La imagen de Muñoz Molina, de chiquillo, recorriendo la huerta gritando y haciendo sonar el cencerro para evitar que los pájaros se comieran los frutos de la misma, me ha traído a la cabeza una historia muy parecida que, también siendo niño, me ocurrió a mí y que trataré de resumir a continuación.
Cuando uno de los hijos de Carmen ‘la Grilla’ volvió de la mili (no recuerdo bien cuál: creo que fue Andrés), me trajo como regalo una corneta ya usada a la que pronto intenté sacar las primeras notas musicales, consiguiendo en consecuencia (como daños colaterales, pienso ahora) dar la tabarra a todas horas, y tanto a mi familia como al vecindario más cercano, que (deduzco también ahora: son ventajas de narrar desde la primera persona que soy en la actualidad) estarían hasta la coronilla de mis por aquellos días recientes logros cuasi musicales.
Fue entonces cuando mi padre optó (creo que se puede deducir fácilmente el por qué) por mandarme a la huerta, a un bancal donde tenía plantadas unas cuantas tahúllas de cebada, para que, una vez allí, tocara la corneta cuanto quisiera y con el volumen sonoro que me apeteciera, y, así, de paso, sacara provecho a mi «música» ahuyentando a los pájaros para que no se comieran el cereal.
En aquellos días no fui consciente de las subyacentes intenciones de mi padre, de las verdaderas. Fue bastante después cuando lo vi todo mucho más claro, cuando me di cuenta de que, mandándome a tocar al bancal plantado de cebada, mi familia mataba dos pájaros de un tiro —mejor dicho: de un toque de corneta—, pues, por un lado se quitaba de en medio el porsaco a todas horas del molesto y dañino exceso de decibelios en la casa, y por el otro protegía del picoteo de los pájaros unos cultivos cerealísticos destinados a la venta en la tienda que tenía mi padre en el pueblo.
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