Con el serrucho, el mago corta en dos la caja
de donde asoman las piernas, los brazos y la cabeza de su partenaire.
La cara de la mujer, sonriente al principio, se deforma en una mueca
de miedo. En seguida empieza a gritar. Brota la sangre, la mujer
aúlla pidiendo socorro y mueve los brazos y las piernas con aparente
desesperación mientras la gente aplaude y se ríe. Al rato sólo se
queja débilmente. Después se calla. En otras épocas, recuerda el
mago, el público era más exigente: pretendía que la mujer volviera
a aparecer intacta. Ahora, en cierto modo, todo es más fácil.
Excepto conseguir ayudante, claro.
Ana
María Shúa
(Buenos Aires, 1951)
El
País,
1 de septiembre de 2007
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