SECCIONES

viernes, 29 de noviembre de 2019

Maestros ejemplares

Esto que quiero contar ahora ocurrió hace ya quince años. Fue un día en el que los maestros del último colegio en que estuve desempeñando mis labores docentes salimos a comer a un lugar especial, solo conocido entonces por el guía del grupo: Blas. El restaurante —así lo llamaremos— era una cueva con dos pequeñas dependencias abovedadas donde el dueño, previo encargo —tenía poco espacio—, nos sirvió un buen arroz con conejo que pudimos disfrutar en un ambiente único.
No vaya a creerse que es tan fácil organizar exitosamente una «comida de trabajo» si además se pretende de interés culinario, pedagógico, cultural y terapéutico, todo a un tiempo. Obsérvese, si no, el grupo de sabios (amplios conocimientos matemáticos, geográficos, literarios, artísticos...) al que hubo que recurrir para garantizar el éxito de la planificación del acto que requiere hoy nuestra atención, ya digo: culinario, pedagógico, cultural y terapéutico.
Y no es tan fácil la organización porque no solo se trata de comer, que eso sí sería sencillo de organizar; hay que programar también alguna visita de interés y/o alguna parada en el recorrido, algo que merezca la pena culturalmente, como por ejemplo el alto en el camino que muestra la foto que viene a continuación, en el que Blas, alma mater del grupo pater, perdón—, nos habla del relieve, concretamente, de la orogénesis y la morfología de la zona.

Tras esta primera muestra de interés cultural, vayan ahora otras del valor culinario —y terapéutico, importante también— de este acto. He aquí, pues, unas instantáneas del lugar, de la comida y del ambiente que allí se respiraba, para que se puedan apreciar reflejados esos saludables valores que acabo de destacar.

Comida y servicio.

Ambiente lúdico, relajado...


...sereno, reflexivo...
Y, de nuevo, ¡cómo no!, la presencia —constante, diría yo— de la cultura. En la siguiente foto, imagínese de qué hablan los protagonistas que destacan en primer plano. Yo pienso que uno de ellos pregunta al otro por el estilo artístico de la fachada, mientras el segundo reflexiona interiormente sobre lo cargao que va su compañero.
 

Al final (todos a gusto, con la mente y el cuerpo armónicamente satisfechos), la foto para la historia («historia» con minúscula, ¡ojo!). 
Por mí y por todos mis compañeros.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Agujeros en los bolsillos (y 3)

Aunque hace mucho tiempo que no vive en el pueblo, cuando viene y se encuentra con el Grégor, inmediatamente —es automático—, Doble-A se lleva la mano derecha al bolsillo del pantalón y la mueve en su interior de manera ostensible, en un simulacro de lo que, acusadoramente pero en broma, dice que hacía el otro con mucha frecuencia en su infancia.
Y es que... una modalidad peculiar de onanismo, frecuente en algunos chavales de entonces, era la practicada a través del bolsillo del pantalón. Y en este tipo de manipulación —«digitación»— a través del bolsillo hubo entre nosotros un protagonista famoso, todo un campeón: el Grégor, tan aficionado que, por más que su madre se los arreglaba continuamente, siempre llevaba agujereados los forros de los bolsillos de sus pantalones, el derecho sobre todo, porque nuestro amigo era diestro, muy «diestro» para estos asuntos.
Y no era el único. Repasando mentalmente los nombres y las caras que retengo de los chiquillos que conocí, no puedo sino concluir que el Grégor no era el único pajibolsillero, pues otros zagales de entonces andaban (puedo asegurar que no tengo que utilizar la primera persona del plural, no me importaría hacerlo) con ese mismo problema en los forros de los bolsillos de sus pantalones, y con el mismo o parecido resultado siempre: por lo menos uno de ellos, según el niño fuera diestro o zurdo, iba casi perennemente agujereado, efecto causado en la tela del forro del bolsillo, ya lo hemos adelantado, por una habilidosa manipulación genital desde el interior del mismo; tú, desde fuera, mirabas y «veías», aunque no directamente, la mano dentro del bolsillo pertinente, y sabías, ¡vaya si lo sabías!, de qué iba el asunto.
Iba con un amigo y le dije: «¿Para qué se habrán inventado los bolsillos?». Y él me dijo: «Pa rascarse los cocos, huevón». (Roberto Merino, en Guerriero, Leila: «Roberto Merino: la vida sin énfasis». Entrevista al escritor chileno en Babelia-El País, 07-12-2017).
Pues bien, el Grégor, el non plus ultra de estos prestidigitadores bolsilleros, entre nosotros el más famoso en estos menesteres, todavía hoy se defiende —¡a ver qué puede hacer!— de esa acusación que le hacen algunos de quienes de niño lo conocieron bastante bien. Pero su defensa no se sostiene, pues su argumentación es débil: «¡sí, el mochuelo me lo cargo yo!», dice, como enfurrunchao, añadiendo que él no era el único. Utiliza, como muchos políticos, un típico argumento infantil, la excusa de la persona que cree que la culpabilidad de otros la libera a ella de la suya.
Bueno... pues cada vez que muy de cuando en cuando lo ve su amigo Doble-A lo hace sonrojarse imitando el movimiento que tantas veces —dice este— lo vio hacer de niño, un recordatorio de movimiento que, en el momento culminante, el de la simulación del clímax, termina incluyendo, además de la temblorosa mano introducida en el bolsillo, una vistosa y algo exagerada doblada también temblorosa de la pierna derecha hacia el interior.
«¡Sí, el mochuelo me lo cargo yo!», insiste lamentándose el Grégor.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Agujeros en los bolsillos (2)

