Voy al
ambulatorio para que el médico me recete unas medicinas que necesito. Me siento
en una de las sillas que hay frente a la consulta que me corresponde y me pongo
a leer mientras espero que me llegue la vez. Al rato sale el médico con un
folio en la mano del que, con voz bien audible en uno metros a la redonda, va
leyendo los nombres de algunos de quienes estamos ante él, y a cada uno le va
indicando con la mano, muy visualmente, la persona tras la que va en la lista,
la que lo precede en la espera, para que sepa detrás de quién va a entrar a la
consulta. Así que… atento, con la vista puesta de vez en cuando en esa persona
que entrará justo antes que yo… espero y leo.
Llega
el momento, paso a la consulta cuando sale mi predecesora en el turno (es una
chica joven), doy los «buenos días» al médico, le digo que no me encuentro mal,
que solo voy a que me recete medicinas, y, tras entregarle mi talonario de MUFACE,
comienzo a dictarle la cantidad de recetas y los nombres de los productos que
quiero: «tres recetas de Iscover 75
mg.», digo para comenzar, y hago una pausa esperando a que rellene las tres
recetas; continúo: «tres de Micardis
40 mg.», y espero de nuevo; «y una de Zarator
10 mg.». Y en cada caso, igual que en otras veces anteriores, escucho al médico
que, sin levantar la cabeza de la receta que rellena, va repitiendo lo que le
voy dictando, pero en vez de decir «miligramos» —palabra llana—, dice
«milígramos» —palabra esdrújula—, y la verdad es que no sé si lo hace con
intención de corregirme.
Lo
cierto es que la corrección está de mi parte, pues la palabra en cuestión debe
articularse como yo lo hago (en Chile se utiliza también «milígramo»), pero el
caso es que no me atrevo a decírselo al médico, que, posiblemente, a su vez,
piense que el equivocado soy yo y tampoco se atreva a decírmelo. Así que en
esas estamos; siempre lo mismo: yo pronunciando miligramos, y él, milígramos.
Ya veremos cómo acaba esto.
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