En los días más fríos de
aquellos inviernos, sobre todo por las mañanas, recién levantado,
te lavabas con mucha pereza («como los gatos», te decían que
hacías), un poco los ojos con las puntas de los dedos humedecidas
apenas en el agua de una zafa y... a disimular, antes de que viniera
alguien
mayor de la casa y te lavara de verdad, restregándote sin piedad
para limpiarte bien la cara, el cuello, las orejas… ¡qué
desagradable!
Ya un
poco más «grande», para atenuar el problema, calentabas tú mismo
en el fuego un cazo con agua que después ibas mezclando con la fría
que habías echado antes en la zafa. Y unos años más tarde te
lavabas ya en aquel primitivo primer lavabo de un cuarto de aseo que
no llegaba a tal categoría, al que tardaría todavía mucho en
llegar el calentador de agua (en realidad nunca lo hizo a ese
impostor cuarto de baño), y que cuando llegó (a uno posterior, este
sí dotado al completo: lavabo, bañera, inodoro y bidé) tanto
agradeciste, pues con agua templada o caliente era más llevadero el
acicalado.
De muy niño, sobre todo si
hacía frío, te bañaban semanalmente o a intervalos de tiempo
incluso mayores; sobre todo lo hacían para las ocasiones, en los
días más señalados; y para ello era utilizado un lebrillo de barro
o —recuerdo mi caso— un barreño de zinc, pues aún no había
llegado el plástico, que se impondría años después. En cualquier
caso, te bañaban introduciéndote parcialmente en un diminuto
recipiente con agua a la que iban añadiendo poco a poco pequeñas
cantidades de otra previamente calentada en una olla puesta
directamente en el fuego de una cocina que primero fue de leña y
después de petróleo —«gas» lo llamábamos— hasta que llegó
el butano, que tantas prevenciones destapó en un principio con su
revolucionaria llama rojazulada.
Para su uso en el baño
barreñero,
en mi casa solía haber —no en vano teníamos tienda— alguna
pastilla de jabón «de olor» (llamado «del bueno» para
diferenciarlo del otro tan basto que era el «de lavar» la ropa), un
jabón cremoso de agradable aroma, que recuerdo de un color verde
suave y envuelto en papel amarillo y blanco, de la marca Heno
de Pravia, el más
vendido de los pocos —¿¡el único!?— de esta clase que había
en la tienda que mi familia tenía en el pueblo.
Y ya enredaos
con lo del baño, aprovechaba tu madre y te lavaba también la cabeza
con un terroso champú en polvo, un lavado de pelo que acababa con un
último enjuague a base de agua con vinagre, el eficaz
antiparasitario «perfumado» de la época.
Para entonces ya habías pasado
un buen rato metido en el agua, y, por efecto del prolongado remojo,
empezabas a arrugarte, «como los garbanzos» te decían los mayores,
y tú, para comprobarlo, te mirabas sorprendido las yemas de los
dedos, blandas, blancas y surcadas de rugosidades.
¡Había que ver cómo
terminaba el agua del barreño!
Hola Pepe: me has hecho recordar mi juventud, la juventud del Barreño. Recuerdo como nos duchábamos de pie dentro del barreño y tirándonos por la cabeza una olla de agua caliente.
ResponderEliminarSaludos
Creo, Toni, que el del barreño fue un sistema muy extendido por aquellos años, pues no teníamos, ni mucho menos, los cuartos de aseo de que disponemos ahora. Ese ponerse de pie que tú dices, yo lo recuerdo al final del baño, para el último enjuague, con agua limpia abocada con un cazo porque la del barreño ya estaba imposible.
EliminarUn saludo.