En una sociedad atrasada, bajo las directrices de una retrógrada iglesia católica de doctrina castradora, y con una escuela cruelmente castigadora... ¿qué tipo de educación podías esperar? Siempre tenías encima el sentimiento de culpa, tanto por lo que habías hecho que no habrías debido hacer, como por lo que no habías hecho pero que sí habrías debido hacer. ¡Qué poco duraba la felicidad del sin pecado en la mente del niño que yo era!
—Padre, me acuso de que he pecado.
—¿Qué pecado has cometido, hijo?
—Me he tocado.
—¿Dónde?, ¿cómo?, ¿cuántas veces?, ¿solo o acompañado?... —una a una te llovían las preguntas y una a una las contestabas como podías.
Tras la absolución del confesor —ego te absolvo a peccatis tuis...—, aún no habías terminado de cumplir la penitencia que te había impuesto el oscuro cura —unas rastras de padrenuestros y yopecadores—, cuando, sin haber tenido tiempo suficiente para una reposada tranquilidad de conciencia, volvías a caer en el mismo maldito pecado y de nuevo comenzaba a atormentarte el sentimiento de culpa; otra vez tocaba arrepentirse, un calmante que resultaba insuficiente medicina hasta la vuelta al confesionario.
La vigilancia era perenne y omnímoda. «Dios lo ve todo —te decían—: lo pasado, lo presente, lo futuro y... —peor todavía— hasta los más ocultos pensamientos»; y te lo creías, pues desde pequeñito habías visto en numerosas ilustraciones el ojo divino enmarcado en un triángulo del que partían unos rayos que suponías capaces de lo más inverosímil. Por ello el sufrimiento era casi constante: «¿Y si me muero en pecado mortal?», pensabas; y sufrías incluso recién confesado, pues imaginabas que si por lo que fuera te venía la muerte y un segundo antes había pasado por tu mente una imagen pecaminosa (Kim Novak, Claudia Cardinale, Brigitte Bardot...: ¡había tantas!), no te escapabas, ibas al infierno de cabeza. «¡Qué injusto!», te decías.
Así que entiendo perfectamente a Iñaki Uriarte cuando dice en uno de sus Diarios que dejó de confesarse cuando comenzó a masturbarse, que aquello no podía merecer la condenación eterna. Acompaña su comentario el escritor vasco de unas notas eruditas —los monos son los únicos animales que la practican— y añade una pequeña relación de partidarios —Julio César, Mark Twain, Walt Whitman...— y de contrarios —Kant, Freud...—; y termina diciendo que acaba de leer en el periódico que previene el cáncer de próstata. ¡Uff, menos mal!
Entre las modalidades onanísticas que conocí de niño, aunque no todas in practicando, destacaré algunos tipos. En primer lugar, la individual, la más frecuente y mejor, mi favorita: personal, íntima, solitaria… («¿solo o acompañado?» solía preguntarte con toda intención el cura en la confesión). Frente a esta práctica personal había otra que se realizaba en compañía (desde pequeños mínimos grupos de dos chiquillos hasta algunos con un buen número de participantes), en alguna era de las afueras del pueblo, en algún huerto, en la torre de la iglesia..., a veces en bonitas coreografías: fila, corro... Y ya puestos en la clasificación, también me viene a la memoria una modalidad que podríamos calificar como ecléctica, en la que se puede apreciar mezcla de las prácticas individual y colectiva; me refiero a una muy peculiar, susceptible de ser realizada privadamente aun estando en público, y a la que dedicaré, en la siguiente entrada, el resto del artículo.
Continuará.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Agujeros en los bolsillos (1)

