solo hubo una excepción, pues uno de los centros —el concertado— no iría al salón de actos, por lo que los organizadores e intérpretes nos desplazaríamos para ofrecer el concierto en él.

Entre las actividades pensadas para amenizar y enriquecer cada concierto, se llevaron a cabo, según el tiempo disponible en cada caso, algunos juegos de imitación de motivos musicales —rítmicos y melódicos—, y algunos de discriminación auditiva —rítmica, melódica, tímbrica—, así como otros de pregunta-respuesta y de presentación de instrumentos musicales. Se habló en las distintas sesiones de la importancia de la música, de la necesidad del silencio para poder escuchar bien, de la diferencia entre oír y escuchar; aclaramos qué es una banda de música y qué la distingue de una orquesta; vimos la necesidad e importancia de la figura del director en cualquier agrupación musical y destacamos la del allí presente con la banda infantil, grupo del que presentamos los diversos instrumentos, poniendo especial atención en los que me habían sido indicados como deficitarios por no ser conocidos, como el fagot —sobre todo—, la trompa y el chelo. También, aunque muy por encima, sobre la marcha y según las distintas sesiones, salieron a relucir algunos compositores: Bach, Händel, Beethoven, Schumann, Scott Joplin…

Se había previsto también que algunos niños y niñas de los distintos colegios asistentes (llamados por mí en cada caso, según el turno del colegio presente en el concierto) subiesen al escenario e interpretasen algo con su instrumento. Y así fueron interviniendo, de distintos centros y en distintas sesiones: tres violinistas, una clarinetista, dos pianistas, a los que sumamos —ahora sí en todas las ocasiones— una intervención del violonchelista de la banda, siempre con la misma obra, y un muestreo ad libitum de pequeños fragmentos interpretados al mostrar el resto de los instrumentos: flauta, oboe, trompeta, trombón, saxofón, caja, bombo, charles…

Los resultados, al margen de la pretendida captación de matrículas por Euterpe —objetivo prioritario—, fueron muy buenos, y lo fueron desde un punto de vista educativo, para mí el más importante, y tanto para el alumnado que asistió como público como para quienes intervinieron como músicos: los de la banda —grupo principal— y los «espontáneos» de cada sesión.

Yo, que en muchos años de magisterio tantas veces he asistido como acompañante de alumnos a conciertos musicales escolares, y por ello sabedor de la dificultad de conseguir que la chiquillería se porte bien y «escuche» en estos actos, quiero resaltar en el caso que comento el buen comportamiento de un público tan joven (solo una excepción: la del único colegio que no se desplazó al salón de actos, ¿quizás por esta razón?) y por ello felicité con vehemencia y repetidamente en cada caso —salvo en la ocasión excepcional— al magisterio acompañante. En la misma línea, la participación del alumnado asistente como público en los distintos ejercicios que propuse fue muy activa, tanto respondiendo a los juegos musicales como a las cuestiones planteadas en cada momento. Y también los músicos de la banda estuvieron a una buena altura, atentos a las indicaciones de su competente director en las interpretaciones del programa y a las mías en los interludios didácticos.

Así que… resumiendo: los conciertos, muy bien en general; la banda muy bien; el director, muy bien; la organización, muy bien; y el presentador… disfrutó mucho.



viernes, 3 de enero de 2020

Únicos


«Converso con el hombre que siempre va conmigo»
(Antonio Machado)

Todos y cada uno de nosotros, en nuestra exclusiva individualidad, y precisamente por ella, somos especiales, irrepetibles… únicos. Nadie puede conocer tan bien como cada cual —según su entendimiento, ¡claro!— lo por él vivido, ni cómo lo ha vivido. Nadie saborea tal alimento exactamente igual que lo hace otro, por lo que, salvo yo, nadie sabe con precisión cómo y cuánto me gusta tal tipo de chocolate, ni qué siento ni cómo me sienta al tomarlo. Igualmente, nadie puede saber cómo ni cuánto me ha gustado tal obra literaria, cómo la he disfrutado página a página, ni cómo me siento y reacciono ante la música de Bach, la de Mozart o… cualquier otra, o ante la pintura de Rubens, o la de Goya. Por tanto, nadie como uno mismo, como cada uno de nosotros —si quiere y posee las herramientas suficientes— puede expresarlo, contarlo… transmitirlo a los demás, incluso sabiendo de la limitación inherente a esa transmisión, siendo muy consciente de que su posterior entendimiento en la recepción será difícilmente total y preciso.

Cuando alguien muere, cuando alguien cierra para siempre los ojos en una mansión de lujo o en el banco callejero de un mendigo, desaparece un modo de ver el mundo, una memoria de los sabores y la luz, un sedimento de experiencias con nombres, miedos, ilusiones, costumbres, alegrías y heridas. Escribir es una forma de negarse a esa desaparición, un intento de dejar huellas o encender hogueras en la oscuridad. (García Montero, Luis —Verso libre— 09-12-2018 InfoLibre).

