Ya escribí, aquí en Abonico, en noviembre de 2014 (Paula
y los libros), cómo me las arreglaba con mi
nieta Paula, de dos años entonces, con el asunto de la lectura, cómo
era su —nuestra— relación con los libros que yo le iba regalando
y ella tenía, ordenados desordenadamente, en el salón de su casa.
La aventura de la lectura duró una buena temporada, pero, después,
con el tiempo, se fue enfriando su magia, sustituida por otros
intereses de cada momento, sobre todo, ¡cómo no!, por la tele, con
Dora exploradora, los Cantajuegos, La
patrulla canina... “¡Qué le vamos a hacer!”,
pensé, “paciencia y a esperar”.
Ahora, tiempo después —casi dos años han pasado cuando esto
escribo—, fiel a mi idea de la importancia de la influencia del
medio (familia —sobre todo—, escuela y sociedad) en la educación
de nuestros pequeños, estoy comprando, a ritmo de uno por semana,
una colección de cuentos ilustrados que voy acumulando, y exponiendo
al alcance de mis nietas, para que, llegado el momento, puedan
leerlos por sí mismas.
Mientras tanto, siembro: procuro, a menudo —a petición de ellas si
puede ser, aunque con mi indisimulado estímulo— “leerles”
alguno de los libros adquiridos hasta el momento. Realmente, más que
leérselos, se los cuento a mi manera, procurando dramatizarlos con
bastante exageración de voces y gestos, que, según he podido
comprobar por cómo reaccionan, les encanta.
Se trata de cuentos bien editados, con buenos textos y vistosas
ilustraciones de calidad, que una empresa recopiladora ha elegido de
entre los publicados anteriormente, por separado, en distintas
editoriales —alguno, como el que traemos hoy aquí, con casi
cincuenta años a sus espaldas—, y seleccionados, quiero creer, por
su calidad, en muchos casos reconocida con algún premio o mención
distintiva.
Aunque llevo bregando con esta colección de cuentos ilustrados seis
o siete meses, entre las tentativas y experiencias de lectura que con
ellos hago para mis nietas, el mayor éxito ha llegado hace poco; lo
ha protagonizado Corduroy (Don Freeman, 1968),
uno de los últimos ejemplares comprados —el 25º de la serie—,
un cuento que narra la historia de un osito de peluche que espera, en
la estantería de los juguetes de unos grandes almacenes, que venga a
comprarlo alguien que lo quiera y se lo lleve a su casa.
Portada de Corduroy
Ir, poco a poco y detalladamente, mostrando el cuento y contándoselo
a cada una de mis nietas por separado es un verdadero gozo, un placer
que disfruto como pueden imaginar; pero el problema surge cuando —y
ahora es muy frecuente— las niñas quieren que se lo lea a las dos
—en cuanto una lo pide, la otra lo quiere igualmente—, y surge
por las fricciones que se producen en cuanto sube cada una de ellas a
una de mis piernas para escuchar cómo “leo”
el cuento.
Cuando Paula y Ángela escuchan juntas el relato del osito, el
narrador ha de estar muy atento (si se harta el abuelo —reventao
de tanta repetición continuada—, actúan la abuela o el tito
Antonio, eficacísimos sustitutos ambos); el narrador —continúo—
tiene que estar muy pendiente de que ninguna parte del cuerpo de una
de las niñas —pierna, brazo, mano...— invada el espacio físico
de la otra, porque entonces salta la chispa, la queja, el gimoteo: la
pelea. Solución: cuando esto ocurre, intento la pacificación por
las buenas, y si no funciona, me muestro muy enfadado, cierro
enérgicamente el libro y, exagerando mi indignación, dejo la
narración para “cuando os portéis mejor”.
¡Ojo! Aunque Paula y Ángela estén escuchando el relato al mismo
tiempo, sus reacciones no son iguales. La primera, más madura, con
más vocabulario, recuerda fielmente, de ocasiones anteriores, partes
del cuento y, con frecuencia, se me adelanta en la historia, con
fragmentos de la narración que, en algunos detalles, a veces mejoran
y siempre complementan, la del abuelo. Por otro lado, Ángela, con
solo dos años, suele señalar con el dedito, acompañando el gesto
con agudos grititos y teatrales expresiones de sorpresa, temor,
alegría…, los distintos personajes que aparecen en las
ilustraciones: el conejo, el guau-guau, la jirafa... y todo dicho con
su graciosa todavía media lengua.
Aunque, como vemos, la irrupción de las nietas en la narración es
constante, el abuelo “cuentista”, propicia que ninguna se sienta
peor tratada que la otra, estimulando una más “ordenada”
intervención de cada niña alternadamente, dando paso didáctico a
sus infantiles participaciones en el cuento.
Como algunos adultos no tenemos el aguante que las reiteradas
repeticiones de la narración nos exigen, el cansado “cuentista”,
a veces, esconde el tan solicitado cuento y, así, cuando una de las
niñas va a buscarlo: ¡sorpresa, no está! Pero, no hay escapatoria,
el problema se resuelve pronto y, no se engañen, de manera positiva
para las intenciones del abuelo, porque la niña vuelve con otro
título en las manos, y Corduroy es sustituido por otro
cuento, como Tu alien o, el más frecuente
últimamente, La princesa Listilla, ambos interesantes
títulos también de esta colección que ya iremos, poco a poco,
completando. Todo a su debido tiempo.
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