Cuando
llegaban las fechas de Navidad, en los primeros días festivos de aquellas
vacaciones que olían a dulces caseros, pronto podías escuchar por las calles
del pueblo las músicas y los cantos de aguilando entonados por un grupo de personas
que, de casa en casa, iba pidiendo donativos —dinero o cualquier otra cosa—
para La Caridad, una asociación
benéfica muy popular en nuestra localidad.
En
el grupo aguilandero, el de mis recuerdos, unos pocos
componentes (entre ellos algún trovero, como el Tío David, el Farinas,
el Pichules...) eran los encargados de cantar los villancicos, tanto los
solos —a menudo repentizados— como las partes corales de los estribillos; y
unos cuantos músicos instrumentistas —voluntarios y en un apaño
casi improvisado— acompañaban el canto con sus «pitos», que no eran siempre
los mismos: clarinete, tuba, saxofón, trombón, bombo, caja, acordeón, violín,
guitarra…: todo «pitos», como puede apreciarse. Otro integrante del grupo
portaba el estandarte de la asociación pedigüeña y, por último, otro llevaba en
sus manos una bolsa de tela que recuerdo de color rojo, un saquito en el que se
iba introduciendo la donación que algunos vecinos hacían en dinero, aunque
podía consistir en cualquier otra cosa, por insospechada que ahora pueda
parecer: animales, muebles, ropa... cualquier objeto... Y todos estos donativos
no monetarios eran subastados, ya bien entradas
las fiestas, en un acto público, un acontecimiento muy popular
por aquellos años, que recuerdo realizado en el Cine de la Cadena, y que era conocido como La subasta de La Caridad.
El
cine se llenaba de gente dispuesta a pasárselo bien, y alguna, no toda, a
colaborar con la asociación benefactora. Desde el comienzo del acto, sobre el
escenario del local había continuamente una persona —a veces, más— encargada de
subastar los distintos productos que iba ofreciendo al público de la sala: los artículos
que habían sido donados a la asociación en sus recorridos petitorios por casas
familiares y establecimientos comerciales del pueblo. Estos productos
subastados iban desde lo más cotidiano (un par de alpargatas, una camisa, una
percha, una pastilla de jabón, un bote de melocotón en almíbar…), hasta lo más
insólito, como un braguero para personas herniadas o un chupete para bebés (recuerdo
una enconada puja, entre dos abuelos novatos y con buen nivel económico, por
conseguir uno), pasando por los típicos embutidos de la zona: chorizos,
morcones, morcillas..., y por los animales de corral: pollos, conejos, pavos…
El
subastador de turno, desde el elevado escenario del cine, iba ofreciendo al
público los productos, que, a veces, sumando unos a otros, agrupaba en lotes; y
animaba a la participación del respetable con un parloteo que, aunque casi
siempre excesivo, con frecuencia resultaba apropiado, incluso gracioso, puro
estilo Ramonet: «Señoras y señores,
aquí tengo para ofrecerles por lo que ustedes quieran dar… algo de absoluta
necesidad en el hogar, un producto de increíble utilidad, que no puede faltar
en ninguna casa que se precie de…».
Continuará.
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