«Converso con el hombre que siempre va conmigo»
(Antonio Machado)
Todos y cada uno de
nosotros, en nuestra exclusiva individualidad, y precisamente por ella, somos
especiales, irrepetibles… únicos. Nadie puede conocer tan bien como cada cual
—según su entendimiento, ¡claro!— lo por él vivido, ni cómo lo ha vivido. Nadie
saborea tal alimento exactamente igual que lo hace otro, por lo que, salvo yo,
nadie sabe con precisión cómo y cuánto me gusta tal tipo de chocolate, ni qué
siento ni cómo me sienta al tomarlo. Igualmente, nadie puede saber cómo ni
cuánto me ha gustado tal obra literaria, cómo la he disfrutado página a página,
ni cómo me siento y reacciono ante la música de Bach, la de Mozart o… cualquier
otra, o ante la pintura de Rubens, o la de Goya.
Por tanto, nadie como uno mismo, como cada uno de nosotros —si quiere y posee
las herramientas suficientes— puede expresarlo, contarlo… transmitirlo a los demás,
incluso sabiendo de la limitación inherente a esa transmisión, siendo muy
consciente de que su posterior entendimiento en la recepción será difícilmente
total y preciso.
Cuando alguien muere, cuando alguien cierra para siempre los ojos en una mansión
de lujo o en el banco callejero de un mendigo, desaparece un modo de ver el
mundo, una memoria de los sabores y la luz, un sedimento de experiencias con
nombres, miedos, ilusiones, costumbres, alegrías y heridas. Escribir es una forma de negarse a esa desaparición,
un intento de dejar huellas o encender hogueras en la oscuridad. (García Montero, Luis —Verso libre— 09-12-2018
InfoLibre).
Pues… eso, que… escribir es una forma de resistirse a la desaparición… de
un yo singular, exclusivo… único.
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