Pues… eso, que… escribir es una forma de resistirse a la desaparición… de un yo singular, exclusivo… único.


viernes, 27 de diciembre de 2019

La subasta (y 2)

Quienes asistían a la subasta, además de pujar por los distintos lotes de género, podían ofrecer dinero para que alguno —o algunos— de los presentes en el acto subiera al escenario y ocupara el puesto de subastador, o para que ayudara a quien ya estaba subastando, o para que cantara una canción, o para que bailara un pasodoble, acompañado por algunos músicos de la banda del pueblo que nunca faltaban en el local, o para que estos últimos tocasen algo, o… (échesele imaginación); y todo con el fin de animar la subasta y aumentar en lo posible una recaudación en beneficio de gente muy necesitada de ayuda en el pueblo.
Y el fulano propuesto mediante donación para que subiera al escenario e hiciera cualquiera o cualesquiera de las cosas antedichas no podía negarse, se veía obligado a hacerlo, o a superar la puja para librarse de ello o para que subiera otro en su lugar; por ejemplo, lo más habitual era que, si fulano podía anímica y económicamente, superara la cantidad ofrecida por el rival en la puja para que fuera este, el oferente inicial, quien subiera al escenario a subastar, a bailar... a lo que fuera: sí, intentabas que subiera al escenario la persona que quería que subieras tú, para que hiciera más o menos lo mismo que a ti se te pedía.
—Cinco duros para que salga a subastar fulano —oías decir en voz alta refiriéndose a ti (también te lo podía comunicar personalmente alguno de los encargados de la subasta, que se desplazaba hasta donde estabas sentado).
—Diez y que salga él —podías responder tú, una vez identificado el individuo que quería «sacarte».
—Quince, y que lo haga fulano —intervenía de nuevo el tal individuo, insistiendo y forzando la puja.
—Veinte, y que salga él —insistías tú también.
—Veinticinco para que salga él, y además… —y podía añadir lo que se le ocurriera: que te tomaras una copa, que hicieras un brindis, una reverencia...
[...]
Entonces, una vez sopesada la cantidad ofertada, subías al escenario y comenzabas a subastar con buen volumen de voz, tratando de encontrar alguna frase ingeniosa y esperando que alguien te sustituyera pronto:
—¿Cuánto ofrecen por este maravilloso bote de sabrosísimo melocotón en almíbar? —comenzabas.
—Cinco pesetas —oías decir en la sala.
—«Cinco pesetas», oigo por ahí; ¿hay quien dé más? —intentabas calentar el ambiente— Piensen en el postre que se llevarán a casa para toda la familia, algo que no se come todos los días; anímense, ¿hay quien dé más de cinco pesetas?
—Diez pesetas —escuchabas a continuación una voz más al fondo.
—¿He oído «diez pesetas»? Pero... bueno… si el disfrute que espera a quien se lo lleve vale mucho más, señoras y señores —continuabas, buscando la superación de la puja—, ¡vamos, ánimo! ¿es que no hay quien dé más de diez pesetas?
[...]
Y así hasta que eras sustituido por otro subastador a quien «obligaban» a subir al escenario utilizando el mismo sistema de oferta y contraoferta usado contigo.
Lo bueno era que pasado un rato podías volver a la carga contra el fulano de antes, el que había pagado por que salieras tú, al que le tenías ganas y que ahora no presentaría tanta resistencia, pues ya había gastado una buena cantidad de duros en sacarte.
—Cinco duros para que suba fulano a subastar —decías, elevando la voz, al tiempo que, sonriente, echabas un vistazo al tipo tratando de cruzar retadoramente tu mirada con la suya.

viernes, 20 de diciembre de 2019

La subasta (1)

