Algo apurao de tiempo, llego a la
sección de cardiología del Hospital Reina
Sofía, guardo una pequeña cola ante el blanco mostrador y —¡uff, a tiempo,
menos mal!— me presento ante una de las administrativas que hay tras él, una
desangelada mujer, grande y gorda, que, con lentitud y desgana, nos va
atendiendo a quienes estamos en la cola de las citas. Le entrego mis papeles,
los mira, me mira…
—Pase por ahí y siéntese —me dice, de
un humor algo agrio.
—¿Me llamarán? —le pregunto con
prudencia, algo amohinao.
—¡Madre mía, no sé cómo tengo que
decir las cosas! —masculla la avinagrada señora por lo bajini, sin contestarme
directamente, mientras se vuelve para dejar mi cita sobre uno de los montones
de papeles que, sobre un mueble, tras ella, esperan ser despachados.
Me giro, abandono
la cola para que avance y sea atendido el siguiente y, mientras con la mirada
busco un sitio donde sentarme, pienso: «¿mala educación?, ¿grosería?, ¿carencia
de profesionalidad? ¿falta de gusto por el trabajo bien hecho?…», aunque,
finalmente, me inclino por un término que puede englobar y ser la causa de todo
esto: «insensibilidad». Sí, insensibilidad, ese es el achaque que achaco a la
individua; es lo que pienso mientras me siento y me dispongo a tomar nota de lo
recién vivido para que no se me difuminen los detalles en la mollera.
[…]
Tropiezas con alguien en la acera, pides perdón y no te contesta; al pronto lo
atribuyes a mala educación, pero enseguida adviertes que no ha notado siquiera
tu contacto; no es mala educación, es algo previo y más irremediable: falta de
la sensibilidad que se necesitaría para poder tener buena o mala educación. (Sánchez Ferlosio, Rafael: Vendrán más años malos y nos harán más
ciegos. Barcelona: Destino, 1993, pág. 151).
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