Ocho de abril de 2019. Hospital Reina Sofía. Tengo cita para
la consulta del doctor Saura, el otorrino que me lleva tratando ya dos años de
un traumatismo acústico causado por un sonido fuerte e imprevisto, un ruido no
esperado (solo lo esperaba el individuo que lo provocó). Previamente a la consulta me tienen que hacer una
prueba para ver cómo ando de audición: una audiometría. Terminada esta me
dirijo a la puerta de la consulta de otorrino, espero a que salga
la auxiliar del médico y le entrego los papeles de la cita; la mujer, muy
profesional y amable, me dice que tengo que esperar y me indica dónde, y, ante
mi cara de extrañeza porque el lugar no aparece a la vista, añade que no me
preocupe, que ella me avisará, que va saliendo periódicamente de la consulta y
asomándose a la sala de espera para nombrar a los pacientes según les
corresponda.
Estoy algo tenso pensando en —temiendo, en realidad— una
considerable disminución de mi capacidad auditiva desde que me realizaron la
audiometría anterior. Voy a la sala de espera, me siento y me dispongo a leer Escrito con la lengua, de Roger Wolf
(suelo llevar algún libro en la mano cuando voy a una consulta médica, pues el
tiempo de espera… nunca se sabe); y antes de iniciar siquiera la concentración
en el libro escucho, y veo también cuando miro en la dirección del sonido que
me llega, a una niña pequeña, de unos tres años más o menos, que, muy
ruidosamente, da la lata a su madre y al resto de los que allí esperamos, y lo
hace con insistencia, sin interrupción y de manera maleducada, elevando
demasiado su molesta, aguda… chillona voz infantil.
La madre, una chica muy joven, bastante mona, blandita de
carácter en apariencia, se lo consiente todo, y con mucha paciencia y voz suave
le dice reiteradamente a la niña, intercalando una y otra vez la palabra
«cariño», que se porte bien, como una niña buena, que si así lo hace le va a
comprar nosequé… Y a mí se me ocurre
pensar que, aunque mal educada, menos mal que el trato que recibe la chiquilla
es bueno, cariñoso, dulce… Hasta que oigo que la madre se harta y, con modales
menos impostados, más duros, le ordena a la hija de mala manera que se esté
quieta (sale a relucir el ordeno y mando, con expresiones como «por mis
cojones» y alguna otra del mismo estilo), y esto lo hace la chica sujetando y
zarandeando a la niña con firmeza, incluso con violencia, ya no con los tiernos
y cariñosos modos de antes.
Al rato asoma por la puerta de la sala de espera la auxiliar
del médico y en voz bien audible aunque no muy alta nombra un par de veces, con
breve pausa intermedia, a la madre de la niña para que acuda a consulta:
«Francisca Martínez, Francisca Martínez»; esta se apresura a coger a la zagala
de la mano mientras le dice, ahora de nuevo con dulzura otra vez impostada, sin
elevar la voz: «Vamos, Khaleesi [así se escribe, lo he buscado, y
significa princesa en un lenguaje inventado por George R. R. Martin, el autor
de Juego de tronos], vamos, que han
llamado a mamá, venga, cariño», al tiempo que responde verbalmente a la enfermera
y levanta la mano para hacerse ver.
Quizás no debería decirlo, pero escuchar el nombre de la
chiquilla, tras el de la madre, parece que me ayuda a entender mejor las
escenas presenciadas; por lo menos eso me digo mientras me dispongo a tomar nota
para que lo visto y oído no pierda frescura en el relato que ya en ese momento
se me ocurre perpetrar.
¿Cabría pensar lo mismo de los padres que a mediados de los 60 llamaron a sus hijas Lara por Doctor Zhivago? ¿Habría que suponerles mayor madurez? Es curiosa y muy interesante tu interpretación, Pepe.
ResponderEliminarMe estoy volviendo un incondicional tuyo jeje... Y sabes bien que no me gusta regalar piropos.
Un abrazo fuerte. Mariano.
Gracias de nuevo, Mariano, si sigues por el camino de los elogios voy a tener que nombrarte «mejor comentarista de “Abonico”» (eres casi el único), además de invitarte a las «convidás» pertinentes.
EliminarUn abrazo.