La Rata, La
Ratita —mejor en diminutivo, que, deduzco, se debía sobre
todo a su ínfima envergadura física, tanto de talla como de
volumen— vino al pueblo siendo yo niño y, con el tiempo, muchos
años después, terminó trabajando para mi familia, en casa de mi
padre. Aunque tenía fama de deslenguada, de respondona, no era sino
respuesta al trato que recibía de la gente que a menudo la
provocaba. Yo, por el contrario, siempre hice buenas migas con ella y
guardo buenos recuerdos de nuestra relación.
La Ratita tenía una hija,
más o menos de mi edad, con la que, recién llegadas al pueblo,
recorría sus casas —supongo que no todas; irían donde dieran
“algo”, en tiempos de tanta necesidad— pidiendo comida: restos
de cualquier tipo —guisos en general—, que, recuerdo, recogían
en latas de conserva vacías ya usadas, latas que eran utilizadas
como recipientes y, donde, seguro, comerían directamente e imaginen
con qué cubiertos. Recuerdo que los niños, crueles, nos reíamos de
la hija de La Ratita y le levantábamos el vestido porque no
llevaba bragas.
Al principio vivían en una cueva
que había en una de las pequeñísimas elevaciones montañosas —si
se pueden llamar así— que hay a las afueras del pueblo; después,
en un cuartico. Los cuarticos son, en Santomera, mini
viviendas sociales para gente indigente, aunque no hay unanimidad
entre la población local respecto de lo adecuado del adjetivo
“indigente” para algunos de los ocupantes de ellas.
Pequeña, muy pequeña, menuda,
menudísima, de unos treinta kilos, pero puro nervio. Con el pelo
siempre corto, canoso, piel tostada, sin pasarse, y unos ojillos muy
vivos (estos sí que hacían honor a su apodo), unos ojos que siempre
tenía —en mi recuerdo así es— “malos” y se limpiaba a
menudo con un pañuelo moquero que llevaba en el bolsillo del
delantal. De ese cuerpo tan menudo salía incesante, machaconamente,
una voz aguda y algo chillona (que también hacía honor a su apodo),
cuyo timbre permanece en mi memoria.
La Ratita vivía arrejuntá
con El Largo —mi Largo, decía ella—,
un hombre con fama de gandul que, recuerdo, hacía remolinos de papel
sujetos a la punta de un palito y los vendía en ferias y fiestas. La
delgadez y altura del Largo justificaban su apodo, pues debía
medir dos metros, si no más. ¡Menudo contraste el de la Ratita
y el Largo cuando iban juntos!
Él leía empedernidamente
novelas del oeste a la luz de una vela, por lo cual —decía ella—
se estaba quedando ciego y tenía que acercarse mucho el libro a los
ojos (yo recuerdo su imagen con el libro a unos 10-15 centímetros
de distancia, no más, de sus ojos); incluso en el cine, que también
le gustaba mucho, en los descansos y tiempos muertos, aprovechaba
para enfrascarse en Marcial Lafuente Estefanía y compañía.
El Largo
era también conocido por el “por
baho”, debido, cuentan, a que
un día estaba el hombre cogiendo higos en higuera ajena —recuerden
los tiempos que corrían y las necesidades de nuestros personajes—
y apareció el dueño del árbol reprochándole su acción; El
Largo contestó que “solo cogía
por bajo”, pero con su acento andaluz la “jota” no sonaba o
sonaba muy suave. El propietario de la higuera, vista la talla de
quien le estaba afanando los higos, le contestó, imitándolo, algo
así como “no te jode..., por
baho
llegas a toa
la higuera”.
Encarna, que ese era el
nombre de nuestro personaje principal, era analfabeta y, además, no
tenía documentos que acreditaran su identidad. Si le preguntabas por
su nombre y apellidos, contestaba, ceceando y con deje andaluz, algo
así como Encarna Zaorín, con una pronunciación en la que no
quedaba claro el apellido —ni la primera sílaba ni la última—:
podía ser Saorín, Saolín, Zaorín, Zaolín... Nunca pude llegar a
una conclusión satisfactoria.
En casa de
mi padre, conviviendo con ella, pude comprobar que era trabajadora,
limpia, honrada... Le gustaba mucho fumar, así que cuando llegaba su
santo yo solía regalarle un cartón de paquetes de su tabaco
favorito: Ducados,
pero la envoltura de los paquetes tenía que ser de cartón, no de
papel. Como entonces yo también fumaba, ella correspondía con lo
mismo el diecinueve de marzo. También le gustaba mucho el café, del
que abusaba, junto con el tabaco, diariamente. El tabaco, el café y
la charleta eran sus pasiones.
No
la volví a ver, aunque he sabido de ella por mi hermana, que sí lo
hizo, y me cuenta que iba a visitarla a Caravaca, donde terminó en
uno de esos centros que perifrástica y eufemísticamente llamamos
residencias de la tercera edad, antes asilos, donde Encarna, La
Rata, La Ratita,
terminó sus días, espero que, como tanto le gustaba, parloteando,
fumando y tomando café.
Se mezcla la crónica con el recuerdo personal, los hechos con los dichos, objetividad y mirada personal, siempre con ternura, todo muy humano, como no puede ser de otra manera. Ya sabes que soy un fan incondicional de estas crónicas tuyas de Santomera, o de tu Santomera. Un abrazo, Pepe. Mariano.
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