En
una sociedad atrasada, bajo las directrices de una retrógrada iglesia católica
de doctrina castradora, y con una escuela cruelmente castigadora... ¿qué tipo
de educación podías esperar? Siempre tenías encima el sentimiento de culpa,
tanto por lo que habías hecho que no habrías debido hacer, como por lo que no
habías hecho pero que sí habrías debido hacer. ¡Qué poco duraba la felicidad
del sin pecado en la mente del niño que yo era!
—Padre, me
acuso de que he pecado.
—¿Qué pecado
has cometido, hijo?
—Me he tocado.
—¿Dónde?,
¿cómo?, ¿cuántas veces?, ¿solo o acompañado?... —una a una te llovían las
preguntas y una a una las contestabas como podías.
Tras
la absolución del confesor —ego te
absolvo a peccatis tuis...—, aún no habías terminado de cumplir la penitencia
que te había impuesto el oscuro cura —unas rastras
de padrenuestros y yopecadores—,
cuando, sin haber tenido tiempo suficiente para una reposada tranquilidad de
conciencia, volvías a caer en el mismo maldito pecado y de nuevo comenzaba a
atormentarte el sentimiento de culpa; otra vez tocaba arrepentirse, un calmante
que resultaba insuficiente medicina hasta la vuelta al confesionario.
La
vigilancia era perenne y omnímoda. «Dios lo ve todo —te decían—: lo pasado, lo
presente, lo futuro y... —peor todavía— hasta los más ocultos pensamientos»; y
te lo creías, pues desde pequeñito habías visto en numerosas ilustraciones el
ojo divino enmarcado en un triángulo del que partían unos rayos que suponías
capaces de lo más inverosímil. Por ello el sufrimiento era casi constante: «¿Y
si me muero en pecado mortal?», pensabas; y sufrías incluso recién confesado,
pues imaginabas que si por lo que fuera te venía la muerte y un segundo antes
había pasado por tu mente una imagen pecaminosa (Kim Novak, Claudia Cardinale,
Brigitte Bardot...: ¡había tantas!), no te escapabas, ibas al infierno de
cabeza. «¡Qué injusto!», te decías.
Así
que entiendo perfectamente a Iñaki Uriarte cuando dice en uno de sus Diarios que dejó de confesarse cuando
comenzó a masturbarse, que aquello no podía merecer la condenación eterna.
Acompaña su comentario el escritor vasco de unas notas eruditas —los monos son
los únicos animales que la practican— y añade una pequeña relación de
partidarios —Julio César, Mark Twain, Walt Whitman...— y de contrarios —Kant,
Freud...—; y termina diciendo que acaba de leer en el periódico que previene el
cáncer de próstata. ¡Uff, menos mal!
Entre
las modalidades onanísticas que conocí de niño, aunque no todas in practicando, destacaré algunos
tipos. En primer lugar, la individual, la más frecuente y mejor, mi favorita:
personal, íntima, solitaria… («¿solo o
acompañado?» solía preguntarte con toda intención el cura en la confesión).
Frente a esta práctica personal había otra que se realizaba en compañía (desde
pequeños mínimos grupos de dos chiquillos hasta algunos con un buen número de
participantes), en alguna era de las afueras del pueblo, en algún huerto, en la
torre de la iglesia..., a veces en bonitas coreografías: fila, corro... Y ya
puestos en la clasificación, también me viene a la memoria una modalidad que
podríamos calificar como ecléctica, en la que se puede apreciar mezcla de las
prácticas individual y colectiva; me refiero a una muy peculiar, susceptible de
ser realizada privadamente aun estando en público, y a la que dedicaré, en la
siguiente entrada, el resto del artículo.
Continuará.
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