Me
pregunto a menudo qué criterio prevalece en mis recuerdos cuando
pienso, hablo, escribo… sobre mí y sobre otras personas, lugares,
situaciones… de aquellos ya muy
lejanos años de mi infancia. ¿Prima en la evocación lo que,
por información y formación posterior,
sé ahora de todo aquello, o se impone lo que supo mi cerebro de
entonces?
Quizás,
como suele ocurrir, en un prudente término medio esté la respuesta,
y la solución sea una mezcla —¿azarosa?,
¿oportunista?, ¿sabia?...— de ambas percepciones, un a veces
inseguro revoltijo
que termina imponiéndose en mi cabeza de ahora, donde, de alguna
manera, se amalgaman y se
retocan
recíprocamente
lo que sintieron mis sentidos de entonces y concluyó mi cerebro de
aquellos años, con lo que ha llegado a mis sentidos con
posterioridad
y ha acabado coligiendo mi cerebro después y ahora.
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