Onán es un personaje bíblico que aparece en el libro del Génesis. Era el segundo hijo de Judá, que, recuérdese, era el cuarto en la lista de los doce hijos de Jacob (Rubén, Simeón, Leví, Judá…). En Onán está el origen de la palabra «onanismo», término sexual que se usa como sinónimo de masturbación, aunque esto se debe a una mala interpretación del texto sagrado, que en realidad no relata una masturbación sino un coitus interruptus.
Después de que su hermano mayor muriera, Onán se casó con su viuda, como dictaba la ley judía. Según cuenta la Biblia, cada vez que Onán tenía una relación sexual con su cuñada, desenfundaba antes de tiempo y eyaculaba sobre la tierra, o sea, practicaba un coitus interruptus. ¿Y eso por qué? Pues... parece que sus razones tenía el hombre. Resulta que, según aquella ley de su pueblo y de su tiempo, un hijo tenido con su cuñada no sería considerado suyo, sino de su hermano fallecido, y este hijo heredaría los derechos de primogenitura (por ser considerado hijo del hermano mayor) y desplazaría a un segundo lugar al propio Onán, que, ¡claro!, no estaba por la labor; así que... ya se sabe.
Continuará.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Piedritas y piedrotas

¿Se puede decir más bonito, más tierno, más poético?: «De vez en cuando la alegría / tira piedritas contra mi ventana», escribe Mario Benedetti en los dos primeros versos de un poema del que pondré un fragmento al final de la entrada. Y es cierto, para qué negarlo: la vida lanza a veces, quizás a menudo para la gente optimista, piedritas a tu ventana, alegres piedritas esperanzadoras, chinitas que invitan a la satisfacción y al optimismo, que te hacen pensar que… bueno… que… ¡arriba ese ánimo!, que no es para tanto, que eres un agorero exagerao, un exigente tiquismiquis. 
Lo malo es que, también a veces, y no sabes si más a menudo y/o más decisivas, más determinantes y marcadoras —dependerá, entre otras cosas, de cada cual—, de igual modo, o quizás con más contundencia aún, la tristeza —ahora no es la alegría— tira contra tu ventana piedrotas, algunas aterradoras, verdaderos pedruscos que, al contrario que las piedritas alegres de Benedetti, te llaman, te atraen, y te invitan y/o te abocan a un pesimismo más o menos profundo; y que resultan no ser otra cosa, así lo interpretas tú, que avisos para que las alegrías propiciadas por las piedritas te las tomes… sin mucha euforia, o…, quién sabe, todo lo contrario… con más aún.
PIEDRITAS EN LA VENTANA
De vez en cuando la alegría
tira piedritas contra mi ventana
quiere avisarme que está ahí esperando
pero hoy me siento calmo
casi diría ecuánime
voy a guardar la angustia en su escondite
y luego a tenderme cara al techo
que es una posición gallarda y cómoda
para filtrar noticias y creerlas
[…]
Benedetti, Mario:
Inventario, poesía 1948-1980
Madrid: Visor, 1983, Pág. 14.