Cuando llegaban las fechas de Navidad, en los primeros días festivos de aquellas vacaciones que olían a dulces caseros, pronto podías escuchar por las calles del pueblo las músicas y los cantos de aguilando entonados por un grupo de personas que, de casa en casa, iba pidiendo donativos —dinero o cualquier otra cosa— para La Caridad, una asociación benéfica muy popular en nuestra localidad.
En el grupo aguilandero, el de mis recuerdos, unos pocos componentes (entre ellos algún trovero, como el Tío David, el Farinas, el Pichules...) eran los encargados de cantar los villancicos, tanto los solos —a menudo repentizados— como las partes corales de los estribillos; y unos cuantos músicos instrumentistas —voluntarios y en un apaño casi improvisado— acompañaban el canto con sus «pitos», que no eran siempre los mismos: clarinete, tuba, saxofón, trombón, bombo, caja, acordeón, violín, guitarra…: todo «pitos», como puede apreciarse. Otro integrante del grupo portaba el estandarte de la asociación pedigüeña y, por último, otro llevaba en sus manos una bolsa de tela que recuerdo de color rojo, un saquito en el que se iba introduciendo la donación que algunos vecinos hacían en dinero, aunque podía consistir en cualquier otra cosa, por insospechada que ahora pueda parecer: animales, muebles, ropa... cualquier objeto... Y todos estos donativos no monetarios eran subastados, ya bien entradas las fiestas, en un acto público, un acontecimiento muy popular por aquellos años, que recuerdo realizado en el Cine de la Cadena, y que era conocido como La subasta de La Caridad.
El cine se llenaba de gente dispuesta a pasárselo bien, y alguna, no toda, a colaborar con la asociación benefactora. Desde el comienzo del acto, sobre el escenario del local había continuamente una persona —a veces, más— encargada de subastar los distintos productos que iba ofreciendo al público de la sala: los artículos que habían sido donados a la asociación en sus recorridos petitorios por casas familiares y establecimientos comerciales del pueblo. Estos productos subastados iban desde lo más cotidiano (un par de alpargatas, una camisa, una percha, una pastilla de jabón, un bote de melocotón en almíbar…), hasta lo más insólito, como un braguero para personas herniadas o un chupete para bebés (recuerdo una enconada puja, entre dos abuelos novatos y con buen nivel económico, por conseguir uno), pasando por los típicos embutidos de la zona: chorizos, morcones, morcillas..., y por los animales de corral: pollos, conejos, pavos…
El subastador de turno, desde el elevado escenario del cine, iba ofreciendo al público los productos, que, a veces, sumando unos a otros, agrupaba en lotes; y animaba a la participación del respetable con un parloteo que, aunque casi siempre excesivo, con frecuencia resultaba apropiado, incluso gracioso, puro estilo Ramonet: «Señoras y señores, aquí tengo para ofrecerles por lo que ustedes quieran dar… algo de absoluta necesidad en el hogar, un producto de increíble utilidad, que no puede faltar en ninguna casa que se precie de…».    
Continuará.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Sensibilidad

Algo apurao de tiempo, llego a la sección de cardiología del Hospital Reina Sofía, guardo una pequeña cola ante el blanco mostrador y —¡uff, a tiempo, menos mal!— me presento ante una de las administrativas que hay tras él, una desangelada mujer, grande y gorda, que, con lentitud y desgana, nos va atendiendo a quienes estamos en la cola de las citas. Le entrego mis papeles, los mira, me mira…
—Pase por ahí y siéntese —me dice, de un humor algo agrio.
—¿Me llamarán? —le pregunto con prudencia, algo amohinao.
—¡Madre mía, no sé cómo tengo que decir las cosas! —masculla la avinagrada señora por lo bajini, sin contestarme directamente, mientras se vuelve para dejar mi cita sobre uno de los montones de papeles que, sobre un mueble, tras ella, esperan ser despachados.   

Me giro, abandono la cola para que avance y sea atendido el siguiente y, mientras con la mirada busco un sitio donde sentarme, pienso: «¿mala educación?, ¿grosería?, ¿carencia de profesionalidad? ¿falta de gusto por el trabajo bien hecho?…», aunque, finalmente, me inclino por un término que puede englobar y ser la causa de todo esto: «insensibilidad». Sí, insensibilidad, ese es el achaque que achaco a la individua; es lo que pienso mientras me siento y me dispongo a tomar nota de lo recién vivido para que no se me difuminen los detalles en la mollera.

[…] Tropiezas con alguien en la acera, pides perdón y no te contesta; al pronto lo atribuyes a mala educación, pero enseguida adviertes que no ha notado siquiera tu contacto; no es mala educación, es algo previo y más irremediable: falta de la sensibilidad que se necesitaría para poder tener buena o mala educación. (Sánchez Ferlosio, Rafael: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Barcelona: Destino, 1993, pág. 151).


viernes, 6 de diciembre de 2019

Con ojos de niño

CON OJOS DE NIÑO
El niño mira
con ojos de niño,
y ve
con ojos de niño.

El niño oye
con oído de niño,
y escucha
con oído de niño.
El niño siente
con sentidos de niño,
y razona
con mente de niño;
imposible que entienda,
que comprenda…
como adulto.
El niño,
a su manera,
mira, ve,
oye, escucha,
observa, advierte,
relaciona, piensa,
reflexiona y...
(ya digo, a su manera)
…comprende.

Pero...
habrá de pasar el tiempo
para que,
con los años...
si se esfuerza...
si se empeña...
P. Abellán