Primeros años de la década de los setenta del siglo XX.
Como no recuerdo, o no quiero recordar, su nombre, lo llamaremos Don
Ceporro, que le va que ni pintado. Don Ceporro era un cura con un
corto, aunque enorme —por ancho y carnoso—, cuello: un pescuezo
que unía una pelada cabeza pequeña a un cuerpo también corto pero
muy voluminoso. Era “profesor de religión” —es un decir— en
el Colegio San José, en el que yo trabajé de joven
durante unos años, mientras preparaba oposiciones. El personaje del
que estamos hablando era un verdadero animal, no solo de aspecto; su
cabeza pequeña no lo era solo de tamaño: yo lo recuerdo tan bruto
físicamente como tosco y escaso de cerebro.
Un día, explicando en su hora de clase, con zafiedad como en él era
habitual, les dijo a los niños de mi tutoría, pausada y
teatralmente, tratando de aparentar una autoridad intelectual y
académica que no tenía:
—El Titanic era un barco muy grande, grandííísimo —y
señalaba abriendo los brazos cuanto podía, exageradamente; los
volvía a cerrar y añadía—, y llevaba un letrero que
decía: “Este barco no lo hunde ni Dios”.
—¿Sí, Don Ceporrro? —preguntaba algún niño de los más
curiosos—. ¿de verdad?
—Sí, ¿y sabéis qué?
—Qué —respondían algunos niños en grupo, esperando la
reanudación del relato.
—Que chocó con un iceberg así de pequeñito —y, como si el
diminutivo no hubiera sido suficiente, volvía a señalar en el
espacio, marcando ahora determinada altura con la mano derecha a
menos de un metro del suelo— y se hundió en cinco minutos —y
mostraba los dedos de una mano varias veces mientras lo repetía,
remarcando muy bien cada una de las distintas sílabas de las dos
últimas palabras— ¡se hundió en cin-co mi-nu-tos!
—¿…? —los niños se quedaban con cara de interrogante,
preguntando con la mirada, esperando de Don Ceporro la continuación
o la moraleja, y esta última llegaba pronto:
—Sííí, Don Ceporro.
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